Es muy temprano, el gato
me arañó un ojo y, si tenemos suerte, ya ha pasado el fervor primaveral. Las
flores vuelven a su precio normal pero inflacionado. Mirta compra flores para
su casa no por la primavera sino por su cumpleaños y Juan acostumbra llevar
flores cada vez que va de visita a algún lugar donde hay mujeres. No tengo que
tomar el trapax antes de la medianoche.
En casa hay flores
ocasionalmente y siempre las trae Juan que una vez me dejó sola en el auto, en
medio de la madrugada. Se bajó sin explicarme nada y dejé de verlo. Él había
leído FLORES y compró unas de color fucsia que casi no tenían olor pero que
fueron las primeras que alguna vez me regalaron fuera de un cumpleaños o un
egreso.
El único florero que hay
en casa —y que es heredado— pierde por los costados. Nunca se me ocurrió
comprar uno, y no por una cuestión de principios; de atentar contra algo
cortado, naturalmente artificial y muriéndose, sino por falta de creatividad. Puse
las flores en un frasco de café con un poquito de agua. Se secaron a los pocos
días; pero estuvieron sobre el mueble casi dos meses.
“Gaby,
Hay
sábanas limpias en el placard y sobre la cama dejé la ropa que necesito planchada.
Por favor, limpiá la escalera del patio y tirá las flores secas del living. El
resto, como siempre,
Besitos
Ceci”
El valor de un ramo de
flores es simbólico. Las rosas ya pasaron de moda, o son de gato, o son grasas o
son falsas o le gustaban a alguna ex novia, tía divorciada o padre pirata. O al
menos eso decimos hasta que nos regalan rosas y no decimos que preferimos
jazmines aunque no sea temporada.
El lilium es más lindo
si viene apoyado sobre una hoja con forma de pelota de rugby y sin tanto
helecho que ponen para rellenar los claveles o crisantemos que son más bien
flores para los muertos, de cuento de Cortázar, de poca sofisticación y dinero
insuficiente en el bolsillo.
No que importe.
Una vez conocí a una
señora que decía que jamás había que regalar flores compradas en la Chacarita y
mucho menos comprarlas uno mismo para la casa.
Las mujeres tienen que
cambiarse la bombacha cada vez que salen a la calle porque pueden tener un
accidente, la abuela no se cansaba de preguntarlo con autoridad, ¿te cambiaste la bombacha? Solo una de
mis bombachas tiene flores, son diminutas, celestes y verdes sobre un fondo
blanco y de lycra. Sin costuras para que no marque nada.
El día que me atropelló
el auto tenía una bombacha recién puesta y no me hice pis encima como imaginé
que sería siempre un accidente o un robo o una situación en la que me asustara
mucho. Cuando quedé mirando para arriba, no vi ninguna flor. La glicina del
museo Larreta recién estaba cubriendo unos tallos marrones, enredados y
húmedos. Era invierno. Yo, en cambio, tenía un vestido floreado: margaritas
blancas y de corazón rojo sobre un fondo azul, noventa porciento algodón, diez
porciento elastano.
En la plaza hay mucho
cemento y mujeres que venden flores tejidas al crochet para usar en el pelo o
en la solapa de un saco. Pequeñas esquirlas del flower power local que resisten
con mucho mate para no sentir tanto frío y Silvio Rodriguez en guitarras
criollas para no sentir tanto la derrota, la moda pasada y el turista que ya no
compra macramé porque es su segunda visita.
El futuro sigue siendo
el plástico que ofrece más variedad de texturas y colores para el verano. Made
in china mata hippie y queda a apenas cuatro cuadras. Barrio chino.
Los barrios antiguos y
propios, en cambio, tienen nombres menos claros, de etimología confusa e
incluso incomprobable; Flores podría llamarse Varsovia avant la guerre o
simplemente Varsovia y Floresta podría ser como su Cracovia, provincia independiente
y autónoma aunque sus habitantes negocien entre sí y con todos los demás.
Especialmente con los demás.
