domingo, 27 de noviembre de 2011

Love is not a fairy tale.

Clementine: Face it Joely, you’re freaked out because I was out late without you; and in your little wormy brain you’re trying to figure out “did she fucked someone tonight?”

Joel: No… see Clem, I assume you fucked someone tonight. Isn´t that how you get people to like you?

Ch. Kaufman – Eternal sunshine of the spotless mind.

—¿Vos no sos de acá, no?— me dijo; y la pregunta era en realidad una afirmación.

Me había acercado a la barra con el celular en la oreja y mientras no dejaba mi conversación con la Capital Federal le pedí un 187, un vaso de vidrio y hielo, porfa; reproduciendo el estilo que usaba en las barras de Palermo en ese bar de un pueblo del interior; céntrico por encontrarse en el cruce de las únicas dos avenidas que hay.

Del otro lado del teléfono —y de la Gral. Paz— mi amiga P. estaba pidiendo lo mismo. Hablábamos para no perder la costumbre en una de las pocas noches del 2007 que no nos encontró juntas. P. se había levantado de la mesa en la que hasta media hora antes de llamarme por teléfono compartía con el chico que le gustaba en un bar de Las Cañitas y que de un momento para otro se había llenado de modelos; se había sentado sola en la barra para quejarse y preguntarme cómo se puede ser tan pelotudo, me falta el moño y ya estamos. Mientras dejaba fluir la verborrea de P. le respondí al chico de la barra con dos señas de mi mano derecha. En la primera, levanté el dedo índice y lo moví negativamente. En la segunda, el movimiento fue doble, señalé el vaso con el mismo dedo y después los uní a todos en un montoncito con el pulgar.

—$22— dijo él mirándome sorprendido supongo que un poco por mi excentricidad.

Largué la carcajada mientras le gritaba a P.

—Boluda, tomate un Cheva y venite para acá, no me vas a creer. El 187 sale 20 pé— él arqueó un poco más las cejas, la intensidad de las puteadas de P. aumentaron y supongo que se escuchaban. En cuestión de diez segundos me dijo que tenía la peor mala suerte del mundo, que ya estaba borracha, que tenía ganas de llorar y que se iba a dormir; aprovechá y date vuelta como una media, te quiero. Mañana hablamos y me cortó.

Le di $25 al chico de la barra y le dije que estaba bien. Me miró, apoyó sus manos en la barra, me devolvió tres pesos y me dijo seco:

—Acá no se estila.

Así nos conocimos.

Fue los últimos días del 2007. Hacía mucho calor y yo esperaba las fiestas en el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde vive la mitad materna de mi familia. Las noches las pasaba en el bar clásico del pueblo y atendía llamados que me llegaban desde Capital Federal: amigas que me gritaban que me extrañaban mientras me decían que no sabía la fiesta que me perdía y escuchaba que sonaba I love you baby y me imaginaba el alcohol y las drogas y la promiscuidad y la diversidad; y lamentaba un poco haber decidido viajar unos días antes para relajarme después de un año intenso de cursada en la facultad para tomar sol y leer en el pasto, tratando también de reaccionar frente a una incipiente anorexia que mi amiga P. gustaba de llamar a los gritos, después de haber visto un informe en el noticiero, alcoholexia por los síntomas de reemplazar las calorías de las comidas por las calorías de las bebidas con alcohol. También me caían smses del tipo “¿Dónde estás que no estás en el Único?”; o simplemente otros que preguntaban dónde dormiría esa noche.

A 180 km de la ciudad capital, me divertía escuchando a mis amigas y evitaba responder smses cuya función habitual era meramente utilitaria. Acompañaba con desinterés y alcohol el ostracismo al que había sido condenada mi prima después de ponerse de novia con el ex de una amiga. La enseñanza de que lo primero es la familia y de que la lógica en un pueblo es diferente a la de la gran ciudad—es decir, in the city pasa desapercibido y una tiene la posibilidad de buscarse nuevas amigas o conocer a otros novios; en un pueblo sos noticia, la gente te hace el vacío y necesitás apoyarte en algo— me llevó a estar ahí, con ella, casi por primera vez prestándonos atención —y descubriendo que estaba bueno, que podíamos conectar— mientras inventábamos temas de conversación y el resto de sus amigas estaba en la otra punta del bar.

