sábado, 15 de diciembre de 2012

Diario de camas II

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Pasé los primeros dos días de internación en una clínica sin resonador, congruente con el plan más bajo de una de las prepagas más antiguas y famosas que ahora tiene una publicidad con un montón de gente tirando de una soga para el mismo lado. Lo que nadie sabe es qué tiran. Lo importante es que la soga nunca se corta y que, desde unas nenas con uniforme de colegio privado, como algunos turistas en el desierto de Atacama o San Juan hasta una oficinista de vestido amarillo que se saca los tacos para tirar mejor y no resbalarse ni quebrar el taco de unos zapatos que deben costar una fortuna, tiran para el mismo lado.
Mis médicos decían que esa clínica era el submundo y todavía no sabían qué hacer: si meter cemento biológico por un agujerito en la espalda, ponerme un corset que aplicaban con calor y que sugería cuarenta días de reposo y baño seco o una operación más seria que suponía abrir la espalda, desgarrar los músculos hasta llegar al hueso, intentar, como en un rompecabezas ubicar las piezas de columna sueltas y que comprometían la médula y colocar, por último, dos tutores de titanio con clavos y un ganchito para sostener todo mejor. Después de cuatro días de Ateneo del equipo de neurocirugía del Hospital Alemán y una resonancia que ocurrió a las tres de la mañana en una clínica de Belgrano, una  madrugada de martes en la que Buenos Aires estaba tapada por una niebla que impedía al ambulanciero esquivar los pozos para evitarme el dolor de chocar contra una tabla de madera que hacía 15 horas tenía pegada a la espalda, después de la cara de preocupación y los labios apretados de tíos doctores, de clínicos recién llegados y de especialistas bien pagos con pantalones Cardon y camisas Polo, después de discutir con el servicio de médicos de la ART y decidir que mejor me quedaba con la prepaga porque así lo sugerían médicos y abogados que decidían todo por mí, después de no firmar papeles que auditores me ponían adelante, no por mí, que estaba drogada y firmaba cualquier cosa, sino por los demás, después de su porfiadez y mandarme a buscar dos veces con una ambulancia para intentar llevarme a una clínica peor, y que yo sabía que era peor porque había escuchado al médico decir que esa clínica no era una opción para mi complejidad, después de un traslado inesperado que me encontró sola en una habitación porque había mandado a Juan a comprarme un caramel machiatto al Starbucks de la otra cuadra y de pasar otros dos días enteros en un box de guardia en el instituto del diagnóstico y conocer a mi verdadero equipo médico, después de varios rescates de morfina y cambio de vías en mi brazo porque empezaba a inflamarme, después de aprender y repetir la palabra Keterolak cada vez que veía que se iba vaciando el suero con ese líquido mágico que se ponía amarillo cuando lo abrían y aparecía alguna enfermera, después de días enteros sin bañarme, sin que nadie me bañara y sintiera un olor a culo nunca antes conocido por mí, sin poder moverme, y pedir que me pasaran toallitas espadol por el culo, porque no podía más, el olor subía y los médicos subían las sábanas para hacerme pruebas de sensibilidad y fuerza, después de días en los que también me tiraba pedos adelante de todos porque siempre había alguien en la habitación y de días en los que no hacía pis por mi propia voluntad porque la sonda chupaba a su voluntad y apenas la vejiga recibía un poco de líquido, sentía el goteo en una bolsita plástica que colgaba de un gancho de la cama, después de mi primer —aunque no último— enema en la habitación —y en la cama— que configurarían mi casa durante poco más de un mes. Después de todo eso, me informaron que iban a operarme el domingo a las ocho de la mañana en uno de los quirófanos que están en el primer piso del Instituto Argentino del Diagnóstico y Tratamiento, uno de los más seguros, con mejores luces y equipos.
Antes de todo eso estuvo el accidente y el primer traslado del SAME a un hospital municipal (en realidad ahí está el submundo) donde me dijeron que estaba todo bien, no tenés nada es solo el golpe y me duele pero ahora vení y sentate en esta sillita porque no tengo camilla ni camillero ni nada para que puedas estar en posición horizontal y dejes de decir que te duele la espalda. Los golpes duelen, y había una médica china que miraba la radiografía con el mismo interés con el que uno hojea las revistas dominicales durante el desayuno del  lunes; estuvo el médico ecuatoriano que me pinchó varias veces la mano para encontrar una vena donde empezar a pasar solución fisiológica cuyo único propósito era cumplir el reglamento de que los pacientes deben ingresar en la guardia con una vía colocada para facilitar y no demorar el trabajo de enfermeros y médicos sin indicaciones que deciden en el momento; estuvieron mis primeras horas de guardia en un rincón oscuro donde lloré por la oscuridad, por la miopía, por la sonda que metían en mi vagina, pero especialmente porque tenía mucho miedo; estuvo mi mamá al borde del desmayo y mi novio asumiendo la responsabilidad de contener una situación que no estaba en sus planes, ni en los de nadie que con veinticuatro años, salud y carrera profesional se decide a encontrar una pareja con la que coincidan por lo menos esas tres características. El amor vino después y después del amor –o con él, qué se yo— vino la transformación en una relación de enfermero-enfermo, de caramelos duros a las 7 am, de helados de limón a las diez de la noche de un sábado de agosto, con lluvia y dos grados en la calle, de toallitas desinfectantes que acariciaban mi vagina, mi clítoris y que él pasaba con sensatez, dedicación y calentura de hombre joven; gesto que yo apenas podía responder con una sonrisa que era agradecimiento, tristeza, amor e incapacidad y  con el entrecejo apretado porque todo me dolía y no sentía nada.
Antes estuvo el baño en seco después de cuatro días, la tijera de la enfermera cortando la ropa, la negación a usar el mismo camisolín que pudo haber usado una futura madre, un paciente con apendicitis o un ya muerto enfermo de cáncer, la compra de un camisón en Caro Cuore como indicaba mi capricho, el grito, el miedo, el miedo, el grito, los rulos que siempre escondo, la tranquilidad de que hacía poquito me había depilado, la explicación de que todo iba a estar bien, no podían darme pruebas científicas, y por eso, en su lugar, me daban papeles que repetían que cualquier complicación que ocurriera, ellos –ELLOS— harían lo que estuviera en sus posibilidades para salvarme, pero que no podían asegurar que eso fuera lo suficiente para salvarme y que entonces, por favor firma ahí, donde está la línea punteada. Les juro, les juro a todos que no voy a demandarlos si quedo paralítica o si me muero porque me avisaron y yo les di mi consentimiento. Me dijeron con buena fe que todo iba a salir bien, y que si no, iban a hacer todo para que saliera lo mejor que estuviera a su alcance. Eso tenía que tranquilizarme. Eso y que los médicos vinieran y se presentaran y olieran bien. Eso reconfortaba. Y entonces disimulaba las lágrimas y la garganta cerrada, porque en realidad estaba cagada en las patas. Porque siempre con mamá nos manejamos bárbaro con la gotita y Farm X, porque nunca hubo una visita a la guardia, ni una operación, porque mis abuelos ya estaban un poco muertos cuando yo tuve conciencia y mi abuela más longeva se murió sin enfermedad en el cuerpo una noche de julio, cumpliendo su promesa de no llegar a los noventa.
Así, el hospital era un mundo desconocido, inexplorado y difícil de explicar. Mirta me decía que no dijera hospital porque no era un hospital, era un sanatorio, una clínica, hospitales son los públicos, a esos que va todo el mundo, en el que se queda el que no tiene una obra social ni una prepaga ni una familia de clase media que pueda pagar una habitación por un par de días. Siempre esperando que esa semana prometida por los médicos no se prolongue; en cuyo caso yo sería la excepción porque, a riesgo de arruinar todo lo que me queda por contar y entonces por escribir, mi internación duró 35 días. Cada uno de los días que estuve internada le costó a la prepaga alrededor de 3000 pesos, lo cual incluía la medicación que me pasaban y que siempre era nueva y distinta y más fuerte porque había que probar para que se fuera la fiebre sin abrirme de nuevo, ya tuvo suficiente. No incluyó las dos veces que entré en el quirófano. Las propinas violetamente tentadoras las pagaban mamá o Juan dependiendo quién estuviera en la habitación. Las enfermeras fueron hermosas conmigo. Me lavaban el pelo, tomaban la temperatura del agua, me acariciaban la cabeza y me daban calmantes. Conocía sus rutinas y cambios de turno, les contaba los highlights del día, fiebre, de cuánto, sí fui de cuerpo, varias veces, este antibiótico me re descompone de la panza, ¿pis? Estás tomando líquido, sí muchísimo, dame el dedito, pulso cardiaco todo perfecto, un pinchacito y evitamos el ACV, arde arde arde, te lo pongo en la panza para que no se te vea el moretón, no te preocupes que de acá no me voy, ponela en el brazo y comé un poquito, no llores, no llore mi niñita me decía Roxana, una de mis últimas enfermeras, que conjugaba mal los verbos irregulares.
Pero eso fue mucho después. Al principio, como decía, no entendía qué hace la gente en los hospitales cuando está internada. Sabía que no podía moverme de la cama, que solo podían girarme los enfermeros y en bloque y que tenía que permanecer en esa posición hasta que los médicos decidieran qué hacerme. La primera idea fue entonces que ese lugar pudiera convertirse en una suerte de spa. Le dije a Juan que me quería pintar las uñas; que me sentía fea y entonces él compró esmaltes OPI, cuatro, no uno, rojo, fucsia, brillito plateado brillito con brillitos, de esmalte importado y caro; de esmalte que yo no compraría porque después de una temporada se secan o se apelmazan y hay que tirarlos; pero él fue a Palermo y me los trajo en una bolsita con una lima y un quitaesmaltes. Y me dio un beso en la frente y lo escuché taconear y supe que tenía zapatos que combinaban con el cinto. Ese día también vino con flores, para tranquilizarme, vino con olor a cigarrillo, besos mezclados con menthoplus de durazno y me dio de comer en la boca, pedacitos del primer menú que no recuerdo qué era, pero él estaba ahí, cortando la comida y pinchándola porque yo estaba acostada boca arriba, ciento ochenta grados, un pajarito, un gorrión sin alas y de repente me acuerdo de Tomás Eloy Martínez y de Santa Evita, en una cita que ya usé una vez para escribir “un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándose reina, quién lo hubiera creído.” Y acá tampoco nadie lo hubiera creído, porque un accidente es inesperado, los accidentes siempre le ocurren a los demás, son el relato de familiares o amigos o movileros de traje y transpiración en la frente.
Ese primer día empezaron a llegar amigos con chocolates, palabras de aliento o de incertidumbre, caras opacas porque era julio y hacía mucho frío, atardecía, el horario de visitas había terminado igual que la jornada laboral y se quedaban alrededor de la cama, los brazos en jarro, asintiendo a lo que dijera el enfermero o Juan o mamá. Se quedaban hasta donde podían y se daban vuelta cuando los ojos se les llenaban de lágrimas. A la izquierda había un silloncito y un balcón; a la derecha un sillón que se convertía en cama y el baño. Juan se sentaba en ese silloncito y me leía. Me leía capítulos de libros todavía inéditos que estaban en mi bolso y después apoyaba la cabeza en un borde de la cama, justo al lado de la almohada y se dormía por un rato; hasta que yo le pedía agua o un pedazo de chocolate y entonces él se paraba, llenaba el vaso con agua y hielo y me acercaba el sorbete que era en realidad una sonda cortada porque el plástico de las pajitas es duro y se corta cuando lo doblás. Mastiqué el chocolate y él masticó conmigo. Qué rico, ¿no? y su sonrisa tenía tanto miedo que sentí los poros de mi cabeza electrizarse y quise llorar. No tuve tiempo. En los hospitales nadie toca la puerta.
—Vos no podés comer chocolate— dijo la enfermera.
Se paró al lado de la cama, miró el suero, movió la rosquita del goteo, lo miró a Juan una última vez y salió sin cerrar la puerta. 


