lunes, 29 de julio de 2013

29/07/2012 [Todo va a salir bien]



Me operaron un domingo a las ocho de la mañana. La tarde anterior, después de la merienda, el anestesiólogo entró en mi habitación y me hizo preguntas que, según dijo, eran de rutina. Mientras, una chica controlaba el electrocardiograma: un papel térmico alargado con líneas superpuestas, como un gráfico de Excel de mi corazón que una máquina escupía. Todo, dijeron, era parte del protocolo prequirúrgico. El Dr. Fernández Vigil tenía una hoja en la mano y hacía cruces y anotaciones con una birome azul y común. Me preguntó si tomaba medicación y si fumaba, anotó dos cigarrillos por día en el casillero de los hábitos tóxicos. Me acarició el cachete y me explicó que vendría a la mañana siguiente, un rato antes de que me llevaran al quirófano, para darme la primera dosis de anestesia; también me aclaró que él estaría presente durante todo el procedimiento. Lo vi dibujar un círculo en el casillero donde debía indicar si el procedimiento era urgente. Hizo otro en el número uno del casillero que indicaba el grado de riesgo. Fernández Vigil parecía más un sojero rico que un médico: campera cardón de carpincho, cuerpo grande y morrudo, pelo y barba muy blancos, igual que su piel y sus ojos claros. Había, en su voz gruesa, ritmo y claridad. Me pidió que descansara y repitió el mantra de todo el equipo médico: todo va a salir bien. La médica que más tarde firmó el electrocardiograma indicó riesgo cardíaco normal, sugiero monitoreo constante y de rutina durante la intervención.
Bernardo, el especialista en medicina interna, dejó el resto de las indicaciones y precauciones que habría que tomar antes de la cirugía: no podía ingerir ningún tipo de sólido –el viernes por la noche me habían practicado un enema para eliminar restos de materia fecal en mi cuerpo para así entrar limpia y vacía al quirófano- y debía dejar de tomar agua por lo menos ocho horas antes. También dejó una pastilla de Trapax que, recomendó, debía tomar cerca de la medianoche para descansar y combatir la ansiedad. Me dijo que a las cinco de la mañana vendrían a bañarme con Pervinox y prepararme para el quirófano.
El sábado a la tarde apareció el miedo. Empecé a sentir que prefería quedarme en esa cama por el tiempo que fuera, incluso si eso significaba estarlo para siempre que someterme a una cirugía que tenía demasiados riesgos y ninguna certeza.
El jueves anterior, cuando todavía estaba en el box de guardia del IADT, horas antes de que me llevaran a la habitación 304 donde me quedaría, finalmente, durante un mes, había firmado el consentimiento y la autorización para que me operaran. El papel, con membrete del sanatorio, era un formulario predeterminado, donde estaba impreso mi número de socia de OSDE, mi nombre, edad y estado civil. El resto lo completó Santiago Erice, mi neurocirujano, que con letra casi ininteligible explicó que realizarían una artrodesis de columna dorsal entre D10 y L2, por fractura con aplastamiento y desplazamiento de la vértebra D12. Los médicos, salvo él que encabezaba el grupo y firmaba, estaban bajo el nombre de “Plantel Osde”.
“Faculto a los profesionales nombrados a efectuar cualquier otro procedimiento diagnóstico y/o terapéutico que a su juicio estimen conveniente, incluyendo la administración de anestesia, transfusión de sangre y/o sus componentes. Dejo constancia que se me ha explicado la dolencia que padezco y el tratamiento a que seré sometido. He tomado conocimiento pormenorizado de cada uno de los eventuales riesgos directos e indirectos que pudiesen sobrevenir con motivos del tratamiento y/o cirugía mencionados. Se me ha informado que no es posible garantizar la curación o el resultado del tratamiento y/o intervención a que seré sometido, asumiendo y asintiendo, para el caso que se produzcan las consecuencias emergentes de las mismas, sean ella inmediatas o mediatas. Autorizo a los médicos internos de la Institución y al Médico de cabecera a que me asistan en los casos de emergencias que impongan un acto médico, consintiendo también y eventualmente la consulta y/o intervención de facultativos de otras especialidad, que devenga necesario convocar” 
Estábamos solos Juan, mi novio, y yo. Me leyó el papel, puso la birome en mi mano y me ayudó a que firmarlo en el aire; después firmó él y finalmente firmó el neurocirujano. Firmábamos un cheque en blanco. Mi condición era grave y la operación, riesgosa. Ellos se limitarían a hacer su trabajo.
