miércoles, 24 de octubre de 2012

Corset




Miramos un montón de cuadraditos que se mueven en la pantalla. Puede que esté experimentando una conexión lenta. La voz se corta por momentos y le señalo con el dedo a mamá que esa bola roja que se mueve dando grititos es su nieta, mi sobrina. Mi hermano tiene ahora una boca cuadrada y me pregunta por el accidente. Le decimos a la nena Feliz cumpleaños y Happy birthday al mismo tiempo. Desde que se separó de su mujer hablamos una vez por semana o una vez cada dos semanas, pero hablamos más seguido. Este viernes a la noche que es un sábado a la mañana para ellos, que viven en Australia y hay sol, yo estoy despeinada y mi sobrina cumple dos años. Mi salud también es un motivo, al igual que su soledad. Yo prefiero no hablarle de la mía. Hace unas dos horas me saqué el corset, y me parezco a un chupetín de gelatina que ya no existe pero se llamaba Tembleque, tiemblo menos que hace dos meses pero todavía me cuesta asegurarme de manera vertical, no rengueo ni chuequeo pero tengo miedo, tengo el pecho colorado y el cuello de la remera marcado, dejé de usar corpiño con aro porque me hace doler la piel hasta el moretón. El corset me presiona aunque hay otros peores, que llenan todo el torso y son de plástico color natural. Mi ortopedia es moderna, actual, es liviana y de aluminio, si quiero puedo colgar mis pulgares y descansar los brazos. Si no fuera por el corset, mis días serían perfectos, mejores. Si no fuera por el corset, nadie diría que tuviste un accidente. Se te ve tan bien, esa sonrisa, tanta actitud. Qué lindo verte así.
El corset da visibilidad. Uno es visiblemente discapacitado y eso es también lo que nos recuerda a todos que hace exactamente tres meses un auto me hizo volar por el aire en la esquina de Juramento y Cuba. En el centro de un barrio en el que nunca creí que habría de pasarme nada malo, cerca de casa, que siempre es la casa de los padres. Nadie ve, ni siquiera yo los había visto, hasta después de tres meses y una nueva radiografía, los ocho clavos que sostienen dos varas de titanio de quince centímetros a cada lado de la columna y que están unidas donde falta la vértebra que estalló en incontables pedacitos cuando golpeé contra el piso después del vuelo. Eso es lo que en realidad me duele cuando hay mucha humedad o estoy mucho tiempo parada o me inclino o cuando queda el jabón en el piso de la bañera, porque últimamente las cosas se caen con mayor facilidad de las manos y termino de bañarme con shampoo, que deja mi cuerpo patinoso; y parece que no puedo terminar de sacarme la espuma hasta que me seco y todo mi cuerpo huele a pelo de publicidad.
Esta mañana, desayuné en la cafetería de enfrente del sanatorio y me volqué íntegro el café con leche sobre mi cuerpo. Las cosas se me caen con más facilidad de las manos. Tengo que ver a un neurólogo, y también a un psicólogo, tengo que ver y hacerme ver, por eso todavía tengo que usar el corset. Para que miren y se pregunten pero en el mismo acto tengan cuidado, y me abran paso o me den el asiento, porque un corset da curiosidad y porque la gente intenta ocultar sus ortopedias; pero yo no me acostumbro a la mía y entonces tengo miedo de que no me vean y me choquen con un changuito de supermercado o me aprieten para meterse en el subte.
Esta mañana, me sacaron sangre y me hicieron placas. Nos reconocimos con el tipo de limpieza del entrepiso, donde está diagnóstico por imagen. En los 35 días que estuve internada en el IADT, me hice una decena de dopplers de corazón, brazos, piernas, pelvis y espalda. Me llevaban en camilla o silla de ruedas dependiendo mi estado de ánimo. Siempre estuve despeinada y tapadas las piernas con una frazada. Los camilleros me trataban con una amabilidad similar al cariño y en las últimas semanas me decían flaca. Usaba unas pantuflas con rayitas que mi mamá me había comprado en un local sobre Santa Fé que se llama Juan y Juan. Él, que usa guantes descatables y empuja un carrito lleno de bolsas de plástico y desinfectantes, es flaquito y podría llamarse Juan, como mi tío, mi novio o el abañil de mi infancia, vaciaba los tachos de papeles húmedos con gel mientras yo esperaba a un costado del pasillo a que me buscara el médico o mi camillero para llevarme de vuelta a la habitación 304. Nunca nos hablamos y hoy tampoco, pero él seguía ahí y yo estaba de vuelta esperando que me hicieran un estudio, aunque esta vez ya no tenía fiebre, ni los veinte puntos en la espalda.