En la palabra Belgrano
tampoco se lee ninguna flor y también había quintas arboladas y señoritas de
parasol y mucha puntillas en épocas aristocráticas como las que cuentan las
novelas de Galvez o de Cambaceres; ninguno de los cuales hubiera permitido la
proliferación de chinos, varsovianos y cracovianos.
En la habitación del
sanatorio hay un cuadro de unas flores blancas. Parecen violetas de los alpes.
Abajo,en la puerta y sobre la vereda, hay uno que tiene un puestito donde vende
flores para macetas y para floreros. Mi primera habitación da a la calle
Tucumán. Acaban de subirme y son cerca de las cinco de la tarde. Durante el
tiempo que pasé en la guardia escuché cómo una señora hacía rato que no se bañaba
y se había caído al bajar de la cama; escuché a un amigo español de Tristán
llegar con un ataque de asma y hablar con los enfermeros.
—Tristán es un tipazo,
vos no sabés el corazón que tiene. Un corazón ahhhhh yo cada vez que vengo a
Buenos Aires me quedo en su casa. Es un tipo maravilloso— y la inhalación
profunda adentro de la mascarilla hace el mismo ruido que los días de viento en
los respiraderos. Yo solo puedo pensar en los ojos de Tristán.
Me duele la espalda, le
digo a la enfermera, me duele, me duele mucho, adentro, siento un montón de
bolitas redondas, rojas, palpitantes y jugosas que titilan como lucecitas de
navidad y determinan la intensidad del dolor y entonces del llanto, que es
silencioso como tiene que ser todo en un hospital.
“Operando” fue un juego
de mesa muy famoso cuando era chica. No tanto por lo divertido sino por lo
tecnológico. El tablero tenía profundidad, tres dimensiones y usaba pilas.
Arriba, un cartón pintado representaba a un hombre de rulos, en paños menores,
y cercano a los cuarenta años con un montón de agujeros donde uno tenía que
ubicar pequeñas piezas de plástico —que representaban órganos y huesos— para
después retirarlas con una pinza también de plástico que si tocaba alguno de
los bordes o dejaba caer la pieza encendía la nariz del paciente —un led rojo
que se comenzaba a prender y apagar— y determinaba que uno, por torpe o por
falta de pulso, había matado al paciente y por lo tanto perdido el juego.
El “Jenga” tiene la
misma lógica que el “Operando” aunque con una logística más simple y vertical.
Como la columna vertebral, una torre de maderitas —o huesos, como sea— que se
desploma con mucho ruido —o dolor, como sea— si el participante no retira las
piezas con cuidado, concentración y pulso perfecto. El “jenga” le ganó a todos
los juegos de mesa; por chino y simple tuvo su momento de gloria junto a
Sofovich en horario central, donde un anciano que se floreaba con las futuras
vedettes de Carlos Paz, dejaba de cortar manzanas que nadie comía.
Me miro la mano y pienso
en el doctor ecuatoriano de la ambulancia. Le pregunté por las frutas
tropicales y me contestó que era de la sierra. Seis son los agujeritos que
marcan que el tipo le pifió para ponerme una vía, que sangré un poquito por
cada agujero y que mis venas “de bebé” son las causantes de que recién el
séptimo y ya sobre la muñeca sea conectado primero a un suero con solución
fisiológica; e inmediatamente me ingresan en la guardia, lo cambien por keterolak,
24 horas, goteo continuo, amarillo agua de témpera lavable, calmante, calmate
chiquita, no pasa nada, seguro es el golpe, la tabla me duele, no te la puedo
sacar, sacala por favor, el traumatólogo es feo y latino, me dice chiquita
chiquita chiquita, ¿si mi amor? No pasa nada y me gira, me deja sobre una
camilla negra. Me duele, quiero que me saquen la ropa, no solo los zapatos,
estoy sin anteojos desde que me atropelló el auto. Veo todo mal salvo cuando el
comandante de la invasión latinoamericana me pone su cara sobre la mía. Tiene
un lunar con pelos y me dice mi amor. Tiene de esas bocas batracias; quiero que
se coma una mosca. Me duele. Es un golpe, quiero ir a casa. Antes quiero hacer
pis.