En un pueblo del interior, cuando sos de afuera también sos noticia. Algunos te conocen por tu familia; otros les preguntan a sus amigos que les preguntan a otros amigos y así llegan al mensaje que sería algo así como “es la prima porteña de los Tal. Viene seguido” pero todos te miran con una impostada indiferencia que te señala como outsider. Dentro del todos se conocen entre todos, se saludan, se abrazan vos te quedás afuera; y eso, por suerte, te permite ser todo lo antipática y porteña que te dé la gana.

La segunda vez que hablamos fue la noche de año nuevo. Estaba notablemente ebria y bailaba cumbia en el mismo bar donde noches anteriores él había sido el muchacho que sentado en una banqueta, con pantalón rayado y toppers celestes había atendido mi pedido. Se acercó desde atrás, esa noche tenía una remera a rayas amarilla y gris que quedaba linda con el bronceado de sus brazos.

—Feliz año nuevo, Chachi— me dijo.

Giré sorprendida por escuchar en boca de un desconocido el sobrenombre que sólo utiliza mi madre y que, como me avergüenza, mantengo en la intimidad. La noche anterior me habían dicho que estudiaba letras y yo había clausurado la conversación con un nunca lo vi en puán, ni idea.

—¿Chachi? Me parece que te confundiste—le respondí

—¿No te dicen Chachi? Tu prima me dijo que te decían así.

—La única persona en el mundo que me llama Chachi es mi mamá. Nadie más.

—A mí Chachi me gusta ¿Estudiás letras?

—Sí.

—Yo también.

—Nunca te vi en puán— repetí ahora a mi interlocutor en primera persona.

—No, estudiaba en Rosario. Recién ahora me mudé a Buenos Aires.

—Ah. Mirá vos.

Después, tuvimos una charla de borrachos que versó especialmente en coincidencias obvias como la admiración a Julio Cortázar y Rayuela y la repetición de ciertos fragmentos y lugares comunes de los capítulos que ambos sabíamos de memoria —yo más que él—. Repentinamente había empezado a interesarme. Nunca había tenido un encuentro de ese tipo en ese lugar. Tenía el atractivo de lo nuevo. Nunca había hablado con nadie de literatura en ese lugar, nunca había encontrado a alguien con intereses al menos similares a los míos. La pose de antipatía trucó en un poco de histeria y en una decidida simpatía y seducción. Cuando mi prima me dijo que él estudiaba letras fue clara —al menos en términos del imaginario de cierto lugar— son las únicas dos personas en el mundo que conozco que estudian esa carrera.

Esa noche, cuando me fui, me acerqué a saludarlo.

—Chau, che. Nos cruzamos por los pasillos de puán. Suerte con la homologación de materias— le dije y ya no me acuerdo si le di o no una palmada en el hombro.

El 3 de enero ya estaba de regreso en Capital Federal y con planes de reencuentro con mi amiga P. en Palermo. Habían sido cerca de quince días sin vernos ni emborracharnos juntas. El día anterior, él me había agregado al chat y me había mandado un mail diciendo que fuera, si quería, al ensayo de unos amigos; que una amiga en común iría. Le agradecí, fui amable y lo investigué un poco. Yo no le había pasado mi dirección de correo y todavía ninguno tenía FB. Google no arrojaba demasiados resultados que me conformaran. Después de deambular llegué a descubrir que no tenía un blog, sino que tenía un fotolog donde posteaba distintos textos bajo pseudónimo. Lo leí, me gustaron sus textos; yo todavía —paradójicamente— no escribía para los demás o creía que algo así era posible.

Llegué antes que P. El bar donde habíamos quedado encontrarnos estaba cerrado.

“Kongo está cerrado. Te espero en la puerta y decidimos qué hacemos”.

P. llegó en menos de cinco minutos y se bajó del taxi.

—¿Vamos a Sonoman?

Empezamos a caminar, cruzamos Juan B. Justo y P. me preguntó si tenía novedades o si sólo me había tirado al sol, comido tomates con palmitos y leído libros.

—Medio como que conocí a un chico. Pero nada. Un cuelgue.

—¿Pero garcharon?

—No, P. Hablamos cinco minutos y me apareció en el chat ayer cuando volví.

—Ah. Pero entonces no conociste a nadie ¿Qué hace?

—Estudia letras.

—Ufff. Cagamo’

Pedimos cubas libres y nos sentamos. P. estaba obsesionada en hablar sobre este desconocido —del que yo no podía decir mucho— porque sostenía que en algún brindis hace un tiempo, mientras ella gritaba que las mujeres derrochan simpatía, yo había enunciado que en el 2008 iba a ponerme de novia por primera vez en mi vida y capaz se cumplía y qué iba a hacer ella si eso era cierto. Me hizo prometerle que no la iba a abandonar aunque mi inestabilidad emocional le aseguraba gran parte de la promesa, dijo.