Esta mañana, cuando me volqué íntegro el café con leche, los médicos que estaban sentados en las mesas alrededor mío no se mosquearon. Apenas miraron y siguieron con lo suyo. El resto, los que se aliviaban del ayuno con tostadas o los que esperaban un resultado fatal con la cara plana y la taza llena, hicieron lo propio. Porque me vieron en el corset antes, cuando entré o cuando fui al baño.
Esta mañana, cuando me volqué íntegro el café con leche, por suerte, mi mamá estalló en una carcajada.

miércoles, 3 de octubre de 2012

I


Es muy temprano, el gato me arañó un ojo y, si tenemos suerte, ya ha pasado el fervor primaveral. Las flores vuelven a su precio normal pero inflacionado. Mirta compra flores para su casa no por la primavera sino por su cumpleaños y Juan acostumbra llevar flores cada vez que va de visita a algún lugar donde hay mujeres. No tengo que tomar el trapax antes de la medianoche.
En casa hay flores ocasionalmente y siempre las trae Juan que una vez me dejó sola en el auto, en medio de la madrugada. Se bajó sin explicarme nada y dejé de verlo. Él había leído FLORES y compró unas de color fucsia que casi no tenían olor pero que fueron las primeras que alguna vez me regalaron fuera de un cumpleaños o un egreso.
El único florero que hay en casa —y que es heredado— pierde por los costados. Nunca se me ocurrió comprar uno, y no por una cuestión de principios; de atentar contra algo cortado, naturalmente artificial y muriéndose, sino por falta de creatividad. Puse las flores en un frasco de café con un poquito de agua. Se secaron a los pocos días; pero estuvieron sobre el mueble casi dos meses.
“Gaby,
                     Hay sábanas limpias en el placard y sobre la cama dejé la ropa que necesito planchada. Por favor, limpiá la escalera del patio y tirá las flores secas del living. El resto, como siempre,
Besitos
                                 Ceci”
El valor de un ramo de flores es simbólico. Las rosas ya pasaron de moda, o son de gato, o son grasas o son falsas o le gustaban a alguna ex novia, tía divorciada o padre pirata. O al menos eso decimos hasta que nos regalan rosas y no decimos que preferimos jazmines aunque no sea temporada.
El lilium es más lindo si viene apoyado sobre una hoja con forma de pelota de rugby y sin tanto helecho que ponen para rellenar los claveles o crisantemos que son más bien flores para los muertos, de cuento de Cortázar, de poca sofisticación y dinero insuficiente en el bolsillo.
No que importe.
Una vez conocí a una señora que decía que jamás había que regalar flores compradas en la Chacarita y mucho menos comprarlas uno mismo para la casa.
Las mujeres tienen que cambiarse la bombacha cada vez que salen a la calle porque pueden tener un accidente, la abuela no se cansaba de preguntarlo con autoridad, ¿te cambiaste la bombacha? Solo una de mis bombachas tiene flores, son diminutas, celestes y verdes sobre un fondo blanco y de lycra. Sin costuras para que no marque nada.
El día que me atropelló el auto tenía una bombacha recién puesta y no me hice pis encima como imaginé que sería siempre un accidente o un robo o una situación en la que me asustara mucho. Cuando quedé mirando para arriba, no vi ninguna flor. La glicina del museo Larreta recién estaba cubriendo unos tallos marrones, enredados y húmedos. Era invierno. Yo, en cambio, tenía un vestido floreado: margaritas blancas y de corazón rojo sobre un fondo azul, noventa porciento algodón, diez porciento elastano.