*la imagen la encontré acá

jueves, 6 de diciembre de 2012

WIP: Diario de camas.



Estoy gorda. Me miro en el espejo y me digo que estoy gorda. Ahora estoy gorda. En la internación estuve hinchada. La panza, la papada, las piernas, los pies. Tenía tobillos de abuela, y una panza rara, biafrana como las fotos de la National Geographic, todavía la tengo para afuera, es la presión del corset. Después estuve flaca flaquísima. Ahora engordé de nuevo. Como antes del accidente. En la clínica me puse contenta con la pérdida de peso y eso no tuvo nada que ver con ver el vaso medio lleno. Nada tuvo nunca que ver con un vaso medio lleno o medio vacío. El accidente, la operación y la internación fueron cosas que pasaron. En realidad fue una sola cosa que pasó porque la conexión entre una y otra y otra la une, la pegotea, y las cosas del accidente con las cosas de la operación con las otras cosas que sobrevinieron con los días y días de internación se superponen y hoy, hay días en los que me cuesta distinguir cuál fue por qué.
Hay una anécdota que circula en mi familia sobre un matrimonio amigo que acabó por separarse cuando se descubrió que el marido tenía un vínculo extramatrimonial que no era exactamente una familia paralela pero se le parecía bastante. La historia cuenta que cuando la mujer fue a la dietética del barrio pocos meses después del suceso, la encargada que, como la historia transcurre en una pequeña ciudad del interior, conocía la historia incluso antes que los protagonistas, porque en esas ciudades todo se sabe y todos se conocen entonces la encargada es la hija de que está casada con y vive en, le dijo que la veía mucho más flaca. La mujer, silenciosa y reservada, apenas sonrió al comentario y dijo “¿si? Puede ser”; entonces la encargada  le entrega las nueces o la fruta abrillantada o el té de tilo, la mujer paga, y cuando la encargada de la dietética le da el vuelto, levanta los ojos de la caja y con una sonrisa entre burlona y cómplice le dice “¿Viste?, no hay mal que por bien no venga”.
Un poco lo que quiero decir es que la desgracia nos obliga a ponerlo todo en perspectiva. No podemos tolerar la idea de tragedia o de desgracia sin más, siempre hay gente que está peor y siempre hay algo positivo —material o metafísico – real o frívolo— para sacar de las experiencias. Por ejemplo, yo sigo escribiendo. Algo que no estoy segura de que me interese, me da fiaca, me frustra, hay días en los que no quiero hacerlo más, no tengo ganas, no quiero hacer el esfuerzo, no me interesa; prefiero leer, prefiero ser flaca, prefiero trabajar, prefiero escuchar música, prefiero hacer dieta y sentir que me desmayo en el subte porque me baja la presión o prefiero que mi novio me ame. Pero tengo que hacerlo, escribir para ordenar los recuerdos, armar un registro escrito de los fragmentos que en este momento creo que valen la pena y que leído en  10 años (y ni que hablar en 20 o en 50) no va a tener más sentido que, quizás, la amargura. Gran parte de lo que me recuerde, entonces, la escritura se habrá perdido por muertes, rupturas, ciclos.

Lo más importante no es recuerdo, está en mi cuerpo.

Mi papá no vino a visitarme ninguno de los treinta y cinco días que estuve internada. Una sola vez hablamos por teléfono cerca de diez minutos. Él había recibido un libro que yo había pedido por internet y lo llamé para decirle que ese libro era urgente, que lo necesitaba, que quería leerlo, devorármelo porque era uno de los finalistas del Pulitzer, premio que quedó vacante en la categoría de ficción este año. ¿Ah, no lo sabías? Y entonces aproveché otros cinco minutos para explicarle la problemática. Era mentira. Mientras estuve internada solo me interesó leer revistas de chismes con rubios y famosos, moda y tendencia para la temporada porque había perdido seis kilos y este verano iba a ser una bomba y, cuando tenía un poco más de ánimo, hojeaba revistas de Asterix que me había traído una amiga. Los galos irreductibles que solo temen una cosa: que el cielo se desplome sobre sus cabezas. Papá dijo que seguro me traería el libro ese día. Tenía que trabajar cerca del sanatorio. Pero no lo trajo. Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. Ana Karenina,  600 páginas, 135 años desde su publicación, siempre vigente. La familia, el amor, el engaño, la infelicidad, la muerte o el suicidio son temas atemporales, inagotables.
La familia es una revolución, es girar infinitas veces sobre un mismo eje.
La familia es un bigbang, es un estallido desde la singularidad que da origen a múltiples universos que se expanden infinitamente para después empezar una progresiva, lenta y dolorosa contracción hasta el colapso.
Por Tutatis

Durante mucho tiempo sostuve que escribir curaba, que era posible sanar relaciones, traumas, dolores, sueños y fantasías con la escritura. Potenciar obsesiones hasta el aburrimiento, escribir siempre de lo mismo hasta que me dé igual y pierda el interés. Entonces me siento frente a la computadora, pruebo otra cosa, busco otro tema, busco inventar, busco las palabras mágicas para convertirme en Roald Dahl. Abro —de manera inevitable— mi casilla de mails y busco un ejercicio, lo conecto, también de manera inevitable, con alguna experiencia. Entonces si la consigna consiste en usar la frase “casa roja”  voy hasta el pueblo de mis abuelos, el techo, un cielo en verano a las siete de la tarde, la casa imaginaria del carnicero de las pesadillas. Pero escribir sirve para acumular: horas en la silla, frustraciones, dolores posturales, trucos, técnicas.
Escribir sobre la escritura se convierte en una experiencia vital y como todo lo vital es insatisfactorio. El presente.