El sábado a la noche no tomé el Trapax. No dormí en toda la noche, lloré mucho, me sumergí en el pánico y le pedí a mi mamá, acostada al lado de mi cama, que por favor frenara todo, que me aterraba lo que pudiera pasar. ¿Y si quedaba paralítica? ¿Y si no soportaba la cirugía y me moría en el quirófano? ¿Y si esa era la última vez que ella y yo íbamos a estar solas, de la mano, hablando? Repetí sin parar que no quería no quería no quería que me operaran.
—Ma, mami, mamá, ma, mamá no. No quiero que me operen. Tengo mucho miedo. Por favor.
Mamá trató de calmarme, decía que por favor no dijera ese tipo de cosas, que no pensara, que cuando quisiera acordar ya iba a estar bien y operada. Mamá me pedía, por favor, entre lágrimas ella también, que me tranquilazara, que durmiera, que no pensara en cosas feas. El velador de la habitación había quedado encendido y con la cabeza girada sobre la derecha le vi la cara contraída, su mirada ida, la necesidad de descansar y la prohibición a demostrarme que también ella se estaba haciendo todas esas preguntas. Deberías haber tomado el Trapax, dijo, e hizo de cuenta que se volvía a dormir.
La noche del sábado comprendí la dimensión de lo que estaba pasándome y de lo que me estaba por pasar. Los días, hasta entonces, habían pasado uno tras otro acostada en una cama, siendo alimentada, con dolores, conversaciones, visitas, estudios. Estaba lúcida, ubicada en tiempo y espacio tal como indicó el Dr. Fernández Vigil al día siguiente en el papel de la evaluación preanestésica, pero mi lucidez no alcanzaba para comprender que mis veintiséis años y la vida que llevaba hasta el lunes en que un auto y yo coincidimos en una esquina eran un equilibrista sobre una soga al que se le podía volar el paraguas en cualquier momento.
A las cuatro de la mañana, mamá se había dormido. Cada tanto la enfermera entraba y controlaba el goteo del calmante, me preguntaba si todo estaba bien y vaciaba la bolsa donde se depositaba el pis que chupaba la sonda vesical que me habían puesto el primer día de internación. No podía dormir y Kathya –petisa, gordita de cara redonda, ojos achinados y pelo negro- se quedaba un rato parada al lado mío, miraba y tocaba los muñecos que me habían regalado y se amontonaban en el mueble enfrente de la cama y me contaba que ella también tenía una colección de peluches. Antes de salir la última vez me dijo que volvería con otra de las enfermeras para bañarme. Le pedí que me alcanzara mi teléfono y me hundí en las redes sociales para distraerme. Miré twitter, miré Facebook, miré mails y mensajes de esos días. Todos decían que tuviera fuerza, que todo iba a salir bien.