En la plaza hay mucho cemento y mujeres que venden flores tejidas al crochet para usar en el pelo o en la solapa de un saco. Pequeñas esquirlas del flower power local que resisten con mucho mate para no sentir tanto frío y Silvio Rodriguez en guitarras criollas para no sentir tanto la derrota, la moda pasada y el turista que ya no compra macramé porque es su segunda visita.
El futuro sigue siendo el plástico que ofrece más variedad de texturas y colores para el verano. Made in china mata hippie y queda a apenas cuatro cuadras. Barrio chino.
Los barrios antiguos y propios, en cambio, tienen nombres menos claros, de etimología confusa e incluso incomprobable; Flores podría llamarse Varsovia avant la guerre o simplemente Varsovia y Floresta podría ser como su Cracovia, provincia independiente y autónoma aunque sus habitantes negocien entre sí y con todos los demás. Especialmente con los demás.
En la palabra Belgrano tampoco se lee ninguna flor y también había quintas arboladas y señoritas de parasol y mucha puntillas en épocas aristocráticas como las que cuentan las novelas de Galvez o de Cambaceres; ninguno de los cuales hubiera permitido la proliferación de chinos, varsovianos y cracovianos.
En la habitación del sanatorio hay un cuadro de unas flores blancas. Parecen violetas de los alpes. Abajo,en la puerta y sobre la vereda, hay uno que tiene un puestito donde vende flores para macetas y para floreros. Mi primera habitación da a la calle Tucumán. Acaban de subirme y son cerca de las cinco de la tarde. Durante el tiempo que pasé en la guardia escuché cómo una señora hacía rato que no se bañaba y se había caído al bajar de la cama; escuché a un amigo español de Tristán llegar con un ataque de asma y hablar con los enfermeros.
—Tristán es un tipazo, vos no sabés el corazón que tiene. Un corazón ahhhhh yo cada vez que vengo a Buenos Aires me quedo en su casa. Es un tipo maravilloso— y la inhalación profunda adentro de la mascarilla hace el mismo ruido que los días de viento en los respiraderos. Yo solo puedo pensar en los ojos de Tristán.
Me duele la espalda, le digo a la enfermera, me duele, me duele mucho, adentro, siento un montón de bolitas redondas, rojas, palpitantes y jugosas que titilan como lucecitas de navidad y determinan la intensidad del dolor y entonces del llanto, que es silencioso como tiene que ser todo en un hospital.
“Operando” fue un juego de mesa muy famoso cuando era chica. No tanto por lo divertido sino por lo tecnológico. El tablero tenía profundidad, tres dimensiones y usaba pilas. Arriba, un cartón pintado representaba a un hombre de rulos, en paños menores, y cercano a los cuarenta años con un montón de agujeros donde uno tenía que ubicar pequeñas piezas de plástico —que representaban órganos y huesos— para después retirarlas con una pinza también de plástico que si tocaba alguno de los bordes o dejaba caer la pieza encendía la nariz del paciente —un led rojo que se comenzaba a prender y apagar— y determinaba que uno, por torpe o por falta de pulso, había matado al paciente y por lo tanto perdido el juego.
El “Jenga” tiene la misma lógica que el “Operando” aunque con una logística más simple y vertical. Como la columna vertebral, una torre de maderitas —o huesos, como sea— que se desploma con mucho ruido —o dolor, como sea— si el participante no retira las piezas con cuidado, concentración y pulso perfecto. El “jenga” le ganó a todos los juegos de mesa; por chino y simple tuvo su momento de gloria junto a Sofovich en horario central, donde un anciano que se floreaba con las futuras vedettes de Carlos Paz, dejaba de cortar manzanas que nadie comía.
Me miro la mano y pienso en el doctor ecuatoriano de la ambulancia. Le pregunté por las frutas tropicales y me contestó que era de la sierra. Seis son los agujeritos que marcan que el tipo le pifió para ponerme una vía, que sangré un poquito por cada agujero y que mis venas “de bebé” son las causantes de que recién el séptimo y ya sobre la muñeca sea conectado primero a un suero con solución fisiológica; e inmediatamente me ingresan en la guardia, lo cambien por keterolak, 24 horas, goteo continuo, amarillo agua de témpera lavable, calmante, calmate chiquita, no pasa nada, seguro es el golpe, la tabla me duele, no te la puedo sacar, sacala por favor, el traumatólogo es feo y latino, me dice chiquita chiquita chiquita, ¿si mi amor? No pasa nada y me gira, me deja sobre una camilla negra. Me duele, quiero que me saquen la ropa, no solo los zapatos, estoy sin anteojos desde que me atropelló el auto. Veo todo mal salvo cuando el comandante de la invasión latinoamericana me pone su cara sobre la mía. Tiene un lunar con pelos y me dice mi amor. Tiene de esas bocas batracias; quiero que se coma una mosca. Me duele. Es un golpe, quiero ir a casa. Antes quiero hacer pis.