Pero vos deberías estar agradecida de vivir

Escribir cura.
Los niños sin bautizar quedan en el limbo.
Mi mamá durmió conmigo, mi novio duerme conmigo, las enfermeras durmieron conmigo.
Y estoy gorda. Me veo gorda. FFFFFFFFFFFFFF
FFFFFFFFFFFFFFFFF
Fofa.
Me fijo como me siento, si aprieto la pierna contra la silla se hace el pozo. El poro abierto, el pelo encarnado.
La celulitis.
Y entonces suena el teléfono.
¿Nos vemos esta semana? Sí, por qué no. Te paso a buscar en 15. Dame 25 que estoy sin bañarme
No sé cuál es la onomatopeya para el sonido de una bocina.
Suena una bocina en la calle
Suena el tiru tiru del Blackberry
Los jóvenes nunca tocan el timbre y
Te avisan que están en la puerta sin bajarse del auto.

—¿Sabés qué significa Adidas?
—No.
—All Day I Dream About Sports.
—Mentira.
—¿Por qué?
—Porque nadie puede soñar todo el día con deportes.
—Es cierto, eso era una publicidad.
—Ah.
—¿Sabés qué sigfinica A.Y. not dead?
—Alfredo Yabrán not dead.
—¿Cómo sabías?
—Porque uso ropa carísima y alternativa antes que vos.

En las primeras conversaciones hay algo de “mirá toda la cultura pop que tengo encima”, “cuando terminé el colegio me fui 6 meses a EE UU en work & travel”, “hagamos lo que vos quieras, yo tengo ganas de cualquier cosa”.
El tiempo es un síntoma.
En la cronología nos volvemos más valorables “¿para la navidad pasada estábamos juntos?”, “sí, sí, pará, en las fotos del cumple de Luchi aparecés”,   y entonces surgen nuevas conversaciones porque nos creemos menos prescindibles.

El accidente, barajar y volver a dar.
Aun así
Un coup de dés jamais n'abolira le hasard.
Y hablábamos de cualquier cosa, él me hablaba para distraerme, me preguntaba cómo eran mis días sabiendo que mis días eran todos iguales.
A las cinco me cambiaban el antibiótico.
A las seis era el cambio de enfermeras
A las ocho traían el desayuno.
Al tercer día pedí que dejaran de traer café, el olor llenaba el cuarto, yo no podía tomar café, no quería abrir los ojos tan temprano y las tostadas se engomaban de vapor y el café frío no lo tomaba nadie.
Hubo un tercer día.
Hubo una variación el tercer día.
A las nueve la enfermera de la mañana pasaba por el cuarto.
A las 10 me bañaban y entre dos también cambiaban las sábanas.
Cuando se iban mamá me ponía crema y me daba el perfume. Apretar el pulverizador era mi gesto de independencia.
Mel Gilbson con un corazón en la mano.
Entre las 11 y las 13 venían los médicos  por primera vez
A las 12 traían el almuerzo.
A las 13 mamá bajaba a fumar
13.30 se quedaba dormida y yo, en general, empezaba a levantar temperatura.
J llegaba entre las 11 y treinta y las 13. Después tenía que trabajar

Yo sabía que pasaría de nuevo por la noche.
Los hombres como él no abandonan.
Él no abandonó.

Hubo pequeñas variaciones en nuestro ánimo en los treinta y cinco días.

Pero el relato del amor se arma con la tristeza y el fin para literaturizarlo sin culpa. Porque ya se terminó, porque no hay que dar explicaciones ni  decir te amo.

Digo te amo con la cara, con las manos, con emoticones, con times new roman 12, en gtalk, en bbm, en twitter.

—Vos te amás a vos misma y a nadie más.
Decir te amo con culpa.
Decir No quiero coger.
Tengo un sexo
Tengo un cuerpo
 TODO SECO
Hacelo por él, hacelo por vos, 
Hacelo por mí, por todos. 
RECUPERATE PRONTO.
Decir SÍ quiero coger.

Vamos a un telo que debe haber sido todo lujo y estilo en los 90s, pero que ahora está gastado, demodé, el piso tiene alfombras y qué idea pésima teniendo en cuenta la cantidad de personas y fluidos que pasan por ahí.
Todo es MULLIDO.
Como si supieran.
Me rechinan los dientes.
Hay sillones y tapizados con estampas opacas, cartelitos de placer, romántica latina sonando en dos parlantes; una televisor noblex 21’’ sobre una mesita con reborde en dorado, la pintura algo salida, las cortinas son pesadas. Enfrente hay una clínica neurológica. El papel higiénico es ordinario.
Siempre distingo la calidad del papel higiénico por el color.
 Puede consultar nuestra gran variedad de juguetes sexuales en la recepción dice un folleto sobre la mesita de luz.  DESINFECTADO. Las tiritas de papel en el inodoro no son confiables.

Necesito ayuda para sentarme y pararme. Salí del sanatorio hace menos de una semana. En el techo hay un espejo. Todavía estoy flaquísima. Pienso en que mi cuerpo se parece al de Patti Smith. Me miro en el espejo y me pongo de costado. Nunca dejo de mirarme.
Horses horses horses.
No es la primera vez que estoy en un telo
Sin embargo, es la primera vez que estoy en un telo.
Si prende la luz, lo veo lavarse las manos porque el acrílico negro que da al jacuzzi que no vamos a usar es traslúcido. El olor a goma me descompone.
Mis enfermeras no usaban guantes, casi nunca.
Los guantes eran azules.
En mi operación los médicos usaron, de acuerdo al inventario del quirófano que figura en mi historia clínica, seis pares de guantes cada uno.
En algún momento dijeron “ya” y en lugar de rotar como en el voley o en el juego de la silla, se sacaron los guantes que sonaron secos, como una sopapa, que es como suenan los guantes cuando uno tiene práctica y se los saca en un solo movimiento, se pusieron un par nuevo y siguieron operando.

—¿A cuántos telos fuiste en tu vida?
—No sé, a dos o tres.
—¿Dos o tres?
—No sé, dos.
—¿A este habías venido antes?
—No, nunca.
—¿Segura?
—Sí, ¿por qué te voy a mentir?
—No lo sé. Mentís seguido.
  
Había mucha sangre. Yo no la vi, pero es obvio.