Al rato Kathya entró con la otra enfermera pero mamá no se despertó. Trabajaron apenas iluminadas por el velador. Me desnudaron, diluyeron el Pervinox en agua tibia y empezaron a mojar sus esponjas en una palangana de acero inoxidable. Las pasaban por mi cuerpo, con suavidad por las piernas –que levantaron de a una-, mis brazos, el cuello, la panza, la cara, entre los dedos. Se preguntaron qué hacer con el esmalte de uñas de los pies y acordaron en que no era necesario sacarlo. Yo las observé y las dejé hacer. Cuando hubo que darme vuelta las dos respiraron profundo y se pusieron una en cada lateral de la cama. Kathya de la cintura para arriba, la otra, de la cintura para abajo. Sincronizaron movimientos y me dijeron que yo no hiciera fuerza en ningún sentido, que me quedara floja, que ellas harían todo por mí y me giraron sobre mi costado derecho para finalizar con la higiene. No volvieron a vestirme, solo me envolvieron con la sábana y me preguntaron si tenía frío, les respondí que sí, tenía toda la piel erizada y los pezones, más marrones por el desinfectante, parados. Agregaron una manta y me dijeron que ya estaba, que ahora descansara el rato que quedaba hasta las ocho. Cuando volví a mirar el reloj eran casi las seis, afuera todavía era de noche. Mamá nunca se despertó.
“Yo quería campari pero me bañaron con Pervinox” escribí en twitter apenas me dejaron sola en la habitación. Era domingo a la madrugada, era mi fantasía de vida normal.
Hubo un momento entre las seis y las ocho de la mañana en el que me dormí. Me despertaron dos personas de personal del sanatorio. A Kathya ya la conocía, al lado de ella había un hombre joven, de barba, arriba vestía una sotana negra. Se me aceleró el corazón, había una enfermera y un cura joven al costado de mi cama, ¿por qué había un cura? Los curas siempre llegan al final, cuando ya no queda salida. Me animé a hablar y les pregunté ¿por qué hay un cura? Porque vos parecés un cura, ¿qué hacés acá? ¿necesito un cura? Empecé a temblar. No, soy camillero, yo te voy a acompañar hasta el quirófano, se abrió el cierre negro que le llegaba hasta el cuello de lo que resultó ser un polar negro y me mostró el uniforme verde reglamentario. Hace mucho frío afuera, agregó. El frío y el miedo se parecen.
Pensaba en el falso cura cuando entró Juan en la habitación. Se había vestido formal, con camisa, sobretodo marrón y corbata. Me dio la mano, me preguntó si estaba lista y no le respondí. Después le dije que tenía miedo. Me agarró la mano con más fuerza y me besó largo, primero en la boca y después en la frente, inclinado sobre la cama pero sin apretarme. Le pregunté qué hacía vestido así un domingo y me dijo que era un día importante. Volvió a besarme y me pidió que me quedara tranquila. Entraron mi mamá, su mamá y su tío con nombre de uruguayo, a saludarme y darme ánimos, fuerza, tranquilidad. Después entro el Dr. Fernández Vigil y les pidió que se retiraran, me aplicó los primeros cien gramos de fentanila y me dijo que nos veríamos en el quirófano.
Los vi a todos a la pasada, parados en el pasillo del tercer piso mientras mi camilla iba hacia los ascensores que me llevarían al subsuelo del IADT, donde había un quirófano reservado con mi nombre. Pasamos puertas, controles y la luz se volvió cada vez más blanca y brillosa. Pasamos por delante de gente que ya tenía barbijos y ropa esterilizada. El único ruido que se escuchaba era el de las ruedas de mi camilla y algunas sirenas cada tanto. En un momento del recorrido nos detuvimos, como si hubiésemos llegado a un puesto de control. El camillero se alejó, caminó hasta un mostrador y lo vi ponerse, encima de su uniforme, la ropa quirúrgica y esterilizada: primero envolvió sus zapatillas, después se puso una gorra para cubrir el pelo, un barbijo, guantes y por último uno de esos guardapolvos descartables y celestes que se cierran por atrás. Estábamos a pocos metros del quirófano.
Nos anunció y me empujó adentro. Entré al quirófano a las 8:15 a.m.