—¡Hay que hacerle una
tomografía!
Es una puerta vaivén y
entran con órdenes como si se tratara de un restaurant; los pacientes también entran y salen. Son pocos los que
quedan internados. Esa orden es para mí. Tienen que hacerme una tomografía ¿sí
mi amor? Es para ver si hay algún daño ¿sí mi amor?
Los camilleros son todos
altos, con brazos formados y un poco brillantes. Bien morochos, pelo duro, poco
pelo en el pecho porque nada se escapa del escote en v del ambo verde que les
dan para usar. Traen frazadas y para todo cuentan hasta tres. Sonrío a medias.
Tiene los ojos achinados, pero no de chino sino de conurbano, de chinito
autóctono, de Varela o Grand Bourg. ¿Tenés puesto corpiño? Su pregunta me
parece poco oportuna, mi novio está a apenas unos metros, atrás de esa puerta.
Sí, tengo. ¿Aros en algún lado? Sí, tengo.
Los de ambo verde son
camilleros, los de guardapolvo blanco, doctores.
Tengo el cierre en la
espalda, explico al técnico del tomógrafo cuando propone sacarme el corpiño. El
saco tiene botones de metal, de a una manga a la vez, cuentan hasta tres.
Cortalo, cortá el vestido, cortá la remera, cortá el corpiño. No, vamos así
como está. No podemos moverte para abrir el cierre. ¿Estás embarazada? No.
Bueno, respirá y tranquila.
No hay decoración en la
sala de tomógrafos. Me dejan sola y cierran la puerta. Radiación, calaverita,
triángulo amarillo, en el sanatorio te cuidan y te curan. La voz sale por los
parlantes y me pide que ponga los brazos por encima de la cabeza. La máquina me
mueve como en una cinta transportadora, un tobogán que desafía a la gravedad. Phillips, 2005, 9980221, sync y empieza
a girar hasta que las letras se pierden. Una luz roja y quedate quieta que ya
estamos y sino hay que repetir. Respire
profundo y mantenga el aire. Paso por debajo de un aro en una y otra
dirección, se detiene con un pitido, puede
soltar el aire, pero no se mueva. Las gallegas no viven solo en los GPS.
1, 2, 3 técnico y
camillero pasan una sábana por debajo de mí y vuelvo a la camilla con ruedas.
Cuando estén las imágenes, las mando, y no me dice si está todo bien porque
dice que no lo sabe todavía. Y vuelvo a la guardia, todavía tengo ganas de
hacer pis. El camillero me deja y me guiña un ojo, todavía me quiere sacar el
corpiño, estoy segura.
—¡Dos vértebras rotas y
con desplazamiento. Hay que operarla cuanto antes!— empiezo a llorar cuando sé
que eso habla de mí y veo de nuevo la tabla y al sapo latino que me explica que
tiene que volver a colocarla. Dice colocarla y no ponerla. Me explica a los
gritos mi situación y escucho por primera vez la palabra neurocirujano.— El
neurocirujano, a quien ya llamamos, va a estudiar tu tomografía y tu caso. Tú
tranquila, ¿sí mi amor? Todo estará bien—
Pregunto por mi mamá y
por mi novio, me dice que ya están informados y que todo estará bien en lugar
de decir que todo va a estar bien e inspirarme más confianza. Espero que se
aleje para llorar con más fuerza, con lágrimas más gordas y dolor en el pecho.