Cerca de la una de la mañana, mientras las perspectivas de la noche eran cada vez menos prometedoras y Buenos Aires se hundía en ese letargo típico de los días de enero, sonó mi celular. Sms.

“Hola M, soy Juan. Me pasaron tu celular. No viniste. Me quedé con ganas de tomar una birra con vos”

Entrenada en mensajes de este tipo, después de mostrárselos a P. y me dijera que ya empezaba a odiarlo y a odiarme, respondí:

“¿Y pq quedarse con las ganas? Yo estoy en Palermo. Honduras y Fitz Roy”

Tardó un rato en responder el mensaje. P., ya borracha, se reía y me decía que era un flojito, que era el típico que cuando una lo apura empieza a recular.

Vas a ver que en un rato te llega un sms con alguna excusa— sentenció.

Pero el sms llegó enseguida y decía:

“Estoy yendo a Núñez a buscar una cosa y voy para allá”.

Le pasé el nombre del bar mientras le leía a P. el mensaje en voz alta y le decía que ese “una cosa” sonaba tan ridículo como misterioso.

—Para mí que está hablando del fassso—dijo P. burlándose de la obviedad eufemística del mensaje pero siendo lo suficientemente considerada como para ahorrarse los insultos que le salen con demasiada facilidad, especialmente si está borracha— ¿pedimos otro cuba?

—Ojalá, mirá si el chabón resulta una paja. Sí, pedí. Coca light, no te olvides.

P. ya estaba camino a la barra y me hizo un gesto con el brazo como pidiéndome que por favor no le aclarara obviedades.

P. volvió con los tragos y me aclaró que se quedaba un rato más pero no mucho. Que le hiciera un favor enorme y que no pidiera el cuba libre con Coca light delante de él en la primera cita. Delicadezas, agregó.

Cuando él llegó, pasó de largo sin vernos. Me levanté y le toqué el hombro. Giró. Tenía puesta un remera blanca con la inscripción Listen to Ramones y la cara de Don Ramón en el medio. Su pinta zaparrastro contrastaba un poco con mi remera rosa y zapatitos abiertos. Pensé que era muy Palermo. El chico medio rocker y desaliñado; y la minita con una onda entre casual, rea y elegante.

P. abandonó la charla al poco tiempo. Ya habíamos empezado a hablar de literatura, él demostraba que la academia y las lecturas críticas no eran lo suyo. Y lo decía sin ningún tipo de temores. Me alegraba no estar en una charla con alguien que me preguntara por qué estudiaba francés si nunca había viajado a Francia o con alguno de palermo-coolto que con su chamuyo pretendiera hacerme creer que está adaptando Crimen y castigo para el cine. Algo en su sensibilidad me resultaba atractivo y al mismo tiempo me asustaba un poco. En un momento, cuando el bar estaba casi cerrando, y yo hablaba sin parar de la amistad entre el hombre y la mujer, lo resumió todo en nueve palabras:

—A mí me chupa un huevo ser tu amigo.

Así fue que nos besamos por primera vez y cuando él me preguntó qué hacíamos, ya afuera del bar, yo le respondí

—Vamos a tu casa.

Los chicos del interior que vienen a estudiar a Buenos Aires, en general viven en Palermo. Llegamos al departamento de dos ambientes que compartía con un amigo en una torre en la calle Armenia. Armamos un porro. Ya era de día. Cuatro de enero. Él agarró la guitarra y empezó a tocar. Yo no entendía qué era lo que hacía que no se me tiraba encima, no me empezaba a toquetear. Pensé que el porro había pegado para el lado equivocado, me estaba llenando de frustración cuando él dejó la guitarra. Pero siguió sentado en el sillón donde yo estaba acostada a punto de dormirme.

—Esto es lo que necesito—dijo.

No supe que ese “esto” que después se convirtió en besos y en caricias era el prólogo de un noviazgo no tan largo como intenso. Le pedí que se acostara al lado mío. Él fue dulce, considerado y no se apuró a nada. Tiempo después, me confesó que él no pensaba en hacer el amor conmigo esa noche; que para él había sido perfecta así como estaba. Tardé un tiempo entender a qué se refería.

