lunes, 29 de julio de 2013

29/07/2012 [Todo va a salir bien]



Me operaron un domingo a las ocho de la mañana. La tarde anterior, después de la merienda, el anestesiólogo entró en mi habitación y me hizo preguntas que, según dijo, eran de rutina. Mientras, una chica controlaba el electrocardiograma: un papel térmico alargado con líneas superpuestas, como un gráfico de Excel de mi corazón que una máquina escupía. Todo, dijeron, era parte del protocolo prequirúrgico. El Dr. Fernández Vigil tenía una hoja en la mano y hacía cruces y anotaciones con una birome azul y común. Me preguntó si tomaba medicación y si fumaba, anotó dos cigarrillos por día en el casillero de los hábitos tóxicos. Me acarició el cachete y me explicó que vendría a la mañana siguiente, un rato antes de que me llevaran al quirófano, para darme la primera dosis de anestesia; también me aclaró que él estaría presente durante todo el procedimiento. Lo vi dibujar un círculo en el casillero donde debía indicar si el procedimiento era urgente. Hizo otro en el número uno del casillero que indicaba el grado de riesgo. Fernández Vigil parecía más un sojero rico que un médico: campera cardón de carpincho, cuerpo grande y morrudo, pelo y barba muy blancos, igual que su piel y sus ojos claros. Había, en su voz gruesa, ritmo y claridad. Me pidió que descansara y repitió el mantra de todo el equipo médico: todo va a salir bien. La médica que más tarde firmó el electrocardiograma indicó riesgo cardíaco normal, sugiero monitoreo constante y de rutina durante la intervención.
Bernardo, el especialista en medicina interna, dejó el resto de las indicaciones y precauciones que habría que tomar antes de la cirugía: no podía ingerir ningún tipo de sólido –el viernes por la noche me habían practicado un enema para eliminar restos de materia fecal en mi cuerpo para así entrar limpia y vacía al quirófano- y debía dejar de tomar agua por lo menos ocho horas antes. También dejó una pastilla de Trapax que, recomendó, debía tomar cerca de la medianoche para descansar y combatir la ansiedad. Me dijo que a las cinco de la mañana vendrían a bañarme con Pervinox y prepararme para el quirófano.
El sábado a la tarde apareció el miedo. Empecé a sentir que prefería quedarme en esa cama por el tiempo que fuera, incluso si eso significaba estarlo para siempre que someterme a una cirugía que tenía demasiados riesgos y ninguna certeza.
El jueves anterior, cuando todavía estaba en el box de guardia del IADT, horas antes de que me llevaran a la habitación 304 donde me quedaría, finalmente, durante un mes, había firmado el consentimiento y la autorización para que me operaran. El papel, con membrete del sanatorio, era un formulario predeterminado, donde estaba impreso mi número de socia de OSDE, mi nombre, edad y estado civil. El resto lo completó Santiago Erice, mi neurocirujano, que con letra casi ininteligible explicó que realizarían una artrodesis de columna dorsal entre D10 y L2, por fractura con aplastamiento y desplazamiento de la vértebra D12. Los médicos, salvo él que encabezaba el grupo y firmaba, estaban bajo el nombre de “Plantel Osde”.
“Faculto a los profesionales nombrados a efectuar cualquier otro procedimiento diagnóstico y/o terapéutico que a su juicio estimen conveniente, incluyendo la administración de anestesia, transfusión de sangre y/o sus componentes. Dejo constancia que se me ha explicado la dolencia que padezco y el tratamiento a que seré sometido. He tomado conocimiento pormenorizado de cada uno de los eventuales riesgos directos e indirectos que pudiesen sobrevenir con motivos del tratamiento y/o cirugía mencionados. Se me ha informado que no es posible garantizar la curación o el resultado del tratamiento y/o intervención a que seré sometido, asumiendo y asintiendo, para el caso que se produzcan las consecuencias emergentes de las mismas, sean ella inmediatas o mediatas. Autorizo a los médicos internos de la Institución y al Médico de cabecera a que me asistan en los casos de emergencias que impongan un acto médico, consintiendo también y eventualmente la consulta y/o intervención de facultativos de otras especialidad, que devenga necesario convocar” 
Estábamos solos Juan, mi novio, y yo. Me leyó el papel, puso la birome en mi mano y me ayudó a que firmarlo en el aire; después firmó él y finalmente firmó el neurocirujano. Firmábamos un cheque en blanco. Mi condición era grave y la operación, riesgosa. Ellos se limitarían a hacer su trabajo.
