domingo, 27 de mayo de 2012

Famiglia Unita

Hace dos semanas que papá no vuelve de Arrecifes y ese viernes a la tarde nos manda a buscar. Viene Carlos, un empleado de mi tío que nunca tuvo un trabajo específico; Carlos maneja una F100 cabina simple y tiene los cachetes siempre gordos, picados y colorados. Mamá pone un almohadón entre las dos butacas para que mi hermano se siente y viaje relativamente cómodo. Estamos apretados y en esa camioneta el aire está viciado, el olor es una mezcla a combustible, Carlos y el pinito que cuelga del espejo retrovisor. Todavía no subimos la General Paz cuando empiezo a preguntar si falta mucho para llegar, estoy incómoda apretujada entre mamá y la puerta y el olor me hace doler la panza. No entiendo por qué tenemos nosotros que ir a ver a papá y no vuelve él de una buena vez. Mamá también dice que vamos a ver a los abuelos y yo ya lo sé. La rutina va a ser llegar, bajar los bolsos y que el abuelo nos abra la puerta; la abuela va a estar ida sentada en una banqueta de la cocina mirando la nada, mientras todos miramos cómo el Alzheimer avanza sobre su cuerpo, su memoria, sobre todos nosotros; ver el esfuerzo de mamá por explicarle que yo soy su nieta y no su hija, mi hermano que desaparece y se va al altillo para hurgar en la colección vieja de Tonys que tiene el abuelo y a mí que me mandan al patio, a que juegue; pero en el patio hay moscas porque en todo Arrecifes hay montones de moscas en todas partes, y el abuelo puso una de esas cortinas que tiene lonjas de plástico de colores para que no entren, pero las moscas entran igual y cagan arriba de todas partes; incluso arriba nuestro. Y no hay diversión ni ventanas en la casa de los abuelos; y el abuelo es viejo y yo casi no le entiendo cuando me habla ni de qué me habla. Me impresiona la presencia de la muerte en esa casa, los vasos durax son marrones y eso ya da la idea de que algo se está muriendo; o el jugo mocoretá, que se solidifica en el fondo de la botella que pegotea los dedos y los empalaga. Y el abuelo hace tostadas en la parrilla del patio, y las tostadas se le queman un poco y entonces el cuchillo y raspar y escuchar el crach crach crach y las miguitas negras que se desparraman por el patio y después la mano del abuelo, que tiene las uñas largas y también negras pero el pelo muy muy blanco y los ojos azules, que me alcanza una tostada; y yo querría decirle que no, que no quiero, que me da asco; pero le acepto la tostada y me siento en el cantero y mientras como el pan solo y tostado miro lo que en otro tiempo fue un gallinero pero que ahora es una estructura oxidada en el fondo del patio y que ni siquiera sirve para treparse y espiar al vecino por la medianera decorada con pedazos de botellas de vidrio.


Papá está a cargo de la obra en la casa de mi tío de Arrecifes y vuelve para lo de los abuelos al atardecer. Mamá y la abuela sacaron las sillas a la puerta y están ahí sentadas, esperan, ven pasar, hablan con los vecinos, hablan de los vecinos. La abuela mira todo como si estuviera pasando diez o veinte años antes. Yo a veces pienso que la abuela nos miente a todos, que se hace la que está loca, la que no se acuerda de nada para ir a la fiambrería y comprar doscientos de jamón crudo y doscientos de queso e irse sin pagar, diciendo que después irán mamá o el tío. Trato de no acercarme mucho, la idea de enfermedad me descompone tanto como la de muerte. Cuando veo que papá se acerca caminando corro los veinte metros hasta la esquina, papá me alza y me lastima con el destornillador que tiene en el bolsillo de la camisa. Cuando me quiere dar un beso ya estoy llorando y le pido que me baje. Los besos de papá son babosos y además tiene olor a chivo. Tengo un raspón desde mi pecho hasta la panza. Está colorado pero no sangra. Mamá me dice que no exagere. Papá sigue saludando y dice que preparen el mate. Yo me sigo mirando la lastimadura pero cada vez lloro menos. Si cuando sea grande no me crecen las tetas la culpa va a ser de papá y su destornillador y su torpeza.

Papá dice que trabajar con gente a cargo es agotador; que hoy faltaron la mitad de los obreros y que así no se puede avanzar, que no sabe hasta cuándo tendrá que quedarse. Mamá le dice que se vaya a bañar, que ya le dejó la ropa preparada sobre la cama. A papá no le gusta mucho bañarse y seguro aprovechó estos días lejos de mamá para hacerlo lo menos posible. Demora lo más que puede el momento del baño. Da vueltas, habla con el abuelo, se sienta y toma un mate; no le pregunta nada a mamá de nosotros ni de la semana ni de la casa ni de las cosas. Papá no registra mucho o se olvida o da vueltas pero sin hablar. Quiere sentarse a leer un libro, estar tranquilo, tiene las manos llenas de callos, quiere que la cena esté lista y que yo suelte la Barbie Hawai que me regaló la tía; dice algo acerca de los cerebros chatos o de los cerebros como platos. Que lo mire a mi hermano, que está leyendo y haga lo mismo. Papá no se da cuenta de que todavía yo no sé leer. Cuando reacciona me dice “o a pintar”. Yo creo que no le molesta tanto la Barbie sino que yo haga de ventrílocua de la Barbie e interrumpa su lectura entre grititos y risas agudas de felicidad que imagino dignas de una muñeca rubia, tetona, sonriente y articulada. Papá me dice que le alcance mi cuadernito Gloria que me va a poner unas cuentas de sumar y restar para que resuelva y que tengo prohibido contar con los dedos. Usá la cabeza, dice.