Nadie puede entrar porque están atendiendo, pero yo necesito que mi mamá me
diga que todo va a estar bien en rioplatense para creerlo. En cambio, la
enfermera se acerca y no me consuela como esperaba, me recuerda que quería hacer
pis y que para eso me van a poner una sonda en la vejiga, porque no puedo
moverme. Me sacan las medias y la bombacha, las colocan en una bolsa con mi
nombre y apellido y en pocos minutos están adentro. Lloro porque nunca me pasó,
ni dije que sí tantas veces seguidas, lloro porque me duele y eso me da miedo,
lloro porque la sonda va a estar cerrada hasta que me hagan una ecografía y
entonces me sigo haciendo pis, solo que ni siquiera puedo hacerme encima, lloro
porque no puedo ser rebelde ni quiero gritar. Lloro porque la guardia es oscura
y siempre le tuve miedo a la oscuridad. Lloro porque extraño mi verticalidad,
un metro setenta y seis no valen nada acostados, nadie se fija. Lloro para que alguien
se fije y entonces mi mamá pueda entrar aunque sea por un ratito para decirme
que no va a pasar nada, aunque ella tampoco sepa qué va a pasar.
—Te van a dejar
internada. Tu condición es más complicada de lo que pensamos pero no tenés que
asustarte, no llores. — es una doctora rubia y joven con ojos delineados y
chatitas negras con una flor en la puntera, es linda y estas deben ser sus
primeras guardias. —A ver si alguien llama a la mamá de esta chica, que está
muy angustiada.— y volviéndose hacia mí— ahora vas a poder ver a tu mamá un
ratito pero los especialistas se van a ocupar de todo y seguro van a elegir la
mejor opción. De repente hay opciones: chocolate, vainilla o dulce de leche. El
neurocirujano tiene la explicación.
Nunca puedo decidirme a
tiempo.
Una explicación de las
opciones puede ayudarme.
Para mí los
neurocirujanos siempre operaron cabezas y no columnas.
Con ellos, el país
crece.
Yo no decido las
opciones porque eso es trabajo del neurocirujano y porque estoy drogada.
Vas a estar en las manos
de los mejores médicos.
Ed Bansky es un inglés
degenerado, demodé en Europa, à la mode, top arnachist, en el culo del mundo,
acá, donde los adolescentes drogadictos, jippies y localkirchneristas todavía
creen en que el mundo será salvado por un vándalo que tira ramos de flores.
Capitalismo, positivismo
y ciencia.
Intento seguir el
razonamiento del neurocirujano, que se llama Fidel y llega después de que me
hicieran una ecografía y dictaminaran que las costillas están todas y enteras.
Nunca fui Adán.
Fidel me toca la punta
de los pies, me rasca las piernas con llaves, plumas y la yema de sus dedos.
Tengo que cerrar los ojos y adivinar de acuerdo a lo que siento en el cuerpo,
Fidel me agarra los dedos de los pies, me pregunta cuáles, tira de unos para un
lado, de otros para otro y ninguno de los dos habla de la carga sexual que
podría existir en ese jueguito si antes no hubiera mencionado tu médula está en peligro y tenemos que
asegurarnos de que no hay daño neurológico que afecte la sensibilidad o la
fuerza de tus miembros inferiores.
—¿Cosquilleo?
—No
—¿Dolor?
—En la espalda
—¿En otro lado?
—En la cola
—¿Mucho?
—Bastante
—¿Te golpeaste la
cabeza?
—No, caí con la cola.
—¿Sentís frío?
—No. Tampoco veo una
luz.
Fidel no se ríe con mi
chiste, es una persona seria, que salva vidas o recupera paralíticos o
hipopléjicos, parapléjicos y que habla ahora con Mirta de una resonancia por la
madrugada, de la necesidad de tener estudios con mayor claridad porque si el
desplazamiento es con fragmentación ósea hay que operar pero que hay otras
opciones que no suponen quirófano y que me quede tranquila porque estás en manos del mejor equipo de
neurocirugía y mi tío, que es médico, acaba de llegar y pide los estudios y
lo mira a Fidel para decirle que conoce a su jefe pero en realidad lo que dice
es que él es amigo del jefe del equipo de neurocirugía porque hicieron la residencia
juntos hace como treinta años y Fidel remarca que cualquier decisión que tomen
será en equipo y acorde a la paciente que soy yo y la complejidad que es la mía
y que no tiene que ver con lo que tuvo que ver hasta ese veintitrés de julio:
relaciones amorosas truncas, relaciones familiares disfuncionales, relaciones
laborales complacientes y monólogos interiores en la ducha y en la cama.