El sábado a la noche no tomé el Trapax. No dormí en toda la noche, lloré mucho, me sumergí en el pánico y le pedí a mi mamá, acostada al lado de mi cama, que por favor frenara todo, que me aterraba lo que pudiera pasar. ¿Y si quedaba paralítica? ¿Y si no soportaba la cirugía y me moría en el quirófano? ¿Y si esa era la última vez que ella y yo íbamos a estar solas, de la mano, hablando? Repetí sin parar que no quería no quería no quería que me operaran.
—Ma, mami, mamá, ma, mamá no. No quiero que me operen. Tengo mucho miedo. Por favor.
Mamá trató de calmarme, decía que por favor no dijera ese tipo de cosas, que no pensara, que cuando quisiera acordar ya iba a estar bien y operada. Mamá me pedía, por favor, entre lágrimas ella también, que me tranquilazara, que durmiera, que no pensara en cosas feas. El velador de la habitación había quedado encendido y con la cabeza girada sobre la derecha le vi la cara contraída, su mirada ida, la necesidad de descansar y la prohibición a demostrarme que también ella se estaba haciendo todas esas preguntas. Deberías haber tomado el Trapax, dijo, e hizo de cuenta que se volvía a dormir.
La noche del sábado comprendí la dimensión de lo que estaba pasándome y de lo que me estaba por pasar. Los días, hasta entonces, habían pasado uno tras otro acostada en una cama, siendo alimentada, con dolores, conversaciones, visitas, estudios. Estaba lúcida, ubicada en tiempo y espacio tal como indicó el Dr. Fernández Vigil al día siguiente en el papel de la evaluación preanestésica, pero mi lucidez no alcanzaba para comprender que mis veintiséis años y la vida que llevaba hasta el lunes en que un auto y yo coincidimos en una esquina eran un equilibrista sobre una soga al que se le podía volar el paraguas en cualquier momento.
A las cuatro de la mañana, mamá se había dormido. Cada tanto la enfermera entraba y controlaba el goteo del calmante, me preguntaba si todo estaba bien y vaciaba la bolsa donde se depositaba el pis que chupaba la sonda vesical que me habían puesto el primer día de internación. No podía dormir y Kathya –petisa, gordita de cara redonda, ojos achinados y pelo negro- se quedaba un rato parada al lado mío, miraba y tocaba los muñecos que me habían regalado y se amontonaban en el mueble enfrente de la cama y me contaba que ella también tenía una colección de peluches. Antes de salir la última vez me dijo que volvería con otra de las enfermeras para bañarme. Le pedí que me alcanzara mi teléfono y me hundí en las redes sociales para distraerme. Miré twitter, miré Facebook, miré mails y mensajes de esos días. Todos decían que tuviera fuerza, que todo iba a salir bien.
Al rato Kathya entró con la otra enfermera pero mamá no se despertó. Trabajaron apenas iluminadas por el velador. Me desnudaron, diluyeron el Pervinox en agua tibia y empezaron a mojar sus esponjas en una palangana de acero inoxidable. Las pasaban por mi cuerpo, con suavidad por las piernas –que levantaron de a una-, mis brazos, el cuello, la panza, la cara, entre los dedos. Se preguntaron qué hacer con el esmalte de uñas de los pies y acordaron en que no era necesario sacarlo. Yo las observé y las dejé hacer. Cuando hubo que darme vuelta las dos respiraron profundo y se pusieron una en cada lateral de la cama. Kathya de la cintura para arriba, la otra, de la cintura para abajo. Sincronizaron movimientos y me dijeron que yo no hiciera fuerza en ningún sentido, que me quedara floja, que ellas harían todo por mí y me giraron sobre mi costado derecho para finalizar con la higiene. No volvieron a vestirme, solo me envolvieron con la sábana y me preguntaron si tenía frío, les respondí que sí, tenía toda la piel erizada y los pezones, más marrones por el desinfectante, parados. Agregaron una manta y me dijeron que ya estaba, que ahora descansara el rato que quedaba hasta las ocho. Cuando volví a mirar el reloj eran casi las seis, afuera todavía era de noche. Mamá nunca se despertó.