—¡Hay que hacerle una tomografía!
Es una puerta vaivén y entran con órdenes como si se tratara de un restaurant; los pacientes  también entran y salen. Son pocos los que quedan internados. Esa orden es para mí. Tienen que hacerme una tomografía ¿sí mi amor? Es para ver si hay algún daño ¿sí mi amor?
Los camilleros son todos altos, con brazos formados y un poco brillantes. Bien morochos, pelo duro, poco pelo en el pecho porque nada se escapa del escote en v del ambo verde que les dan para usar. Traen frazadas y para todo cuentan hasta tres. Sonrío a medias. Tiene los ojos achinados, pero no de chino sino de conurbano, de chinito autóctono, de Varela o Grand Bourg. ¿Tenés puesto corpiño? Su pregunta me parece poco oportuna, mi novio está a apenas unos metros, atrás de esa puerta. Sí, tengo. ¿Aros en algún lado? Sí, tengo.
Los de ambo verde son camilleros, los de guardapolvo blanco, doctores.
Tengo el cierre en la espalda, explico al técnico del tomógrafo cuando propone sacarme el corpiño. El saco tiene botones de metal, de a una manga a la vez, cuentan hasta tres. Cortalo, cortá el vestido, cortá la remera, cortá el corpiño. No, vamos así como está. No podemos moverte para abrir el cierre. ¿Estás embarazada? No. Bueno, respirá y tranquila.
No hay decoración en la sala de tomógrafos. Me dejan sola y cierran la puerta. Radiación, calaverita, triángulo amarillo, en el sanatorio te cuidan y te curan. La voz sale por los parlantes y me pide que ponga los brazos por encima de la cabeza. La máquina me mueve como en una cinta transportadora, un tobogán que desafía a la gravedad. Phillips, 2005, 9980221, sync y empieza a girar hasta que las letras se pierden. Una luz roja y quedate quieta que ya estamos y sino hay que repetir. Respire profundo y mantenga el aire. Paso por debajo de un aro en una y otra dirección, se detiene con un pitido, puede soltar el aire, pero no se mueva. Las gallegas no viven solo en los GPS.
1, 2, 3 técnico y camillero pasan una sábana por debajo de mí y vuelvo a la camilla con ruedas. Cuando estén las imágenes, las mando, y no me dice si está todo bien porque dice que no lo sabe todavía. Y vuelvo a la guardia, todavía tengo ganas de hacer pis. El camillero me deja y me guiña un ojo, todavía me quiere sacar el corpiño, estoy segura.
—¡Dos vértebras rotas y con desplazamiento. Hay que operarla cuanto antes!— empiezo a llorar cuando sé que eso habla de mí y veo de nuevo la tabla y al sapo latino que me explica que tiene que volver a colocarla. Dice colocarla y no ponerla. Me explica a los gritos mi situación y escucho por primera vez la palabra neurocirujano.— El neurocirujano, a quien ya llamamos, va a estudiar tu tomografía y tu caso. Tú tranquila, ¿sí mi amor? Todo estará bien—
Pregunto por mi mamá y por mi novio, me dice que ya están informados y que todo estará bien en lugar de decir que todo va a estar bien e inspirarme más confianza. Espero que se aleje para llorar con más fuerza, con lágrimas más gordas y dolor en el pecho. Nadie puede entrar porque están atendiendo, pero yo necesito que mi mamá me diga que todo va a estar bien en rioplatense para creerlo. En cambio, la enfermera se acerca y no me consuela como esperaba, me recuerda que quería hacer pis y que para eso me van a poner una sonda en la vejiga, porque no puedo moverme. Me sacan las medias y la bombacha, las colocan en una bolsa con mi nombre y apellido y en pocos minutos están adentro. Lloro porque nunca me pasó, ni dije que sí tantas veces seguidas, lloro porque me duele y eso me da miedo, lloro porque la sonda va a estar cerrada hasta que me hagan una ecografía y entonces me sigo haciendo pis, solo que ni siquiera puedo hacerme encima, lloro porque no puedo ser rebelde ni quiero gritar. Lloro porque la guardia es oscura y siempre le tuve miedo a la oscuridad. Lloro porque extraño mi verticalidad, un metro setenta y seis no valen nada acostados, nadie se fija. Lloro para que alguien se fije y entonces mi mamá pueda entrar aunque sea por un ratito para decirme que no va a pasar nada, aunque ella tampoco sepa qué va a pasar.