No me costó acostumbrarme a la lógica de la vida de novios. A los llamados y mensajes diarios, a los textos dedicados y tiernos, a cierto abandono de las borracheras junto a P. que incumplían la promesa original. Y costó tiempo y peleas comunicarle al mundo exterior que la lógica había cambiado. Y los mensajes o llamados que caían a mi celular durante la madrugada eran cada vez más difíciles de explicar. Era difícil decirle que no era siempre el mismo chico que llamaba, que el que había llamado antes había sido anoticiado de que ahora estaba de novia y que por favor ya no me llamara, pero que este era otro, que todavía no sabía porque quizás hacía más de seis meses que no hablábamos. A él, fiel al estilo de pueblo de haber tenido su primera novia desde la temprana adolescencia hasta los veintidós años, le costaba creer y me miraba sorprendido. De repente era esa clase de chica. Le pedí que no me juzgara, que había sido soltera hasta los veintitrés años y que él tenía que convivir con eso, al menos por un tiempo. Que Buenos Aires no era un pueblo y que me daba una paja bárbara tener que explicarle cosas de antes de él. A los seis meses, con la excusa de que viajaba a Europa, decidí cambiar teléfono celular y número. También comprendí que su insistente pregunta sobre mis amigos ¿pero estuviste con él alguna vez? Sólo tenía una posibilidad de respuesta: No, amor y que sólo tenía que hacer de cuenta que no lo escuchaba cada vez que aparecían los celos por qué siempre estás seduciendo, te gusta llamar la atención, que te miren y a mí me molesta.

Y creíamos que el nuestro era el mejor noviazgo del mundo. Estábamos tan de acuerdo que a veces no lo decíamos; cogíamos constantemente, en cualquier lugar, en cualquier situación; salíamos, nos emborrachábamos, chivábamos juntos saltando en recitales. Todavía éramos adolescentes y creíamos inocentemente que estábamos construyendo una pareja adulta. Pero nunca fuimos una pareja tranquila y armónica y no éramos lo suficientemente adultos como para comprender esas cosas de tanto en la salud como en la enfermedad. La famosa cuestión de aguantar al otro. Él tenía mayores obligaciones y conflictos —trabajar para poder vivir en Capital, ir a la facultad, tratar de sacar adelante una banda de rock under del interior, ser el hijo jipi de la familia— que yo que vivía en Belgrano, en casa de mamá, recibía un salario por el simple y hermoso hecho de ser hija y mi máxima preocupación era si Sebrelli leía “Casa Tomada” desde “Cabecita Negra” o si en realidad Piglia leía a Rozenmacher desde Sebrelli. Terminé por agotarme —lo que en realidad significa que estaba aburrida, de su depresión, de sus problemas. Desencantada de haber comprobado que no existe cosa tal como contigo pan y cebolla—. Yo ya coqueteaba con la Academia, la idea de la academia —pobre— me fascinaba y atraía y del mismo modo empezó a atraerme un pseudoacadémico. En aquel momento, creí que una relación podía detenerse cuando uno quería. Que alcanzaba con decir basta para mí basta para todos o simplemente enunciarlo no quiero jugar más. Así fue que un día le dije: Sorry, no aguanto más, se terminó. Y al poco tiempo cenaba quesos con vino con el pseudoacadémico. Y mientras salía con el pseudoacadémico ponía pause y salía con otros chicos, y me divertía y a veces mi ex novio me llamaba para que habláramos, para que reviéramos la situación y yo no podía, no quería. Había vuelto a ser flaca, me emborrachaba cuando me daba la gana, me alimentaba mal cuando quería de nuevo, era todo lo frívola que quería y no quería pensar en el amor, en ese amor, en lo que todos llamamos amor, en lo que todos intentamos definir como un mundo hermoso pero finito porque sabía que volvería a caer. Y necesitaba defenderme. Quería gritarle al mundo que me gustaba estar así, que ya no quería terapia, ni caricias, que por ahora sólo queso y vinos y que me dejaran un poco en paz sin tanto tu me manques, I miss you, te extraño, ni llantos telefónicos. Quería que él también dejara de llamarme como un personaje literario, que yo era real y que se fijara en todos los problemitas que tenía, que no era un concepto, que no hay idealizaciones que valgan… que a veces es un tanto agotador jugar todo el tiempo a ser el pavo real y tener el culo lleno de mermelada.