“Yo quería campari pero me bañaron con Pervinox” escribí en twitter apenas me dejaron sola en la habitación. Era domingo a la madrugada, era mi fantasía de vida normal.
Hubo un momento entre las seis y las ocho de la mañana en el que me dormí. Me despertaron dos personas de personal del sanatorio. A Kathya ya la conocía, al lado de ella había un hombre joven, de barba, arriba vestía una sotana negra. Se me aceleró el corazón, había una enfermera y un cura joven al costado de mi cama, ¿por qué había un cura? Los curas siempre llegan al final, cuando ya no queda salida. Me animé a hablar y les pregunté ¿por qué hay un cura? Porque vos parecés un cura, ¿qué hacés acá? ¿necesito un cura? Empecé a temblar. No, soy camillero, yo te voy a acompañar hasta el quirófano, se abrió el cierre negro que le llegaba hasta el cuello de lo que resultó ser un polar negro y me mostró el uniforme verde reglamentario. Hace mucho frío afuera, agregó. El frío y el miedo se parecen.
Pensaba en el falso cura cuando entró Juan en la habitación. Se había vestido formal, con camisa, sobretodo marrón y corbata. Me dio la mano, me preguntó si estaba lista y no le respondí. Después le dije que tenía miedo. Me agarró la mano con más fuerza y me besó largo, primero en la boca y después en la frente, inclinado sobre la cama pero sin apretarme. Le pregunté qué hacía vestido así un domingo y me dijo que era un día importante. Volvió a besarme y me pidió que me quedara tranquila. Entraron mi mamá, su mamá y su tío con nombre de uruguayo, a saludarme y darme ánimos, fuerza, tranquilidad. Después entro el Dr. Fernández Vigil y les pidió que se retiraran, me aplicó los primeros cien gramos de fentanila y me dijo que nos veríamos en el quirófano.
Los vi a todos a la pasada, parados en el pasillo del tercer piso mientras mi camilla iba hacia los ascensores que me llevarían al subsuelo del IADT, donde había un quirófano reservado con mi nombre. Pasamos puertas, controles y la luz se volvió cada vez más blanca y brillosa. Pasamos por delante de gente que ya tenía barbijos y ropa esterilizada. El único ruido que se escuchaba era el de las ruedas de mi camilla y algunas sirenas cada tanto. En un momento del recorrido nos detuvimos, como si hubiésemos llegado a un puesto de control. El camillero se alejó, caminó hasta un mostrador y lo vi ponerse, encima de su uniforme, la ropa quirúrgica y esterilizada: primero envolvió sus zapatillas, después se puso una gorra para cubrir el pelo, un barbijo, guantes y por último uno de esos guardapolvos descartables y celestes que se cierran por atrás. Estábamos a pocos metros del quirófano.
Nos anunció y me empujó adentro. Entré al quirófano a las 8:15 a.m.
Adentro había movimiento, conté a más de cinco personas todas igualadas por el barbijo, salvo las mujeres a quienes identifiqué por las manos más finas, delicadas y cariñosas. Santiago Erice me saludó, el Dr. Fernández Vigil volvió a saludarme, los dos me hablaron, me dijeron que estuviera tranquila y me presentaron al resto del equipo médico que colaboraría con la cirugía. Las enfermeras también se acercaron y me preguntaron cómo estaba, les dije que un poco nerviosa y repitieron todo va a salir bien mientras me acariciaban la frente. Boca arriba, con la cara del anestesiólogo casi pegada a la mía empecé a recibir la anestesia intravenosa y sentí un leve mareo. Como si hubiera leído mi pensamiento me dijo vas a sentirte como si estuvieras un poco borrachita. Me colocó la mascarilla y me preguntó cómo me sentía, después me pidió que respirara y contara para atrás a partir de diez.