miércoles, 24 de octubre de 2012

Corset




Miramos un montón de cuadraditos que se mueven en la pantalla. Puede que esté experimentando una conexión lenta. La voz se corta por momentos y le señalo con el dedo a mamá que esa bola roja que se mueve dando grititos es su nieta, mi sobrina. Mi hermano tiene ahora una boca cuadrada y me pregunta por el accidente. Le decimos a la nena Feliz cumpleaños y Happy birthday al mismo tiempo. Desde que se separó de su mujer hablamos una vez por semana o una vez cada dos semanas, pero hablamos más seguido. Este viernes a la noche que es un sábado a la mañana para ellos, que viven en Australia y hay sol, yo estoy despeinada y mi sobrina cumple dos años. Mi salud también es un motivo, al igual que su soledad. Yo prefiero no hablarle de la mía. Hace unas dos horas me saqué el corset, y me parezco a un chupetín de gelatina que ya no existe pero se llamaba Tembleque, tiemblo menos que hace dos meses pero todavía me cuesta asegurarme de manera vertical, no rengueo ni chuequeo pero tengo miedo, tengo el pecho colorado y el cuello de la remera marcado, dejé de usar corpiño con aro porque me hace doler la piel hasta el moretón. El corset me presiona aunque hay otros peores, que llenan todo el torso y son de plástico color natural. Mi ortopedia es moderna, actual, es liviana y de aluminio, si quiero puedo colgar mis pulgares y descansar los brazos. Si no fuera por el corset, mis días serían perfectos, mejores. Si no fuera por el corset, nadie diría que tuviste un accidente. Se te ve tan bien, esa sonrisa, tanta actitud. Qué lindo verte así.
El corset da visibilidad. Uno es visiblemente discapacitado y eso es también lo que nos recuerda a todos que hace exactamente tres meses un auto me hizo volar por el aire en la esquina de Juramento y Cuba. En el centro de un barrio en el que nunca creí que habría de pasarme nada malo, cerca de casa, que siempre es la casa de los padres. Nadie ve, ni siquiera yo los había visto, hasta después de tres meses y una nueva radiografía, los ocho clavos que sostienen dos varas de titanio de quince centímetros a cada lado de la columna y que están unidas donde falta la vértebra que estalló en incontables pedacitos cuando golpeé contra el piso después del vuelo. Eso es lo que en realidad me duele cuando hay mucha humedad o estoy mucho tiempo parada o me inclino o cuando queda el jabón en el piso de la bañera, porque últimamente las cosas se caen con mayor facilidad de las manos y termino de bañarme con shampoo, que deja mi cuerpo patinoso; y parece que no puedo terminar de sacarme la espuma hasta que me seco y todo mi cuerpo huele a pelo de publicidad.
Esta mañana, desayuné en la cafetería de enfrente del sanatorio y me volqué íntegro el café con leche sobre mi cuerpo. Las cosas se me caen con más facilidad de las manos. Tengo que ver a un neurólogo, y también a un psicólogo, tengo que ver y hacerme ver, por eso todavía tengo que usar el corset. Para que miren y se pregunten pero en el mismo acto tengan cuidado, y me abran paso o me den el asiento, porque un corset da curiosidad y porque la gente intenta ocultar sus ortopedias; pero yo no me acostumbro a la mía y entonces tengo miedo de que no me vean y me choquen con un changuito de supermercado o me aprieten para meterse en el subte.
Esta mañana, me sacaron sangre y me hicieron placas. Nos reconocimos con el tipo de limpieza del entrepiso, donde está diagnóstico por imagen. En los 35 días que estuve internada en el IADT, me hice una decena de dopplers de corazón, brazos, piernas, pelvis y espalda. Me llevaban en camilla o silla de ruedas dependiendo mi estado de ánimo. Siempre estuve despeinada y tapadas las piernas con una frazada. Los camilleros me trataban con una amabilidad similar al cariño y en las últimas semanas me decían flaca. Usaba unas pantuflas con rayitas que mi mamá me había comprado en un local sobre Santa Fé que se llama Juan y Juan. Él, que usa guantes descatables y empuja un carrito lleno de bolsas de plástico y desinfectantes, es flaquito y podría llamarse Juan, como mi tío, mi novio o el abañil de mi infancia, vaciaba los tachos de papeles húmedos con gel mientras yo esperaba a un costado del pasillo a que me buscara el médico o mi camillero para llevarme de vuelta a la habitación 304. Nunca nos hablamos y hoy tampoco, pero él seguía ahí y yo estaba de vuelta esperando que me hicieran un estudio, aunque esta vez ya no tenía fiebre, ni los veinte puntos en la espalda.
Esta mañana, cuando me volqué íntegro el café con leche, los médicos que estaban sentados en las mesas alrededor mío no se mosquearon. Apenas miraron y siguieron con lo suyo. El resto, los que se aliviaban del ayuno con tostadas o los que esperaban un resultado fatal con la cara plana y la taza llena, hicieron lo propio. Porque me vieron en el corset antes, cuando entré o cuando fui al baño.
Esta mañana, cuando me volqué íntegro el café con leche, por suerte, mi mamá estalló en una carcajada.