Y volvimos a creernos adultos y enfrentamos una relación de pareja que fracasó, de nuevo. Porque lo dicen las estadísticas y entonces es cierto. Porque tu pareja no se divierte esperándote solo en la cama mientras vos te emborrachas con un par de desconocidos absolutos para él, pero no te dice nada, hasta que un día te dice todo y entonces vos le decís que las cosas pueden cambiar, que quizás sería lindo vivir juntos y el intento es una cagada porque vos empezás a pensar en una vida juntos y a desear un montón de hijos que en realidad no podés tener; pero él tampoco sabe eso y él ahí te dice wow wow wow frenemos un toque, a los dos nos quedan cosas por vivir y experimentar y en realidad te está diciendo que no le copa tres carajos tu idea de familia feliz, no ahora; y el arroz con leche me quiero casar que te obligaban a cantar de chiquita queda en mute. Y duerme con vos esa noche porque es tarde y está agotado. Te dice por única y última vez que una de las cosas más dolorosas de los últimos tres años fue esa necesidad de salirte constantemente de la relación sin tenerlo en cuenta para hacer la tuya.

Y después las explicaciones, y madre diciendo que ya son veintiséis los años que tengo y yo pensando en que estoy agotada, en que el llanto me está deformando la cara, en que todo lo que me habían dicho era cierto, en que este paradigma está agotado y en que el amor no es un cuento de hadas ni una telenovela; es un relato épico, con un montón de ciudades incendiadas, gente muerta, traiciones e intereses en el medio o no es nada. Y uno sólo se sienta a recordar aquellos primeros happy days en el intento de reconstruir un relato mítico fundacional.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Cínico [frag-ment-O]

*

—Te quiero.

—No seas cínico.

—Te quiero.

—No seas cínico, plis.

—Es ternura. Te quiero.

—Cinismo y ternura no son compatibles. No seas cínico.

—Sos demasiado dura.

—Y vos sos un cínico.

—Es ternura

—Es un juego.

—Y bueno, jugá.

—Me aburre.

—¿Qué cosa?

—Vos. Tu cinismo. Deberías ser menos cínico y yo menos boluda.

—¿Boluda? ¿Por qué?

—Cínico.

—Cortala.

—Bueno.

—¿Me querés?

—Vos sos demasiado cínico y yo no soy tan boluda.

— ¿Qué querés?

—Que no me jodas. Andá a jugar a la ternura a otro lado.

—Ya lo hago.

—Ya lo sé.

—¿Qué sabés?

—Sé.

—¿Qué?

—Si lo volvés a preguntar te voy a dar una piña en la cara. ¿Querés que te cuente?

—Sí.

—No te voy a dar el gusto. Cínico del orto.

— Te quiero

—Los cínicos no quieren. Gozan, quizá, pero de sí mismos; en sí mismos. Se ríen de los demás.

—Yo te quiero. Y no me río. Y a veces gozo.

—Los secretos no existen.

—Cínica.

—Pelotudo.

— Ah! Perdiste.

—Sí.


*

—¿Te acordás cómo nos conocimos?

—¿Cómo o dónde?— quise precisar.

—¿Cuál es la diferencia?

—Lugar y modo.

—Da lo mismo.

—No da lo mismo.

—Acá sí da lo mismo. Para decirme uno, me vas a decir el otro, también me vas a decir cuándo ¿te acordás o no?

—Sí, Festival de la Luz, en el Recoleta.

—Sí, vos estabas con tu amiguito maricón de la Alianza.

—Sí. Vos estabas solo. Y te enojaste porque escuchaste cuando decía que no entendía la historia que contaba la serie que habías colgado.

—Te hiciste la canchera con dos conceptos de morondanga que habías aprendido en una escuelita de fotografía de Belgrano. Me hiciste reír. Habrías apretado un obturador no sé, tres veces en toda tu vida.

—No me hice la canchera. Tommy estuvo de acuerdo conmigo; después vos estuviste de acuerdo conmigo. No era un buen trabajo y además no había manera de que supiera que el autor de la obra estaba cerca.

—Me trataste de hipster.

—Me invitaste a un vernissage en Palermo, dos semanas después. Exponías esa misma serie, pero completa.

—Y viniste.

—Sí.

