sábado, 3 de marzo de 2012

Flora y fauna [notas]

Riego mis plantas casi todos los días. Uso una regadera azul y de plástico que me salió siete pesos hace un par de años. Todavía tiene el precio dibujado con marcador indeleble.

No tengo muchas plantas. Tenía solo dos y ahora trasplanté una, la corte por el tallo y puse el tronquito en un frasco con agua para que le volvieran a crecer las raíces. Todos los días me acerco y la miro. No sé cuándo será el momento de volver a ponerla en tierra. Las raíces son gordas y blancas, y crecen solo del lado derecho.

Gise es correntina y trabaja en casa. La abuela diría que es la “empleada doméstica”; mamá diría que es “la chica que me ayuda” y yo un poco que pienso que es una heroína que evita que la casa se venga abajo y deja todo oliendo bien y ordenado una vez por semana. Gise me dijo que no me olvide de cambiar el agua cada tanto, para que no se críen mosquitos ni dengue. En verano siempre hay mosquitos en mi casa. Y como el otro día conocí a una chica que casi se muere de dengue, ahora me angustio cada vez que me veo la roncha que se deforma mientras se irrita la piel entonces pongo sahumerios de citronella en el baño, espirales en el patio y pastillita fuyí en el living y en la habitación. En la cocina no pongo nada.

Esa planta –que ahora está sacando nuevas raíces- fue la única que sobrevivió a un accidente doméstico: hubo un verano en que decidí viajar un mes por Australia para irme de la casa en que había formado y roto una pareja –tal vez la más difícil que vaya a tener- entonces llené la pileta del patio con agua y metí las macetas adentro. Un mes es mucho tiempo y enero en Buenos Aires es muy caluroso, especialmente si uno vive en un ph con toldo metálico como es mi casa. Antes, había llevado mi tortuga a casa de mis padres para que la alimentaran y cuidaran. Las tortugas viven del verano.

La mayoría de las plantas se pudrió mientras yo viajaba pero no surfeaba olas ni conseguía un novio rubio y con rastas; los días en Australia fueron en su mayoría grises y lluviosos. Elegí una estación de tren por día para sentarme y llorar.

Sentí el olor antes de abrir la puerta cuando volví. Eso que yo quería sacarme, el olor a muerto, estaba en la casa más fuerte y con forma de pantano en la pileta de lavar la ropa. Pero muerto que se está pudriendo todavía, no muerto del que quedan huesitos y algunos pelos.

Había una que parecía tener todavía una chance íntima de sobrevivir. La saqué, la cuidé, la puse al sol todos los días, puse colillas de cigarrillo en un vaso con agua como hacía la abuela cuando quería curar una planta de hongos o de bichitos. Mojaba el algodón en esa agua caramelo, whisky, camello transpirado del zoo, lo pasaba por las hojas y por el tallo y lloraba.

Lloré recordando que dicen que uno debe cuidar una mascota o una planta por más de un año sin que se muera para saber si está listo para traer vida a este mundo; lloré porque había sido el deseo irracional y caprichoso –si es que cabe otra calificación para los deseos- de un hijo o una familia lo que había roto la relación; sobre todo lloré porque entonces eso lo hacía tener razón; no era momento para pensar en eso, como decía.

Fui y me compré un cactus de tela. Lo pinché como un muñequito vudú con alfileres de cabezas de distintos colores y apilaba papelitos. Lo puse arriba del escritorio y pensaba en qué ese no podía morirse y que los pinchazos no podían dolerle. La otra planta, en el patio, me devolvía la cara de la enfermedad, la (ir)responsabilidad y el capricho.

Nunca busqué la tortuga en lo de mis padres. Nunca miro el piso cuando camino, me hace doler las cervicales. Me agotaba la paranoia de que la tortuga se moría en cualquiera de las oportunidades que la pisaba o pateaba. Un día lo acusé a él de haber matado a mi tortuga. Le dije así, mataste a la tortuga, te odio. La semana siguiente nos separamos; y no había matado a la tortuga.

Para mi cumpleaños me regalaron una bici y una planta. Me aclararon que era una planta de interior, que no le gustaba mucho el agua. Esa planta parece una cebolla cuando brota. Cuando le falta riego las hojas se caen, como las comisuras de las bocas de los viejos y entonces la meto debajo de la canilla, primero y después me siento en un banquito y con un trapo limpio hoja por hoja, sin paciencia, con ganas de terminar rápido. Nunca se me ocurrió besar a una planta. Sin embargo un día lo hice. Besé una hoja. No sentí nada. Ni siquiera parecido a cuando beso la comida que no voy a comer y tiro a la basura.

Me gustan más las macetas que las plantas. Pero me gustan más los árboles que nadie riega.

La tortuga apareció muerta atrás de la heladera de la casa de mi mamá. Lo descubrí por el olor. La encontré electrocutada. Les grité que me habían matado a la tortuga y me fui a trabajar. La culpa de la muerte. Esa tarde, papá compró otra tortuga como quien compra un foquito nuevo para cambiar el que se quemó.

La tortuga nueva le come las plantas a mamá. No tiene nombre. Y mamá la odia. Porque se come sus plantas y porque se siente culpable. Mi tortuga se llamaba Tilde.

En mi patio hay un grillo. Se come mis plantas. Lo miro de lejos, pero no quiero tocarlo. Los grillos traen suerte; o la responsabilidad de su muerte trae mala suerte. Papá también dice que se comen la ropa. Pero eso pasa si están en los placares, no en las plantas. Quizás confunde a los grillos con las polillas.

Mi grillo no canta, grita. Y un día desaparece del patio. Lo busco en el placard, espero que se haga de noche, pero no lo encuentro. Extraño un poco el ruido del grillo, pienso cuánto más que una mariposa puede vivir un grillo y pienso también en que quizás las mariposas viven más de un día pero es el único insecto lindo y todo lo bello debe morir joven por una suerte de deber poético.

Nunca hubo una mariposa en mi patio. Ni un cadáver de mariposa. En mi patio, insectos de los feos y comunes y algunas lagartijas en verano.

Gise mató una lagartija y la dejó en un frasco de mermelada. Mientras mataba a la lagartija rompió mi jarrón favorito. El único en el que entran las calas que compro cuando camino por la calle Sarmiento. No me animé a decirle a Gise que tenía la culpa de que yo ya no tuviera donde poner las calas. Probablemente ya no compre calas ni jarrones.

Las plantas de mi patio son de las que no dan flores. Es culpa de ellas que no haya mariposas.