miércoles, 3 de octubre de 2012

I


Es muy temprano, el gato me arañó un ojo y, si tenemos suerte, ya ha pasado el fervor primaveral. Las flores vuelven a su precio normal pero inflacionado. Mirta compra flores para su casa no por la primavera sino por su cumpleaños y Juan acostumbra llevar flores cada vez que va de visita a algún lugar donde hay mujeres. No tengo que tomar el trapax antes de la medianoche.
En casa hay flores ocasionalmente y siempre las trae Juan que una vez me dejó sola en el auto, en medio de la madrugada. Se bajó sin explicarme nada y dejé de verlo. Él había leído FLORES y compró unas de color fucsia que casi no tenían olor pero que fueron las primeras que alguna vez me regalaron fuera de un cumpleaños o un egreso.
El único florero que hay en casa —y que es heredado— pierde por los costados. Nunca se me ocurrió comprar uno, y no por una cuestión de principios; de atentar contra algo cortado, naturalmente artificial y muriéndose, sino por falta de creatividad. Puse las flores en un frasco de café con un poquito de agua. Se secaron a los pocos días; pero estuvieron sobre el mueble casi dos meses.
“Gaby,
                     Hay sábanas limpias en el placard y sobre la cama dejé la ropa que necesito planchada. Por favor, limpiá la escalera del patio y tirá las flores secas del living. El resto, como siempre,
Besitos
                                 Ceci”
El valor de un ramo de flores es simbólico. Las rosas ya pasaron de moda, o son de gato, o son grasas o son falsas o le gustaban a alguna ex novia, tía divorciada o padre pirata. O al menos eso decimos hasta que nos regalan rosas y no decimos que preferimos jazmines aunque no sea temporada.
El lilium es más lindo si viene apoyado sobre una hoja con forma de pelota de rugby y sin tanto helecho que ponen para rellenar los claveles o crisantemos que son más bien flores para los muertos, de cuento de Cortázar, de poca sofisticación y dinero insuficiente en el bolsillo.
No que importe.
Una vez conocí a una señora que decía que jamás había que regalar flores compradas en la Chacarita y mucho menos comprarlas uno mismo para la casa.
Las mujeres tienen que cambiarse la bombacha cada vez que salen a la calle porque pueden tener un accidente, la abuela no se cansaba de preguntarlo con autoridad, ¿te cambiaste la bombacha? Solo una de mis bombachas tiene flores, son diminutas, celestes y verdes sobre un fondo blanco y de lycra. Sin costuras para que no marque nada.
El día que me atropelló el auto tenía una bombacha recién puesta y no me hice pis encima como imaginé que sería siempre un accidente o un robo o una situación en la que me asustara mucho. Cuando quedé mirando para arriba, no vi ninguna flor. La glicina del museo Larreta recién estaba cubriendo unos tallos marrones, enredados y húmedos. Era invierno. Yo, en cambio, tenía un vestido floreado: margaritas blancas y de corazón rojo sobre un fondo azul, noventa porciento algodón, diez porciento elastano.
En la plaza hay mucho cemento y mujeres que venden flores tejidas al crochet para usar en el pelo o en la solapa de un saco. Pequeñas esquirlas del flower power local que resisten con mucho mate para no sentir tanto frío y Silvio Rodriguez en guitarras criollas para no sentir tanto la derrota, la moda pasada y el turista que ya no compra macramé porque es su segunda visita.
El futuro sigue siendo el plástico que ofrece más variedad de texturas y colores para el verano. Made in china mata hippie y queda a apenas cuatro cuadras. Barrio chino.
Los barrios antiguos y propios, en cambio, tienen nombres menos claros, de etimología confusa e incluso incomprobable; Flores podría llamarse Varsovia avant la guerre o simplemente Varsovia y Floresta podría ser como su Cracovia, provincia independiente y autónoma aunque sus habitantes negocien entre sí y con todos los demás. Especialmente con los demás.
En la palabra Belgrano tampoco se lee ninguna flor y también había quintas arboladas y señoritas de parasol y mucha puntillas en épocas aristocráticas como las que cuentan las novelas de Galvez o de Cambaceres; ninguno de los cuales hubiera permitido la proliferación de chinos, varsovianos y cracovianos.
En la habitación del sanatorio hay un cuadro de unas flores blancas. Parecen violetas de los alpes. Abajo,en la puerta y sobre la vereda, hay uno que tiene un puestito donde vende flores para macetas y para floreros. Mi primera habitación da a la calle Tucumán. Acaban de subirme y son cerca de las cinco de la tarde. Durante el tiempo que pasé en la guardia escuché cómo una señora hacía rato que no se bañaba y se había caído al bajar de la cama; escuché a un amigo español de Tristán llegar con un ataque de asma y hablar con los enfermeros.
—Tristán es un tipazo, vos no sabés el corazón que tiene. Un corazón ahhhhh yo cada vez que vengo a Buenos Aires me quedo en su casa. Es un tipo maravilloso— y la inhalación profunda adentro de la mascarilla hace el mismo ruido que los días de viento en los respiraderos. Yo solo puedo pensar en los ojos de Tristán.
Me duele la espalda, le digo a la enfermera, me duele, me duele mucho, adentro, siento un montón de bolitas redondas, rojas, palpitantes y jugosas que titilan como lucecitas de navidad y determinan la intensidad del dolor y entonces del llanto, que es silencioso como tiene que ser todo en un hospital.
“Operando” fue un juego de mesa muy famoso cuando era chica. No tanto por lo divertido sino por lo tecnológico. El tablero tenía profundidad, tres dimensiones y usaba pilas. Arriba, un cartón pintado representaba a un hombre de rulos, en paños menores, y cercano a los cuarenta años con un montón de agujeros donde uno tenía que ubicar pequeñas piezas de plástico —que representaban órganos y huesos— para después retirarlas con una pinza también de plástico que si tocaba alguno de los bordes o dejaba caer la pieza encendía la nariz del paciente —un led rojo que se comenzaba a prender y apagar— y determinaba que uno, por torpe o por falta de pulso, había matado al paciente y por lo tanto perdido el juego.
El “Jenga” tiene la misma lógica que el “Operando” aunque con una logística más simple y vertical. Como la columna vertebral, una torre de maderitas —o huesos, como sea— que se desploma con mucho ruido —o dolor, como sea— si el participante no retira las piezas con cuidado, concentración y pulso perfecto. El “jenga” le ganó a todos los juegos de mesa; por chino y simple tuvo su momento de gloria junto a Sofovich en horario central, donde un anciano que se floreaba con las futuras vedettes de Carlos Paz, dejaba de cortar manzanas que nadie comía.
Me miro la mano y pienso en el doctor ecuatoriano de la ambulancia. Le pregunté por las frutas tropicales y me contestó que era de la sierra. Seis son los agujeritos que marcan que el tipo le pifió para ponerme una vía, que sangré un poquito por cada agujero y que mis venas “de bebé” son las causantes de que recién el séptimo y ya sobre la muñeca sea conectado primero a un suero con solución fisiológica; e inmediatamente me ingresan en la guardia, lo cambien por keterolak, 24 horas, goteo continuo, amarillo agua de témpera lavable, calmante, calmate chiquita, no pasa nada, seguro es el golpe, la tabla me duele, no te la puedo sacar, sacala por favor, el traumatólogo es feo y latino, me dice chiquita chiquita chiquita, ¿si mi amor? No pasa nada y me gira, me deja sobre una camilla negra. Me duele, quiero que me saquen la ropa, no solo los zapatos, estoy sin anteojos desde que me atropelló el auto. Veo todo mal salvo cuando el comandante de la invasión latinoamericana me pone su cara sobre la mía. Tiene un lunar con pelos y me dice mi amor. Tiene de esas bocas batracias; quiero que se coma una mosca. Me duele. Es un golpe, quiero ir a casa. Antes quiero hacer pis.
—¡Hay que hacerle una tomografía!
Es una puerta vaivén y entran con órdenes como si se tratara de un restaurant; los pacientes  también entran y salen. Son pocos los que quedan internados. Esa orden es para mí. Tienen que hacerme una tomografía ¿sí mi amor? Es para ver si hay algún daño ¿sí mi amor?
Los camilleros son todos altos, con brazos formados y un poco brillantes. Bien morochos, pelo duro, poco pelo en el pecho porque nada se escapa del escote en v del ambo verde que les dan para usar. Traen frazadas y para todo cuentan hasta tres. Sonrío a medias. Tiene los ojos achinados, pero no de chino sino de conurbano, de chinito autóctono, de Varela o Grand Bourg. ¿Tenés puesto corpiño? Su pregunta me parece poco oportuna, mi novio está a apenas unos metros, atrás de esa puerta. Sí, tengo. ¿Aros en algún lado? Sí, tengo.
Los de ambo verde son camilleros, los de guardapolvo blanco, doctores.
Tengo el cierre en la espalda, explico al técnico del tomógrafo cuando propone sacarme el corpiño. El saco tiene botones de metal, de a una manga a la vez, cuentan hasta tres. Cortalo, cortá el vestido, cortá la remera, cortá el corpiño. No, vamos así como está. No podemos moverte para abrir el cierre. ¿Estás embarazada? No. Bueno, respirá y tranquila.
No hay decoración en la sala de tomógrafos. Me dejan sola y cierran la puerta. Radiación, calaverita, triángulo amarillo, en el sanatorio te cuidan y te curan. La voz sale por los parlantes y me pide que ponga los brazos por encima de la cabeza. La máquina me mueve como en una cinta transportadora, un tobogán que desafía a la gravedad. Phillips, 2005, 9980221, sync y empieza a girar hasta que las letras se pierden. Una luz roja y quedate quieta que ya estamos y sino hay que repetir. Respire profundo y mantenga el aire. Paso por debajo de un aro en una y otra dirección, se detiene con un pitido, puede soltar el aire, pero no se mueva. Las gallegas no viven solo en los GPS.
1, 2, 3 técnico y camillero pasan una sábana por debajo de mí y vuelvo a la camilla con ruedas. Cuando estén las imágenes, las mando, y no me dice si está todo bien porque dice que no lo sabe todavía. Y vuelvo a la guardia, todavía tengo ganas de hacer pis. El camillero me deja y me guiña un ojo, todavía me quiere sacar el corpiño, estoy segura.
—¡Dos vértebras rotas y con desplazamiento. Hay que operarla cuanto antes!— empiezo a llorar cuando sé que eso habla de mí y veo de nuevo la tabla y al sapo latino que me explica que tiene que volver a colocarla. Dice colocarla y no ponerla. Me explica a los gritos mi situación y escucho por primera vez la palabra neurocirujano.— El neurocirujano, a quien ya llamamos, va a estudiar tu tomografía y tu caso. Tú tranquila, ¿sí mi amor? Todo estará bien—
Pregunto por mi mamá y por mi novio, me dice que ya están informados y que todo estará bien en lugar de decir que todo va a estar bien e inspirarme más confianza. Espero que se aleje para llorar con más fuerza, con lágrimas más gordas y dolor en el pecho. Nadie puede entrar porque están atendiendo, pero yo necesito que mi mamá me diga que todo va a estar bien en rioplatense para creerlo. En cambio, la enfermera se acerca y no me consuela como esperaba, me recuerda que quería hacer pis y que para eso me van a poner una sonda en la vejiga, porque no puedo moverme. Me sacan las medias y la bombacha, las colocan en una bolsa con mi nombre y apellido y en pocos minutos están adentro. Lloro porque nunca me pasó, ni dije que sí tantas veces seguidas, lloro porque me duele y eso me da miedo, lloro porque la sonda va a estar cerrada hasta que me hagan una ecografía y entonces me sigo haciendo pis, solo que ni siquiera puedo hacerme encima, lloro porque no puedo ser rebelde ni quiero gritar. Lloro porque la guardia es oscura y siempre le tuve miedo a la oscuridad. Lloro porque extraño mi verticalidad, un metro setenta y seis no valen nada acostados, nadie se fija. Lloro para que alguien se fije y entonces mi mamá pueda entrar aunque sea por un ratito para decirme que no va a pasar nada, aunque ella tampoco sepa qué va a pasar.
—Te van a dejar internada. Tu condición es más complicada de lo que pensamos pero no tenés que asustarte, no llores. — es una doctora rubia y joven con ojos delineados y chatitas negras con una flor en la puntera, es linda y estas deben ser sus primeras guardias. —A ver si alguien llama a la mamá de esta chica, que está muy angustiada.— y volviéndose hacia mí— ahora vas a poder ver a tu mamá un ratito pero los especialistas se van a ocupar de todo y seguro van a elegir la mejor opción. De repente hay opciones: chocolate, vainilla o dulce de leche. El neurocirujano tiene la explicación.
Nunca puedo decidirme a tiempo.
Una explicación de las opciones puede ayudarme.
Para mí los neurocirujanos siempre operaron cabezas y no columnas.
Con ellos, el país crece.
Yo no decido las opciones porque eso es trabajo del neurocirujano y porque estoy drogada.
Vas a estar en las manos de los mejores médicos.
Ed Bansky es un inglés degenerado, demodé en Europa, à la mode, top arnachist, en el culo del mundo, acá, donde los adolescentes drogadictos, jippies y localkirchneristas todavía creen en que el mundo será salvado por un vándalo que tira ramos de flores.
Capitalismo, positivismo y ciencia.
Intento seguir el razonamiento del neurocirujano, que se llama Fidel y llega después de que me hicieran una ecografía y dictaminaran que las costillas están todas y enteras.
Nunca fui Adán.
Fidel me toca la punta de los pies, me rasca las piernas con llaves, plumas y la yema de sus dedos. Tengo que cerrar los ojos y adivinar de acuerdo a lo que siento en el cuerpo, Fidel me agarra los dedos de los pies, me pregunta cuáles, tira de unos para un lado, de otros para otro y ninguno de los dos habla de la carga sexual que podría existir en ese jueguito si antes no hubiera mencionado tu médula está en peligro y tenemos que asegurarnos de que no hay daño neurológico que afecte la sensibilidad o la fuerza de tus miembros inferiores.
—¿Cosquilleo?
—No
—¿Dolor?
—En la espalda
—¿En otro lado?
—En la cola
—¿Mucho?
—Bastante
—¿Te golpeaste la cabeza?
—No, caí con la cola.
—¿Sentís frío?
—No. Tampoco veo una luz.
Fidel no se ríe con mi chiste, es una persona seria, que salva vidas o recupera paralíticos o hipopléjicos, parapléjicos y que habla ahora con Mirta de una resonancia por la madrugada, de la necesidad de tener estudios con mayor claridad porque si el desplazamiento es con fragmentación ósea hay que operar pero que hay otras opciones que no suponen quirófano y que me quede tranquila porque estás en manos del mejor equipo de neurocirugía y mi tío, que es médico, acaba de llegar y pide los estudios y lo mira a Fidel para decirle que conoce a su jefe pero en realidad lo que dice es que él es amigo del jefe del equipo de neurocirugía porque hicieron la residencia juntos hace como treinta años y Fidel remarca que cualquier decisión que tomen será en equipo y acorde a la paciente que soy yo y la complejidad que es la mía y que no tiene que ver con lo que tuvo que ver hasta ese veintitrés de julio: relaciones amorosas truncas, relaciones familiares disfuncionales, relaciones laborales complacientes y monólogos interiores en la ducha y en la cama. 