*

Ese viernes llovía. Me bajé del 55 en Thames y Soler. Tomé una cerveza con dos amigas que estaban en la zona. El vernissage empezaba a las 20.00 horas y no quería llegar puntual. Allí estarían profesores y antiguos compañeros de la escuela de fotografía. La mayoría, ahora dedicados a eso. Yo había transitado por la actuación, la fotografía y la literatura para quedarme con esta última. Ellos opinaban que yo no sabía qué era lo que quería. Yo opinaba igual que ellos. Aunque sabía que todavía guardaban cierto rencor de que Tommy, el profesor estrella de la escuela, tuviera una relación más fluida conmigo —incluso después de haber abandonado la escuela— y confiara en mi criterio para trabajar. Objetaban mi falta de esfuerzo, de empeño, de compromiso; mi dispersión. “No entiendo cómo la prefiere para trabajar. Si hace tres tiros, prueba armar una escena con cuatro cosas, saca dos, pide el estudio por cinco minutos, trabaja rápido y sin conciencia; se aburre y se pone a tomar cerveza en el patio. Pero después lo adorna con un lindo texto y el chabón se deslumbra. No lo entiendo. Se la quiere coger”. Después, casi todos se reían y estaban de acuerdo. A veces, mientras trabajaba en el laboratorio, escuchaba ese tipo de apreciaciones que venían desde el patio. Matthias, mi único amigo del grupo que dividía su vida entre Alemania y Argentina, entraba al laboratorio, me acariciaba la cabeza y me decía que no me amargara “Todos sabemos que Tommy es gay; buscan desviar la causalidad” explicaba en un español germanizado. Algunas veces nos besábamos porque el escenario lo justificaba y después me ayudaba a colgar mis fotos. Me demoraba en el laboratorio; me angustiaba que a unos metros, en el patio, hubiera un montón de gente a la que no le gustaba. Matthias se daba cuenta, ¿querés que me quede con vos? decía arrastrando las eses.

—Sí.

*

Tommy estaría esa noche pero Matthias no. Pensé en que sería una buena idea pedirle a alguna de las chicas que me acompañara al vernisagge. Las dos se negaron. Los novios las esperaban. Era viernes, llovía, peli y a la cama. Ganas de vomitar. Están empezando a empollar. La felicidad tiene forma de pollo, y después de pollitos. Les propuse que fuéramos y que después podíamos tomar una pepa y caminar bajo la lluvia toda la noche, o que en realidad no importaba. Lo que ellas quisieran. Repitieron que no, preferían pochoclos. No pochoclos per sé, pochoclos con novios. Arrumacos. Apechugar. Pechugas. Vuelven los pollos. Eso es amor. Tengo planes con Juani. Empollar no es un plan. Te juro. No lo puedo creer. Sola en Palermo y yendo a un vernissage de una serie de fotos de la cuales ya había visto la mitad. Y me parecían horribles. Palermo Arte. Las fotos, las chicas, los fotógrafos, el curador o la curadora. La curaduría. El vino. Me despedí, abrí el paraguas y caminé las dos cuadras y media de distancia que había hasta la galería. Tommy llamó a mi celular. Linda dónde estás. Tengo tu copa de vino en la mano, y mirá que me la tomo, eh. Tommy se reía en el teléfono. Tommy, estás borracho. No, nena, te estoy esperando. Ya estoy llegando, Tommy. Corté el teléfono. A media cuadra, encendí un cigarrillo. No tenía ganas de fumar, menos de entrar. Vi desde la esquina gente que entraba y salía del local. Del Espacio de arte. Espacio para artistas. Una chica rubia y muy hermosa con botas de lluvia violetas se paró al lado mío. Me miró fijo y sonrió ¿Tenés fuego? preguntó.

—Sí.

*

Entré. Algunas cabezas giraron cuando se entornó la puerta. Tommy vino a mi encuentro con los brazos abiertos. DI-VI-NA. Hola, Tommy. En el espacio había mucha gente. Yo me había puesto un tapado pied -de- poule y tacos. La lluvia me había enrulado el pelo. DI-VI-NA ¿cómo estás? Tommy me alcanzaba una copa de vino. Encontré varias caras conocidas entre los asistentes al vernissage. Recorrí el espacio con la mirada. Lo vi a él rodeado de jovencitos y cuarentonas. Tomé un trago de la copa. Berreta, le dije a Tommy. No seas hija de puta, wacha, respondió Tommy mordiéndose los labios. ¿Ya elegiste? le pregunté señalando con la cabeza a todos lados. Se rió sin contestarme y empezó a menear la cabeza. Ay, Tommy, qué puto que estás. Pero no se lo dije. Nos separamos. Él se fue a conquistar modelines y aspirantes a fotógrafo; yo recorrí un rato la muestra. Finalmente me acerqué, lo tomé a él por la espalda. Felicitaciones, le dije mientras besaba su cachete. Tenía la barba crecida y olía rico. Cínica, respondió. No te felicito por las fotos; te felicito por la exposición. Gracias por venir, dijo él abrazándome por el cuello y abriéndose definitivamente del grupo de gente que lo rodeaba. Caminamos la muestra otro rato. Empecé a encontrar pequeños detalles en sus fotos: un pato que rompía la fila, una mano que se insinuaba en un ángulo inferior izquierdo, un hilo que podía ser de una caja de pizza, de un matambre o de un globo, una boca desdentada en un círculo de gente fuera de foco. Él recibía y agradecía las felicitaciones de los asistentes pero no me soltaba.