Adentro había movimiento, conté a más de cinco personas todas igualadas por el barbijo, salvo las mujeres a quienes identifiqué por las manos más finas, delicadas y cariñosas. Santiago Erice me saludó, el Dr. Fernández Vigil volvió a saludarme, los dos me hablaron, me dijeron que estuviera tranquila y me presentaron al resto del equipo médico que colaboraría con la cirugía. Las enfermeras también se acercaron y me preguntaron cómo estaba, les dije que un poco nerviosa y repitieron todo va a salir bien mientras me acariciaban la frente. Boca arriba, con la cara del anestesiólogo casi pegada a la mía empecé a recibir la anestesia intravenosa y sentí un leve mareo. Como si hubiera leído mi pensamiento me dijo vas a sentirte como si estuvieras un poco borrachita. Me colocó la mascarilla y me preguntó cómo me sentía, después me pidió que respirara y contara para atrás a partir de diez.
No me acuerdo en qué número me quedé dormida pero las cuatro horas que duró la operación fueron para mí cinco minutos. Me desperté con una leve palmada del Fernández Vigil en la mejilla, como el día anterior: Ceci, ya está. Tuve miedo, una vez más y quise preguntarle qué había pasado, por qué estaba despierta. Sus ojos, lo único visible de su cara, brillaron y me respondió ya está, salió todo bien, en un ratito volvés a tu habitación. No supe en qué momento me pusieron boca abajo, abrieron, operaron, cerraron y volvieron a darme vuelta.
Sentí sed, mareo y náuseas. Me di cuenta de que aunque hablara, los sonidos salían lentos, mezclados, inarticulados. Tenía la boca empastada, no podía levantar la voz ni hacerme entender. Ahora estaba a un costado, habían sacado la camilla del paso mientras ellos terminaban con el papeleo y yo esperaba al camillero que me llevaría a la habitación. No sentía el cuerpo, solo me picaban los ojos, me ardía la nariz y me costaba la boca. Pensé en el domingo, en qué hacía esa gente en un subsuelo con luces muy brillantes ocupándose de mí, en que por qué no habían esperado al lunes. Al lado mío vi a Vasquez, del equipo de neurocirugía, y le pregunté si el doctor no tenía hijos. Le dije así ¿el Doctor no tiene hijitos? Vasquez no me entendía y repetí la pregunta varias veces, yo también escuchaba mis frases incomprensibles, igual que aquella inquietud, tan incomprensible como vital en aquel momento: ¿el doctor no tiene hijitos? le repetí ¿qué hace Santiago operando un domingo? El domingo es el día de descanso, de familia, de ocio, de normalidad. Mi deseo, quizás, se había vuelto palabra en esa frase.
Vasquez sonrió debajo del barbijo y me dijo que no, que el doctor no tenía hijos.
Volví a la habitación. Todavía no había tenido la lucidez suficiente como para pensar en los que afuera aguantaban los nervios con infusiones y tostados mientras esperaban noticias desde el quirófano. Estaba desnuda debajo de muchas capas de sábanas que me envolvían. Empecé a sentir dolor. Me pasaron a la cama entre la enfermera (ese domingo mi enfermera fue Estela, el turno de Kathya ya había terminado) y el camillero agarrando cada uno de una punta de las sábanas que envolvían la camilla.
Pedí agua y me dijeron que no podía tomar nada. Vi cómo me ponían gasas con agua en los labios para calmarme la sed. Sentí cómo me calmaba la sed y aumentaba el dolor. Todavía estaba mareada. No pude ver la emoción ni el alivio de todos, estaba todavía demasiado anestesiada. Tampoco recuerdo haberlo sentido yo misma. Estaba en un limbo sin conciencia.
Tal vez, después de eso, me quedé dormida, tal vez pedí morfina, tal vez dormí hasta que el dolor me despertó, tal vez lloré agarrada a la mano de mamá, tal vez dije ya está.
El resto de ese 29 de julio se me figura breve y sin una sucesión lógica: la enfermera dándome el rescate de morfina, vaciando la bolsa del pis, yo diciéndole Estelita, me duele, Estela diciéndole a mi mamá que ya podía darme líquido, Juan llegando a la nochecita, yo, por fin, quedándome dormida, sin comprender, aún, que cuando despertara el lunes 30 de julio, estaría frente al primer día de una nueva vida.