viernes, 28 de septiembre de 2012

Volver


Menstrúo después de tres meses:
¿Es bueno que te venga, no? Se nota que ya estás bien
la sangre mató a Carrie, el pecado, la carne, de chancho o de hombre
ya despiértate nena
Menstrúo después de tres meses:
No sé si estoy bien; pero menstrúo, sangro
la sexualidad devuelta ultra fina y con alas
la sexualidad y el sexo reprochados por los novios que se sienten hermanos;
y los médicos, los fármacos, el shock, el trauma
say farewell  to your hormones, el sexo desaparece
las tetitas finas, cónicas, de prepúber
vuelvo a mirarme, cuerpo deforme de corticoides
cuerpo amorfo de niña,
cuerpo injertado, cuerpo arreglado, cuerpo marcado
cuerpo discapacitado, cuerpo cuerpo cuerpo
los médicos me visitan, me desnudan, me giran, me miran
me consuelan, me avisan, me operan, me cosen, me drogan
el mundo coge, doctor, el mundo se calienta y se olvida y coge de nuevo y llora
en orgasmos fingidos o reales, amor propio amor dado amor compartido
darse amor es masturbarse es hacerse una paja es sentir que te incendiás por dentro
 el sexo se nota en el cuerpo  como el dolor, así, intenso y urgente.
Menstrúo después de tres meses
me mojo, me mancho, soy señorita,
uno, dos, tres,
primero te vas a sentar y ahora te vas a parar y ahora vas a caminar
y después vas a volver a recuperarlo todo
MENSTRUAR
ATARME LOS CORDONES DE LOS  ZAPATOS
HACER UNA VUELTA CARNERO.

domingo, 27 de mayo de 2012

Famiglia Unita

Hace dos semanas que papá no vuelve de Arrecifes y ese viernes a la tarde nos manda a buscar. Viene Carlos, un empleado de mi tío que nunca tuvo un trabajo específico; Carlos maneja una F100 cabina simple y tiene los cachetes siempre gordos, picados y colorados. Mamá pone un almohadón entre las dos butacas para que mi hermano se siente y viaje relativamente cómodo. Estamos apretados y en esa camioneta el aire está viciado, el olor es una mezcla a combustible, Carlos y el pinito que cuelga del espejo retrovisor. Todavía no subimos la General Paz cuando empiezo a preguntar si falta mucho para llegar, estoy incómoda apretujada entre mamá y la puerta y el olor me hace doler la panza. No entiendo por qué tenemos nosotros que ir a ver a papá y no vuelve él de una buena vez. Mamá también dice que vamos a ver a los abuelos y yo ya lo sé. La rutina va a ser llegar, bajar los bolsos y que el abuelo nos abra la puerta; la abuela va a estar ida sentada en una banqueta de la cocina mirando la nada, mientras todos miramos cómo el Alzheimer avanza sobre su cuerpo, su memoria, sobre todos nosotros; ver el esfuerzo de mamá por explicarle que yo soy su nieta y no su hija, mi hermano que desaparece y se va al altillo para hurgar en la colección vieja de Tonys que tiene el abuelo y a mí que me mandan al patio, a que juegue; pero en el patio hay moscas porque en todo Arrecifes hay montones de moscas en todas partes, y el abuelo puso una de esas cortinas que tiene lonjas de plástico de colores para que no entren, pero las moscas entran igual y cagan arriba de todas partes; incluso arriba nuestro. Y no hay diversión ni ventanas en la casa de los abuelos; y el abuelo es viejo y yo casi no le entiendo cuando me habla ni de qué me habla. Me impresiona la presencia de la muerte en esa casa, los vasos durax son marrones y eso ya da la idea de que algo se está muriendo; o el jugo mocoretá, que se solidifica en el fondo de la botella que pegotea los dedos y los empalaga. Y el abuelo hace tostadas en la parrilla del patio, y las tostadas se le queman un poco y entonces el cuchillo y raspar y escuchar el crach crach crach y las miguitas negras que se desparraman por el patio y después la mano del abuelo, que tiene las uñas largas y también negras pero el pelo muy muy blanco y los ojos azules, que me alcanza una tostada; y yo querría decirle que no, que no quiero, que me da asco; pero le acepto la tostada y me siento en el cantero y mientras como el pan solo y tostado miro lo que en otro tiempo fue un gallinero pero que ahora es una estructura oxidada en el fondo del patio y que ni siquiera sirve para treparse y espiar al vecino por la medianera decorada con pedazos de botellas de vidrio.


Papá está a cargo de la obra en la casa de mi tío de Arrecifes y vuelve para lo de los abuelos al atardecer. Mamá y la abuela sacaron las sillas a la puerta y están ahí sentadas, esperan, ven pasar, hablan con los vecinos, hablan de los vecinos. La abuela mira todo como si estuviera pasando diez o veinte años antes. Yo a veces pienso que la abuela nos miente a todos, que se hace la que está loca, la que no se acuerda de nada para ir a la fiambrería y comprar doscientos de jamón crudo y doscientos de queso e irse sin pagar, diciendo que después irán mamá o el tío. Trato de no acercarme mucho, la idea de enfermedad me descompone tanto como la de muerte. Cuando veo que papá se acerca caminando corro los veinte metros hasta la esquina, papá me alza y me lastima con el destornillador que tiene en el bolsillo de la camisa. Cuando me quiere dar un beso ya estoy llorando y le pido que me baje. Los besos de papá son babosos y además tiene olor a chivo. Tengo un raspón desde mi pecho hasta la panza. Está colorado pero no sangra. Mamá me dice que no exagere. Papá sigue saludando y dice que preparen el mate. Yo me sigo mirando la lastimadura pero cada vez lloro menos. Si cuando sea grande no me crecen las tetas la culpa va a ser de papá y su destornillador y su torpeza.