No me acuerdo en qué número me quedé dormida pero las cuatro horas que duró la operación fueron para mí cinco minutos. Me desperté con una leve palmada del Fernández Vigil en la mejilla, como el día anterior: Ceci, ya está. Tuve miedo, una vez más y quise preguntarle qué había pasado, por qué estaba despierta. Sus ojos, lo único visible de su cara, brillaron y me respondió ya está, salió todo bien, en un ratito volvés a tu habitación. No supe en qué momento me pusieron boca abajo, abrieron, operaron, cerraron y volvieron a darme vuelta.
Sentí sed, mareo y náuseas. Me di cuenta de que aunque hablara, los sonidos salían lentos, mezclados, inarticulados. Tenía la boca empastada, no podía levantar la voz ni hacerme entender. Ahora estaba a un costado, habían sacado la camilla del paso mientras ellos terminaban con el papeleo y yo esperaba al camillero que me llevaría a la habitación. No sentía el cuerpo, solo me picaban los ojos, me ardía la nariz y me costaba la boca. Pensé en el domingo, en qué hacía esa gente en un subsuelo con luces muy brillantes ocupándose de mí, en que por qué no habían esperado al lunes. Al lado mío vi a Vasquez, del equipo de neurocirugía, y le pregunté si el doctor no tenía hijos. Le dije así ¿el Doctor no tiene hijitos? Vasquez no me entendía y repetí la pregunta varias veces, yo también escuchaba mis frases incomprensibles, igual que aquella inquietud, tan incomprensible como vital en aquel momento: ¿el doctor no tiene hijitos? le repetí ¿qué hace Santiago operando un domingo? El domingo es el día de descanso, de familia, de ocio, de normalidad. Mi deseo, quizás, se había vuelto palabra en esa frase.
Vasquez sonrió debajo del barbijo y me dijo que no, que el doctor no tenía hijos.
Volví a la habitación. Todavía no había tenido la lucidez suficiente como para pensar en los que afuera aguantaban los nervios con infusiones y tostados mientras esperaban noticias desde el quirófano. Estaba desnuda debajo de muchas capas de sábanas que me envolvían. Empecé a sentir dolor. Me pasaron a la cama entre la enfermera (ese domingo mi enfermera fue Estela, el turno de Kathya ya había terminado) y el camillero agarrando cada uno de una punta de las sábanas que envolvían la camilla.
Pedí agua y me dijeron que no podía tomar nada. Vi cómo me ponían gasas con agua en los labios para calmarme la sed. Sentí cómo me calmaba la sed y aumentaba el dolor. Todavía estaba mareada. No pude ver la emoción ni el alivio de todos, estaba todavía demasiado anestesiada. Tampoco recuerdo haberlo sentido yo misma. Estaba en un limbo sin conciencia.
Tal vez, después de eso, me quedé dormida, tal vez pedí morfina, tal vez dormí hasta que el dolor me despertó, tal vez lloré agarrada a la mano de mamá, tal vez dije ya está.
El resto de ese 29 de julio se me figura breve y sin una sucesión lógica: la enfermera dándome el rescate de morfina, vaciando la bolsa del pis, yo diciéndole Estelita, me duele, Estela diciéndole a mi mamá que ya podía darme líquido, Juan llegando a la nochecita, yo, por fin, quedándome dormida, sin comprender, aún, que cuando despertara el lunes 30 de julio, estaría frente al primer día de una nueva vida.

sábado, 11 de mayo de 2013

Vida normal



Escucho al médico que se va a encargar de mi rehabilitación, me explica con una columna vertebral de plástico por qué tengo descargas eléctricas en ambas piernas.
En mi primera consulta ya no uso el corset que me sostuvo durante más de cuatro meses. Apenas dos días antes de empezar la rehabilitación, el neurocirujano me revisó en su consultorio de Recoleta y determinó que ya no lo necesitaba. Me había liberado de la estructura mecánica como quien le saca las rueditas de la bici a su hijo. La estabilidad ahora era mi responsabilidad.