sábado, 11 de mayo de 2013

Vida normal



Escucho al médico que se va a encargar de mi rehabilitación, me explica con una columna vertebral de plástico por qué tengo descargas eléctricas en ambas piernas.
En mi primera consulta ya no uso el corset que me sostuvo durante más de cuatro meses. Apenas dos días antes de empezar la rehabilitación, el neurocirujano me revisó en su consultorio de Recoleta y determinó que ya no lo necesitaba. Me había liberado de la estructura mecánica como quien le saca las rueditas de la bici a su hijo. La estabilidad ahora era mi responsabilidad.
Me siento en una silla y él pone la maqueta arriba de la camilla donde un rato después voy a estar acostada en ropa interior. Me señala un tubito amarillo que imita la médula. Me dice que eso es la médula y que pasa por el medio de los discos. Él no habla de vértebras sino que dice discos. Agarra la D12 de plástico que es igual a la que yo tenía antes del accidente. Agarra dos para arriba y dos para abajo. Me mira y dice “D11, D10, L1, L2”. Entiendo que está en la zona de la prótesis y él me vuelve a mirar para chequear que lo esté siguiendo. Apenas inclino la cabeza cuando me dice que toda esa zona está “pegoteada”, estamos en nuestra primera sesión y lo miro con desconfianza porque la palabra suena demasiado informal para alguien que se dedica a recuperar a lesionados medulares. Menciona que el pegote es producto de la combinación de una serie de cosas: el manoseo de la cirugía, el golpe, el cemento biológico; que en la medida en que avancemos con nuestras sesiones la electricidad va a aumentar y disminuir dependiendo cómo ese “pegote” se vaya deshaciendo. Va a haber un día en que deje de sentirlo. Él dice que está seguro de eso. Me explica también por qué quiso conocerme apenas le hablaron de mí. La que le habló de mi fue mi terapeuta; y a mí me habló de él. Me dijo esto “le hablé de vos y quiere conocerte. Llamalo. Estoy segura de que te va a hacer bien”. María siempre está segura de las cosas y siempre tiene razón. Incluso cuando la veo hacer una caricatura de mí, de las cosas que le digo o de la manera en que las digo. María se encarga de que el PTSD no interfiera en mi vida cotidiana.
Cuando lo llamé, me identifiqué como la chica del corset y él supo con quien hablaba. En nuestra primera sesión hablamos de mi discapacidad, de mis dolores, pusimos en una balanza lo físico y emocional y yo lo mezclé todo y él me dejó hablar. “Vos sos el milagro. Yo trabajo con los que no tienen esperanza, o tienen un marco muy chiquito. Tenía que conocerte”. Ya no soy la chica del corset; soy la chica del milagro. La que tuvo rotura de vértebra, médula comprometida y se salvó íntegra, sin secuelas, sin consecuencias neurológicas pero todavía en proceso de una rehabilitación integral: psicológica y física.

Estar en proceso es saber que lo que está ocurriendo no va a durar para siempre. Y cuando el proceso se termine, con él van a desaparecer las cosas buenas y malas que fueron su consecuencia. Si alguien me mira en la calle, no se entera. Yo digo vida normal porque el neurocirujano dice vida normal. Los dos sabemos que esa normalidad habla de una vida que nació el 23 de julio y que se consolidó el sábado 4 de agosto. La primera vez que, a la fuerza y con un miedo de última jugada de jenga, el neurocirujano que me operó y se hizo cargo de mí, de mis malos humores, de mi herida, de la punción posterior porque había líquido cerca de donde había sido la cirugía, que siempre venía cuando estaba dormida y cuando abría los ojos me estaba agarrando un pie para despertarme porque operaba temprano y antes de ir al quirófano pasaba a ver cómo seguía, el mismo que me había prometido que me iba a ir “para la casa” cuanto antes y que no pudo cumplir porque la fiebre tomó el mando por el resto de los 20 días de internación, el que se negó a volver a abrirme porque aseguraba a infectólogos y médicos clínicos que la fiebre no era una infección en la zona de cirugía; el mismo que escuché apostar 100 dólares con el especialista en medicina interna a que mi espalda estaba en perfectas condiciones, el sábado 4 de agosto a la mañana bien temprano después de quince días inmóvil y en posición horizontal, se sentó en el sillón que estaba al costado de mi cama, me dijo que sabía que había echado al kinesiólogo con amenazas durante las visitas de esa semana, y me dijo que ya era hora. 