—Exageré. No están tan mal. Algunas cosas me gustan realmente— le dije agarrando su mano derecha, que colgaba sobre mi hombro, en la mía.

—Me quiero ir a la mierda. No me aguanto más a esta gente.

—Así son los vernissages. El autor recibe elogios y dos o tres invitaciones a encamarse.

—Si me voy, ¿venís conmigo?

—Sí, pero se van a dar cuenta

—¿De qué?

—De que el brillante, joven y bello autor de la obra no está más— me reí.

—No, están todos demasiado ensimismados. Ocupados en ser condescendientes con ellos mismos.

Caminamos entre la gente. Él se detuvo para saludar a dos o tres personas. Escuché que les decía nos cruzamos al rato. Nos fuimos acercando a la salida. La cercanía con su cuerpo me consolaba de tanta humedad. Ya en la puerta escuché la carcajada de Tommy. Giré y lo vi en la otra punta, jugando a tener veinte de nuevo. Antes de salir, él me besó en la cabeza. Me consuela el olor de tu pelo limpio, dijo. Yo también quería hablarle de mis consuelos; pero no le dije nada. Agarró mi mano y salimos. Afuera llovía. Caminamos hasta la esquina y paramos un taxi. Antes de subir nos besamos. Él me miró y acarició mi pelo. ¿Te vas a quedar toda la noche conmigo? preguntó.

—Sí.

martes, 8 de noviembre de 2011

The past today [fragmento]


Llego a casa después de salir. No puedo desvestirme y acostarme a dormir. La noche terminó; no hay nada más por hacer. Pero no puedo sacarme la ropa y ponerme el piyama. Ni siquiera puedo sacarme el maquillaje. Me quedo incluso con la bufanda y el tapado puestos. Abro la puerta de la heladera y saco una botella de agua. Tomo del pico, la llevo al living y prendo la computadora. En la web tampoco pasa nada. Los diarios no tienen novedades. Son cerca de las dos de la mañana. No puedo desvestirme. Agarro las llaves y vuelvo a salir. Corro hasta la estación de servicio. Compro cigarrillos. Podría haber aguantado hasta la mañana siguiente sin fumar, pero necesitaba justificar el seguir vestida. No queda más que acostarme a dormir. La casita de Nazca está en silencio, sólo se escuchan las paletas del reloj que van cayendo con los minutos. Miro la cama llena de ropa, peines, pañuelos, medias y ropa a medio doblar. Siempre duermo del lado derecho de la cama. En el lado izquierdo se acumulan objetos de todo tipo, los ordeno una vez por semana. Las sábanas de ese lado están sin arrugas. La almohada todavía huele a suavizante. Hace tiempo que no duermo en diagonal. A veces, cuando me cruzo en medio de la noche, escucho que algo cae al piso. Me asusto y prendo el velador. Muchas veces tengo miedo. No me gusta dormir sola. Tardo en acostarme. En asumir que la noche terminó y que al regreso sólo me encuentro conmigo misma, con mi desorden, con el goteo eterno del depósito del baño, con las paletas del reloj, conmigo. Al menos tengo cigarrillos. En el baño tengo un cenicero, en toda la casa hay impregnado un olor a cigarrillo que no logro sacar con nada. Ni las velas, ni los aceites ni los sahumerios funcionaron. No puedo fumar en el patio, hace frío. El silencio de la casa me pone un poco nerviosa. Enciendo las luces de todos los ambientes. Las voy a ir apagando mientras me acueste a dormir, pero voy a dejar prendida la del patio. Siempre descanso mejor cuando está encendida. Quiero dormirme pronto. Suena insulso pero los pensamientos se enredan. Ni siquiera se oye el televisor del vecino, los perros no ladran, los camiones tampoco pasan a esta hora por la Avenida Nazca; cada tanto pasa un auto con música electrónica a todo volumen. Primero escucho la música, después la acelerada. Imagino un 128 todo tuneado. Pero nada más. Me escucho a mí misma. Por momentos pienso que puedo volverme loca de un momento a otro. Me acuerdo de que a los diecisiete le dije a mi terapeuta que a veces sentía que iba a enloquecer; me acuerdo en realidad de que ella lo anotó en una hoja de papel y lo subrayó; me acuerdo que lo vi varias sesiones después, cuando ella dejó el papel sobre el escritorio para levantarse a atender el teléfono. Hasta ese momento nunca lo había pensado con seriedad. Yo lo decía metafóricamente, pero ella lo anotó así, literal. Cuatro años de sesiones para ver una hoja en blanco con esas palabras “siento que voy a volverme loca” y nada más.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él cuando desde la puerta de la cocina veía cómo fideos y pedazos de platos se mezclaban el piso.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él cuando abrió la puerta de la casita de Nazca y me vio sentada en posición de loto diciendo omm