Papá dice que trabajar con gente a cargo es agotador; que hoy faltaron la mitad de los obreros y que así no se puede avanzar, que no sabe hasta cuándo tendrá que quedarse. Mamá le dice que se vaya a bañar, que ya le dejó la ropa preparada sobre la cama. A papá no le gusta mucho bañarse y seguro aprovechó estos días lejos de mamá para hacerlo lo menos posible. Demora lo más que puede el momento del baño. Da vueltas, habla con el abuelo, se sienta y toma un mate; no le pregunta nada a mamá de nosotros ni de la semana ni de la casa ni de las cosas. Papá no registra mucho o se olvida o da vueltas pero sin hablar. Quiere sentarse a leer un libro, estar tranquilo, tiene las manos llenas de callos, quiere que la cena esté lista y que yo suelte la Barbie Hawai que me regaló la tía; dice algo acerca de los cerebros chatos o de los cerebros como platos. Que lo mire a mi hermano, que está leyendo y haga lo mismo. Papá no se da cuenta de que todavía yo no sé leer. Cuando reacciona me dice “o a pintar”. Yo creo que no le molesta tanto la Barbie sino que yo haga de ventrílocua de la Barbie e interrumpa su lectura entre grititos y risas agudas de felicidad que imagino dignas de una muñeca rubia, tetona, sonriente y articulada. Papá me dice que le alcance mi cuadernito Gloria que me va a poner unas cuentas de sumar y restar para que resuelva y que tengo prohibido contar con los dedos. Usá la cabeza, dice.

jueves, 19 de abril de 2012

Comment est-ce qu'on dit pas non plus?

Me siento en la cama y le digo que la puerta de calle está sin llave. Él ya está vestido, aprovechó mi ida al baño para levantarse y hacerlo. La puerta del baño no cierra porque el marco está hinchado. El vecino tiene rajaduras en su terraza y el agua se cuela hasta mi pared. La mancha de humedad crece grande y amarilla como una miga de pan en leche y vainilla para hacer budín. El olor que despiden las paredes no es dulce ni a vainilla. Las paredes no despiden olor. Las paredes no huelen. Yo me acerco y toco esa pared con la palma de mi mano abierta. Quiero hacer una pintura rupestre, pero la pared mojada no destiñe, no me pinta la mano. Chorrea, transpira, van apareciendo gotitas y le busco los poros a la pared. Se me humedece la mano, sigo la línea del agua, llego al marco de la puerta. La madera está mojada, la puerta rebota, no entra en el marco que creció y la puerta ahora le queda chica y entonces se escucha todo lo que pasa en el otro ambiente. El baño se comunica con la habitación por una puerta y con el patio por la otra. Él se viste y yo entrecorto el pis para escuchar mejor. Suspira o aclara la garganta, en cualquier caso pronuncia lenguaje inarticulado. El silencio lo incomoda. Yo tengo el ruido del pis, de mi pis, en mi baño. Y tengo sus ruidos pero que él no percibe. Siempre voy a ser más fuerte que él. Más fría y más frívola. Más dramática y egoísta. Más musical. La playlist del living se terminó hace un rato largo pero ninguno de los dos hizo nada. Era Belle & Sebastian. La eligió, agarró mi computadora y abrió el Itunes mientras hacía una evaluación panorámica de mi living—ese que había estado a instantes de ser nuestro— y decía que lo encontraba más luminoso, ordenado, armónico. Que lo encontraba cambiado, aclaró que cambiado significaba cambiado para bien. Pasó del living a la habitación y rió sorprendido. Repite que las cosas han cambiado, que ve todo más acomodado, pensado, decorado. Menos hippie y más indie. Más tuyo. Después mencionó algo sobre la madurez y dio play a “The boy with the arab strap”. Él escucha esa música cuando está conmigo o cuando se acuerda de que estaba conmigo, siempre la escucha desde la nostalgia; me escucha desde la nostalgia. Y así nos miramos y nos besamos. Mediados.

Antes de tirar la cadena y de que todo se ahogue en el sonido del agua que sale por un lado y entra por el otro, se pone el pantalón. Se pone el jean y sus piernas son el raspón, rápido y agudo, el sonido del jean que es como sonarían las cosas cuando pasan rápido y cortito por un tubo o como deberían sonar porque así suenan las piernas cuando se meten en los pantalones de tela de jean y que preanuncian los botones, los cierres y, en algunos casos, las hebillas de los cinturones. Se viste y yo me miro en el espejo. Tengo ojeras y la boca hinchada. La barba me irrita la piel. Se sienta en la cama. Salgo del baño y apenas gira la cabeza. Se está poniendo las medias que había dejado ordenadamente una adentro de cada zapatilla junto con el celular, las monedas y las llaves. Estoy desnuda y es injusto. Él golpea el piso después de ponerse la zapatilla como para asegurarse de que está bien, firme, de que no va a salirse o de que siempre puede hacer más ruido. Cruza sus piernas y yo paso por adelante. Apenas me mira. Y no me mira como los hombres miran a las mujeres desnudas. Apenas levanta la cabeza, como si sintiera la vergüenza o el pudor que genera la desnudez cuando no es esperada. Le doy la espalda mientras busco en el placard. Me visto como para dormir o como para taparme y sentirme menos desnuda, igualarnos. Me siento en la cama. Él se para y nos miramos un rato, mediados por el silencio ahora, siempre asimétricos. Descubrimos que ninguno va a llorar o a volver a llamar y eso también nos une; o al menos nos acerca. Y no nos movemos porque necesitamos que el final sea poético o por lo menos grandilocuente. Ser solemnes con esa relación que no fue pero que nos hizo más hermosos y entonces no podemos tolerar la idea de lo vulgar; de que nuestra despedida no nos inspirará en el futuro aunque lo vergonzoso es que no nos inspire en el presente; y entonces dejamos de mirarnos y dejamos de movernos. Recordamos que a veces quedan los gestos y entonces se acerca y nos abrazamos.

—La puerta de calle está sin llave—le digo desde la cama. Me acaricio la rodilla con la pera y lo miro. Abre la puerta de mi casa y mira para la habitación. Señala la cerradura y me dice que no me olvide de poner llave antes de dormir.

Ninguno se anima a decir que ya no duele.

sábado, 3 de marzo de 2012

Flora y fauna [notas]

Riego mis plantas casi todos los días. Uso una regadera azul y de plástico que me salió siete pesos hace un par de años. Todavía tiene el precio dibujado con marcador indeleble.

No tengo muchas plantas. Tenía solo dos y ahora trasplanté una, la corte por el tallo y puse el tronquito en un frasco con agua para que le volvieran a crecer las raíces. Todos los días me acerco y la miro. No sé cuándo será el momento de volver a ponerla en tierra. Las raíces son gordas y blancas, y crecen solo del lado derecho.

Gise es correntina y trabaja en casa. La abuela diría que es la “empleada doméstica”; mamá diría que es “la chica que me ayuda” y yo un poco que pienso que es una heroína que evita que la casa se venga abajo y deja todo oliendo bien y ordenado una vez por semana. Gise me dijo que no me olvide de cambiar el agua cada tanto, para que no se críen mosquitos ni dengue. En verano siempre hay mosquitos en mi casa. Y como el otro día conocí a una chica que casi se muere de dengue, ahora me angustio cada vez que me veo la roncha que se deforma mientras se irrita la piel entonces pongo sahumerios de citronella en el baño, espirales en el patio y pastillita fuyí en el living y en la habitación. En la cocina no pongo nada.

Esa planta –que ahora está sacando nuevas raíces- fue la única que sobrevivió a un accidente doméstico: hubo un verano en que decidí viajar un mes por Australia para irme de la casa en que había formado y roto una pareja –tal vez la más difícil que vaya a tener- entonces llené la pileta del patio con agua y metí las macetas adentro. Un mes es mucho tiempo y enero en Buenos Aires es muy caluroso, especialmente si uno vive en un ph con toldo metálico como es mi casa. Antes, había llevado mi tortuga a casa de mis padres para que la alimentaran y cuidaran. Las tortugas viven del verano.

La mayoría de las plantas se pudrió mientras yo viajaba pero no surfeaba olas ni conseguía un novio rubio y con rastas; los días en Australia fueron en su mayoría grises y lluviosos. Elegí una estación de tren por día para sentarme y llorar.

Sentí el olor antes de abrir la puerta cuando volví. Eso que yo quería sacarme, el olor a muerto, estaba en la casa más fuerte y con forma de pantano en la pileta de lavar la ropa. Pero muerto que se está pudriendo todavía, no muerto del que quedan huesitos y algunos pelos.