Se acercó a la cama, me giró en bloque sobre mi costado derecho, dejó que mis piernas colgaran de la cama, me ayudó a sentarme, y me sugirió que era momento de pararme. Sacudí la cabeza porque estaba mareada de todas formas y le pedí que no, que por favor no lo hiciera, me achiqué porque no podía moverme ni desaparecer ni evitar de otra manera que me agarrara de la cintura y me parara con él. Me dijo que me agarrara de sus hombros, siguiera sus pies y era como si bailáramos un vals. Él me llevaba y yo lo seguía. Nuestros pies estaban pegados y yo me movía tambaleante pero concentrada, repitiendo sus movimientos. Caminaba de nuevo y por primera vez. Caminaba y me costaba. Me dolían: la cabeza, los pies, me costaba coordinar, me sorprendían mis piernas que cuando volví a la verticalidad empezaron a hincharse y eran cilindros, latas de arvejas o de duraznos. Tenía prohibidas las pantuflas por peligrosas. A partir de ese día, empecé a aceptar la presencia y la insistencia del kinesiólogo por las mañanas y las tardes en mi habitación.
El algodón de las medias se abría para que entrara el pie y entonces el kinesiólogo me ponía las zapatillas, apenas llegaba a atar los cordones y salíamos a caminar por el pasillo del tercer piso. Yo me agarraba de su brazo, y él llevaba con el otro el palito metálico con ruedas en el que había una bomba que distribuía el suero por un lado y los antibióticos y calmantes por el otro, directamente a la vía central que tenía sobre la clavícula izquierda y cuya cicatriz hoy apenas se ve y parece el arañazo de un gato o de cualquier animal con uñas; o un alambre de púas en un campo, de chiquita y cuando el sol desaparecía. Esa cicatriz tiene la firma del doctor Martín Irigoyen, que en veinte minutos abrió, colocó un cañito largo directo a la arteria que sostuvo con tres puntos. Esos tres puntos que hoy, cuando estoy en lugar medio oscuro, a veces no encuentro. Hablaba de estar proceso, del gerundio, de je suis en train de... que me acostumbra a nuevos hábitos, a nuevos síntomas, a una nueva postura, a otra sensibilidad, a aprender a estar cansada, a reconocer el cansancio, a que el cuerpo y la cabeza digan ya basta y eso ocurra, obedecer porque no hay otra opción. Yo obedezco y todos -amigos, jefes, compañeros, familiares- obedecen.

Los días de semana no trasnocho, intento comer liviano y acostarme enseguida. La posición horizontal me alivia del dolor del día. Al principio duele más pero después es como si los tejidos, la sangre, los músculos, todo mi organismo se dispusiera a envolver y acariciar mi espalda. De a poco el dolor va pasando y empieza la electricidad que baja por las dos piernas. A veces alternadamente y otras en simultáneo, el movimiento espasmódico desarma la cama y yo tiro de las sábanas para estirarlas. Vienen varios seguidos y, en algunos, el movimiento brusco me tira en la espalda.