—Te van a dejar internada. Tu condición es más complicada de lo que pensamos pero no tenés que asustarte, no llores. — es una doctora rubia y joven con ojos delineados y chatitas negras con una flor en la puntera, es linda y estas deben ser sus primeras guardias. —A ver si alguien llama a la mamá de esta chica, que está muy angustiada.— y volviéndose hacia mí— ahora vas a poder ver a tu mamá un ratito pero los especialistas se van a ocupar de todo y seguro van a elegir la mejor opción. De repente hay opciones: chocolate, vainilla o dulce de leche. El neurocirujano tiene la explicación.
Nunca puedo decidirme a tiempo.
Una explicación de las opciones puede ayudarme.
Para mí los neurocirujanos siempre operaron cabezas y no columnas.
Con ellos, el país crece.
Yo no decido las opciones porque eso es trabajo del neurocirujano y porque estoy drogada.
Vas a estar en las manos de los mejores médicos.
Ed Bansky es un inglés degenerado, demodé en Europa, à la mode, top arnachist, en el culo del mundo, acá, donde los adolescentes drogadictos, jippies y localkirchneristas todavía creen en que el mundo será salvado por un vándalo que tira ramos de flores.
Capitalismo, positivismo y ciencia.
Intento seguir el razonamiento del neurocirujano, que se llama Fidel y llega después de que me hicieran una ecografía y dictaminaran que las costillas están todas y enteras.
Nunca fui Adán.
Fidel me toca la punta de los pies, me rasca las piernas con llaves, plumas y la yema de sus dedos. Tengo que cerrar los ojos y adivinar de acuerdo a lo que siento en el cuerpo, Fidel me agarra los dedos de los pies, me pregunta cuáles, tira de unos para un lado, de otros para otro y ninguno de los dos habla de la carga sexual que podría existir en ese jueguito si antes no hubiera mencionado tu médula está en peligro y tenemos que asegurarnos de que no hay daño neurológico que afecte la sensibilidad o la fuerza de tus miembros inferiores.
—¿Cosquilleo?
—No
—¿Dolor?
—En la espalda
—¿En otro lado?
—En la cola
—¿Mucho?
—Bastante
—¿Te golpeaste la cabeza?
—No, caí con la cola.
—¿Sentís frío?
—No. Tampoco veo una luz.
Fidel no se ríe con mi chiste, es una persona seria, que salva vidas o recupera paralíticos o hipopléjicos, parapléjicos y que habla ahora con Mirta de una resonancia por la madrugada, de la necesidad de tener estudios con mayor claridad porque si el desplazamiento es con fragmentación ósea hay que operar pero que hay otras opciones que no suponen quirófano y que me quede tranquila porque estás en manos del mejor equipo de neurocirugía y mi tío, que es médico, acaba de llegar y pide los estudios y lo mira a Fidel para decirle que conoce a su jefe pero en realidad lo que dice es que él es amigo del jefe del equipo de neurocirugía porque hicieron la residencia juntos hace como treinta años y Fidel remarca que cualquier decisión que tomen será en equipo y acorde a la paciente que soy yo y la complejidad que es la mía y que no tiene que ver con lo que tuvo que ver hasta ese veintitrés de julio: relaciones amorosas truncas, relaciones familiares disfuncionales, relaciones laborales complacientes y monólogos interiores en la ducha y en la cama.