—Vos te volviste completamente loca— dijo él cuando comenté que el flaco Spolli era lindo.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él cuando me bajé de un colectivo en Rivadavia y San Pedrito y empecé a correr.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él antes de bajarse del 63 en Álvarez Thomas y Federico Lacroze y dejarme hablando y viajando sola hasta Villa del Parque.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él mientras yo lloraba y armaba mi bolso para volverme a Buenos Aires apenas horas después de haber llegado a Rosario para pasar un fin de semana romántico.

Desperté en mitad de la noche y sentí que me ahogaba. No podía respirar. En el sueño alguien me asfixiaba. Desperté y me estaba asfixiando. En un acto reflejo llevé mis dos manos al cuello. No podía hablar, no podía respirar. Sentí que me moría. Él se incorporó en la cama. Me miró, me habló, quería pero no podía responderle, todavía me ahogaba, él empezó a desesperarse, me tocaba la espalda, yo no podía sacar las manos de mi cuello. Antes había tenido parálisis de sueño pero todo se reducía a que mis músculos tardaban en responder una vez que me creía despierta. Nunca esos músculos habían sido los pulmones. Me moría, traté de pararme. Fui al baño, levanté los brazos, el aire no pasaba. Me tiré contra el inodoro. Quise vomitar, escupir, necesitaba sacarme eso que no sabía qué era pero que estaba en mi garganta. Él me siguió, me preguntaba qué hacía, yo seguía sin poder hablar. Se agarraba la cabeza y me miraba, yo tenía el gesto deformado. Me paré para mojarme la cara y ver si el shock del agua fría me devolvía la respiración. Transpiraba mucho. Vi mi cara de desesperación en el espejo. Estaba pálida y fría. Sentí que me moría. De a poco empecé a respirar, él se acercó para tranquilizarme. Venía de una temporada de pesadillas que lo despertaban todas las noches con un grito. Nunca quería hablarle de mis sueños. Alguien golpeaba la puerta de mi casa, pegaba una patada y me llevaba afuera de los pelos. Me venían a buscar. El sueño se repetía casi todas las noches. Pero ese sábado a la madrugada no había soñado eso. Él me preguntó qué había soñado, no supe explicarle, no lo recordaba. Quise volver a dormir, él me seguía preguntando. No quería hablar. Antes de dormirme, él me preguntó si me sentía mejor. A la mañana siguiente volvió a sacar el tema. No quise responderle, no quise recordar esa situación. Imaginé que si cada vez que tenía anginas o dolor de garganta mi terapeuta homeopático me decía que era algo que quería decir pero no podía, la asfixia mientras dormía con él preludiaba una catástrofe. Él decidió no insistir y se limitó a tomar el café con leche de la mañana del domingo. Sólo dijo que no estaba bien y que quizás fuera recomendable que retomara mi terapia tradicional.

Desde el patio, mientras colgaba la ropa recién lavada sobre la cuerda miré al cielo y le pregunté si él creía que fuera a llover. No me respondió. La puerta del living estaba abierta y lo vi de espaldas, frente a la computadora leyendo los diarios. El ángulo superior izquierdo pintado de verde me indicó que leía el Olé. Siempre me daba tristeza verlo angustiarse por River, los partidos perdidos y el cercano fantasma de B. River jugaba ese domingo a las seis de la tarde. Futbol para todos. Volví a mirar el cielo. Miré la ropa, toqué la hilera de broches que colgaban sueltos en la cuerda como si fueran campanitas, lo volví a mirar a él. “¿Lloverá?” le pregunté. Hizo girar apenas la silla, su mano derecha se mantuvo sobre el mouse de la computadora. “Ni idea, chu” dijo. Sostuvimos nuestras miradas unos segundos. Él sonrió. Su respuesta me tranquilizó y mientras Aspen seguía pasando todos los clásicos que uno elegiría no escuchar un domingo, él siguió leyendo el diario, yo tarareaba las canciones y me creía ama de casa por un rato. “No se puede seguir así” escuché que decía como para sí; pero, entonces, no pude saber a qué partido se refería.