El despertador en general suena a las 7:20 am y lo voy posponiendo primero quince minutos y después suena cada cinco hasta las 8:00 am, cuando me levanto y desayuno yogurt con frutas secas y una fruta. Si hacen menos de 25°, a veces tomo un té. Sino, tomo mi medicación diaria con agua y me meto a bañar. Llego a la oficina entre las 10 y las 10:30 am. Camino 8 cuadras hasta  Congreso de Tucumán, cabecera de la línea D. Hago todos los días el mismo recorrido y depende el día elijo la vereda del sol. Antes del accidente tenía más rituales de recorridos. Ahora, siempre atravieso la plaza, porque me hace sentir que ahorro una cuadra. En estos días de verano no hay lugar en las hamacas. Hay padres y madres muy jóvenes y también abuelos. Niños con pelotas y bicicletas, mujeres leyendo al sol, esperando que el perro dé una vuelta, rasque la tierra, entonces lo llaman, con la boca amontonada y con un silbido, a veces la mano contra la pierna y el perrito gira gira gira y mueve la cola. Se aleja y mira al dueño, sin desafío. Y entonces, durante ese pedacito de mañana donde juego solo el rol de espectadora, siento que ya pasaron un montón de cosas, que hay vida y gente que puede pasear por las plazas. En un banco de la plaza siempre está el mismo chico con el mismo perro. Lee un libro, Bruguera libro amigo, Boris Vian. Tiene ojotas y cara de dormido siempre, sé que me mira y que si lo veo durante muchos días seguidos puedo enamorarme. En 9 de Julio combino con la línea C y me bajo en San Juan donde vuelvo a caminar 8 cuadras hasta el edificio donde trabajo. Caminar por San Telmo es menos encantador. Hay olor a basura, las veredas están rotas y la combinación de alemanes y fumadores de paco en la vereda no lo acercan al pintorequismo que algunos pretenden para una zona, históricamente, periférica y marginal. Una orilla que ahora se tiñe de rubios en otro idioma y morochos de debajo de la autopista, lunes de sangre en las paredes y veredas que evocan a compadritos contemporáneos durante el fin de semana. A veces pienso en que me encantaría encontrar un recorrido que me permitiera atravesar la plaza Dorrego en mi camino al trabajo; de esa manera sería distinto. Ahora, tengo que obligarme a salir a hacer un trámite o a comprar algo, una café o una caja de curitas para ir hasta ahí. Sino no tengo excusa.

En la editorial tenemos máquina de café y botiquín. En la editorial tenemos prácticamente todo. Saquitos de té y mate cocido, artículos de oficina, libros libros libros!, maquinita de snacks, charlas en los pasillos e internet libre.

Desde el 23 de julio de 2012 tengo pesadillas casi todas las noches. Siempre despierto mal, lloro durante el sueño, y lo sé porque cuando despierto tengo los párpados pegados. Entro en la ducha y el contacto del agua con los ojos me provoca ardor. Una forma de protesta. Las ganas de volver a la cama y dormir porque el sueño es reparador y porque antes del sueño siempre existe esa posibilidad de la fantasía. Volver a dormir es volver a un lugar seguro.
Me limpio los ojos con cuidado, los despego, me lavo la cara con esponja y jabón. Enjuagarme la cabeza es lo último que hago. Es lo que siempre dejo para lo último. Es una normalidad que me permito compartir entre mis dos vidas y que responde a conductas del tipo “fumar solo un cigarrillo por día y en el baño y por la noche”.
El deseo, a veces, me da culpa y entonces compenso con el deber. Hacer las cosas bien y como se debe. Cumplir protocolos y despedirme en los mails con un “quedo a su disposición”. Es loco, vuelvo a tener una vida normal, pero es normal con toda la carga del trauma. A la rutina no le importa, quiere cumplirse, te obliga y ahí estás vos. Con la rutina y el trauma, en el borde, a punto de hacer otro crack, menos visible pero igual de doloroso que el físico. Verbalizo en un taxi y por primera vez la dificultad con la que me encuentro en el regreso a la cotidianeidad.