Había una que parecía tener todavía una chance íntima de sobrevivir. La saqué, la cuidé, la puse al sol todos los días, puse colillas de cigarrillo en un vaso con agua como hacía la abuela cuando quería curar una planta de hongos o de bichitos. Mojaba el algodón en esa agua caramelo, whisky, camello transpirado del zoo, lo pasaba por las hojas y por el tallo y lloraba.

Lloré recordando que dicen que uno debe cuidar una mascota o una planta por más de un año sin que se muera para saber si está listo para traer vida a este mundo; lloré porque había sido el deseo irracional y caprichoso –si es que cabe otra calificación para los deseos- de un hijo o una familia lo que había roto la relación; sobre todo lloré porque entonces eso lo hacía tener razón; no era momento para pensar en eso, como decía.

Fui y me compré un cactus de tela. Lo pinché como un muñequito vudú con alfileres de cabezas de distintos colores y apilaba papelitos. Lo puse arriba del escritorio y pensaba en qué ese no podía morirse y que los pinchazos no podían dolerle. La otra planta, en el patio, me devolvía la cara de la enfermedad, la (ir)responsabilidad y el capricho.

Nunca busqué la tortuga en lo de mis padres. Nunca miro el piso cuando camino, me hace doler las cervicales. Me agotaba la paranoia de que la tortuga se moría en cualquiera de las oportunidades que la pisaba o pateaba. Un día lo acusé a él de haber matado a mi tortuga. Le dije así, mataste a la tortuga, te odio. La semana siguiente nos separamos; y no había matado a la tortuga.

Para mi cumpleaños me regalaron una bici y una planta. Me aclararon que era una planta de interior, que no le gustaba mucho el agua. Esa planta parece una cebolla cuando brota. Cuando le falta riego las hojas se caen, como las comisuras de las bocas de los viejos y entonces la meto debajo de la canilla, primero y después me siento en un banquito y con un trapo limpio hoja por hoja, sin paciencia, con ganas de terminar rápido. Nunca se me ocurrió besar a una planta. Sin embargo un día lo hice. Besé una hoja. No sentí nada. Ni siquiera parecido a cuando beso la comida que no voy a comer y tiro a la basura.

Me gustan más las macetas que las plantas. Pero me gustan más los árboles que nadie riega.

La tortuga apareció muerta atrás de la heladera de la casa de mi mamá. Lo descubrí por el olor. La encontré electrocutada. Les grité que me habían matado a la tortuga y me fui a trabajar. La culpa de la muerte. Esa tarde, papá compró otra tortuga como quien compra un foquito nuevo para cambiar el que se quemó.

La tortuga nueva le come las plantas a mamá. No tiene nombre. Y mamá la odia. Porque se come sus plantas y porque se siente culpable. Mi tortuga se llamaba Tilde.

En mi patio hay un grillo. Se come mis plantas. Lo miro de lejos, pero no quiero tocarlo. Los grillos traen suerte; o la responsabilidad de su muerte trae mala suerte. Papá también dice que se comen la ropa. Pero eso pasa si están en los placares, no en las plantas. Quizás confunde a los grillos con las polillas.

Mi grillo no canta, grita. Y un día desaparece del patio. Lo busco en el placard, espero que se haga de noche, pero no lo encuentro. Extraño un poco el ruido del grillo, pienso cuánto más que una mariposa puede vivir un grillo y pienso también en que quizás las mariposas viven más de un día pero es el único insecto lindo y todo lo bello debe morir joven por una suerte de deber poético.

Nunca hubo una mariposa en mi patio. Ni un cadáver de mariposa. En mi patio, insectos de los feos y comunes y algunas lagartijas en verano.

Gise mató una lagartija y la dejó en un frasco de mermelada. Mientras mataba a la lagartija rompió mi jarrón favorito. El único en el que entran las calas que compro cuando camino por la calle Sarmiento. No me animé a decirle a Gise que tenía la culpa de que yo ya no tuviera donde poner las calas. Probablemente ya no compre calas ni jarrones.

Las plantas de mi patio son de las que no dan flores. Es culpa de ellas que no haya mariposas.

viernes, 17 de febrero de 2012

wishful thinking

Es difícil escribir a partir de los presentes felices. Nunca puedo contar una experiencia feliz mientras pasa. Siento que ahí no puedo indagar. La construcción es a partir del drama, de la angustia, del malestar, del nudo en la panza, del dolor de mandíbulas por un mal sueño la noche anterior. Me cuesta expresarme desde la felicidad tanto como me cuesta decir te quiero, te extraño, te necesito, esto me hace bien, feliz o mejor persona. O lo digo, pero tal como suena, sin variaciones. Envidio a la gente que puede hacerlo y le salen frases hermosas y casi únicas. A mí me pasa más como si habláramos de una greeting card a la que personalizo según de quién se trate. Me cuesta ponerle nombres a los sentimientos felices; no me sale. Quiero armar un discurso fluido y quizás sólo termino diciendo: podrías recortarte los pelos de las axilas, ¿no? Transpirarías menos. Un buen consejo es un sentimiento feliz. Se presume. Digo algo que sin dudas te va a hacer bien e incluso va a hacer que te veas mejor; sin pelos sobresaliendo por las mangas de las remeras, sin aureolas en las de colores, sin tanto pelo pegado en el jabón que compartimos. But suddenly, suena como una ofensa. ¿Te pido que me digas algo lindo y me decís que me recorte los pelos de las axilas? Me bajaste la chota al tercer subsuelo. ¿O sea que esta noche no cogemos? Solo vi terceros subsuelos en los estacionamientos del primer mundo. Acá no existen. ¿Imaginamos un vuelo y hacemos de cuenta que bajo, encuentro la chota y la subo? ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos con la ofensa que sobreviene a toda mala o sobre interpretación? Es una forma de decir: me preocupo por vos; y por mí con vos. En definitiva, cuando estamos juntos nos reflejamos; ¿no? Esa cosa de que uno se ve en su pareja y entonces lo más sano en realidad es que ninguno se sienta avergonzado de lo que el otro refleje. Spiegel Spiegel. No es que me genere demasiadas contradicciones que levantes el brazo para llamar al mozo y tanto yo como el resto del lugar veamos la aureola de transpiración y un pequeño enredo de pelos asomando. No es eso, pero estamos en el terreno de lo evitable. Just some advice, take it or leave it.

—Siempre que te cuesta decir algo, lo decís en inglés. Las primeras veces que hablamos me dijiste que era selfconfident y que eso era definitivamente un LIKE; y la vez siguiente me advertiste que eras highmaintenance. —

También dije que era una attention seeker casi patológica. Si no me prestás atención esto no va a funcionar. Tenés que mirarme, decirme que estoy linda con lo que me puse o más flaca o que te gusta la foto que subí a cualquier red social o el papelito que pegué en la pared. También es recomendable que te acuerdes de nuestras conversaciones y no repreguntes. Eso me da ganas de comerme las uñas y empacharme.

Me siento en el sillón y me repito vas a cansarlo, vas a cansarlo, vas a cansarlo hasta que se convierte en un mantra. Cuando suene el timbre voy a sonreír, voy a tener la comida preparada, voy a responder a todas sus preguntas sin cuestionamientos y me voy a bancar sus ronquidos sin despertarlo.

—Compré Respira Mejor. Al menos probemos si me funciona.

Y no le funciona del todo porque ronca como si respirara con todo el cuerpo o como si un montón de caballos, o de ganado o de cuadrúpedos pasaran en manada por encima de piedritas de colores. Pero dormir sola me gusta menos que los ronquidos. Y además está el gesto, la consideración, el registro del otro que no duerme y que te golpea para que gires y gires y dejes de roncar y la compra de unas banditas que expanden algo adentro de la nariz para que el aire pase sin tanta resistencia y entonces sin tanto ruido.

—Anoche roncaste un montón.

Decirle a la mañana siguiente vale, porque él se ríe y dice que todos los hombres roncan. No todos los hombres roncan; pienso en un ejercicio de lógica, me repito el mantra, también me digo que esta vez menos drama y entonces le respondo que puede ser, quizás todos los hombres ronquen pero no todos los hombres compran Respira Mejor. Entonces él se ríe de nuevo, porque todo –incluso lo que a mí me hace feliz- a él le da risa y eso, de a poco, nos acerca a un happy ending.