Entonces el deber: un dpto. que hay que entregar al futuro inquilino en orden, la parada del 24 y tomar a las 17:00 horas un colectivo que me dejó en la esquina de Arregui y Nazca, a media cuadra de la casita en la que viví hasta el 19 de julio y a la cual tenía la expectativa de volver a los pocos días, cuando arreglaran los caños y me devolvieran el gas. Extraño algunas cosas de la casa, pero particularmente extraño la independencia que me daba la casa, que me daba que la casa estuviera lejos de casi todo; que no hubiera mediadores entre la casa y yo. En la casa quedaron mis abrigos y zapatos de invierno, algunas prendas viejas, todos mis libros, bebidas que sobraron de mi cumpleaños y las plantas que agonizaban cuando abrí la puerta por última vez.  Extraño la paz de Nazca, el silencio que da ese pasillo largo que incrusta el departamento justo en el medio de la manzana, ese pasillo que tiene un poema y las baldosas flojas, volantes mojados en el piso, un trapo, alguna carcaza oxidada que se olvida el del taller y dos macetas con plantas que solo crecen con lluvia y después se secan, porque nadie las plantó y entonces nadie las riega. Son plantas casuales, y así viven y mueren. Están justo enfrente de la puerta de mi departamento que sigue descascarada como la primera vez que entré. Cuando me bajé del colectivo, llovía. Eran gotones y caían lentos. El semáforo de Nazca no andaba. Había que cruzar con la suerte y el flujo de autos detenido por los otros semáforos. Me cuesta cruzar las calles y las avenidas, me animo, tardo un rato, a veces cuando me decido me pincha la cadera, recuerdo el golpe y me pienso accidentada. Entonces tardo un poco más. Tuve que mirar las llaves para reconocer cuál era la que iba en la puerta de calle y cuál en la de mi casa. Hay otras dos que siguen en el llavero pero ya no sirven.

Nazca no se parecía a una casa abandonada. Regué las plantas marchitas y encendí las luces. Había, sí, mucha humedad sin olor a encierro. Olor a canela había. Abrí apenas el techo para que no mojara el patio. Me saqué los zapatos e hice pis. El marrón del agua del inodoro fue, apenas, el único signo de casa deshabitada. El agua oxidada contra la loza blanca. El resto estaba limpio y la cama sin sábanas. En el patio todavía estaba el tender con un toallón y una bombacha colgada de la última vez que dormí ahí. Como si hubiera salido esa mañana.
Nazca me da nostalgia y al mismo tiempo me obliga. El imperativo en su nombre me lleva a buscar la aparición de otras cosas, nuevas, sin importar si mejores o peores. Nacimientos. Sé que en breve me voy a ir de ahí, que la voy a extrañar, que es una casa llena de voces, y de secretos y de miedos; pero también es una casa que llora, que tiene la oscuridad del desencanto y del dolor. Es un lugar que me expulsa y me obliga a desplazarme. A buscar formas nuevas, no cosas. Non novum sed nove era también la inscripción de un juego de vasos que me regaló mi mamá apenas me mudé y del que sobrevivió solo uno.

Desde el accidente la añoranza me atraviesa. Quiero revisitar el pasado y hablarle.

Gracias gracias gracias

Llego a Nazca y el techo suena. En Nazca la lluvia hace ruido y entonces acompaña. Me duelen los pies y entiendo que en un rato me tengo que ir. El colchón desnudo sobre la cama, una cama en la que ya nadie duerme ni sueña. Pienso en que falta poco, cada vez menos. La salud y la normalidad están en proceso. Se recuperan. El amor. Hay una cama a la que falta amor. Apago la luz de la habitación y vuelvo al living.
Yo me desarmé,
ahora desarmo una casa
para armar otra
Los médicos me rearmaron
la columna
Dos varas
Ocho clavos
Veinte puntos.
Quince centímetros
verticales
de cicatriz.