Me siento en una silla y él pone la maqueta arriba de la camilla donde un rato después voy a estar acostada en ropa interior. Me señala un tubito amarillo que imita la médula. Me dice que eso es la médula y que pasa por el medio de los discos. Él no habla de vértebras sino que dice discos. Agarra la D12 de plástico que es igual a la que yo tenía antes del accidente. Agarra dos para arriba y dos para abajo. Me mira y dice “D11, D10, L1, L2”. Entiendo que está en la zona de la prótesis y él me vuelve a mirar para chequear que lo esté siguiendo. Apenas inclino la cabeza cuando me dice que toda esa zona está “pegoteada”, estamos en nuestra primera sesión y lo miro con desconfianza porque la palabra suena demasiado informal para alguien que se dedica a recuperar a lesionados medulares. Menciona que el pegote es producto de la combinación de una serie de cosas: el manoseo de la cirugía, el golpe, el cemento biológico; que en la medida en que avancemos con nuestras sesiones la electricidad va a aumentar y disminuir dependiendo cómo ese “pegote” se vaya deshaciendo. Va a haber un día en que deje de sentirlo. Él dice que está seguro de eso. Me explica también por qué quiso conocerme apenas le hablaron de mí. La que le habló de mi fue mi terapeuta; y a mí me habló de él. Me dijo esto “le hablé de vos y quiere conocerte. Llamalo. Estoy segura de que te va a hacer bien”. María siempre está segura de las cosas y siempre tiene razón. Incluso cuando la veo hacer una caricatura de mí, de las cosas que le digo o de la manera en que las digo. María se encarga de que el PTSD no interfiera en mi vida cotidiana.
Cuando lo llamé, me identifiqué como la chica del corset y él supo con quien hablaba. En nuestra primera sesión hablamos de mi discapacidad, de mis dolores, pusimos en una balanza lo físico y emocional y yo lo mezclé todo y él me dejó hablar. “Vos sos el milagro. Yo trabajo con los que no tienen esperanza, o tienen un marco muy chiquito. Tenía que conocerte”. Ya no soy la chica del corset; soy la chica del milagro. La que tuvo rotura de vértebra, médula comprometida y se salvó íntegra, sin secuelas, sin consecuencias neurológicas pero todavía en proceso de una rehabilitación integral: psicológica y física.

Estar en proceso es saber que lo que está ocurriendo no va a durar para siempre. Y cuando el proceso se termine, con él van a desaparecer las cosas buenas y malas que fueron su consecuencia. Si alguien me mira en la calle, no se entera. Yo digo vida normal porque el neurocirujano dice vida normal. Los dos sabemos que esa normalidad habla de una vida que nació el 23 de julio y que se consolidó el sábado 4 de agosto. La primera vez que, a la fuerza y con un miedo de última jugada de jenga, el neurocirujano que me operó y se hizo cargo de mí, de mis malos humores, de mi herida, de la punción posterior porque había líquido cerca de donde había sido la cirugía, que siempre venía cuando estaba dormida y cuando abría los ojos me estaba agarrando un pie para despertarme porque operaba temprano y antes de ir al quirófano pasaba a ver cómo seguía, el mismo que me había prometido que me iba a ir “para la casa” cuanto antes y que no pudo cumplir porque la fiebre tomó el mando por el resto de los 20 días de internación, el que se negó a volver a abrirme porque aseguraba a infectólogos y médicos clínicos que la fiebre no era una infección en la zona de cirugía; el mismo que escuché apostar 100 dólares con el especialista en medicina interna a que mi espalda estaba en perfectas condiciones, el sábado 4 de agosto a la mañana bien temprano después de quince días inmóvil y en posición horizontal, se sentó en el sillón que estaba al costado de mi cama, me dijo que sabía que había echado al kinesiólogo con amenazas durante las visitas de esa semana, y me dijo que ya era hora. 
Se acercó a la cama, me giró en bloque sobre mi costado derecho, dejó que mis piernas colgaran de la cama, me ayudó a sentarme, y me sugirió que era momento de pararme. Sacudí la cabeza porque estaba mareada de todas formas y le pedí que no, que por favor no lo hiciera, me achiqué porque no podía moverme ni desaparecer ni evitar de otra manera que me agarrara de la cintura y me parara con él. Me dijo que me agarrara de sus hombros, siguiera sus pies y era como si bailáramos un vals. Él me llevaba y yo lo seguía. Nuestros pies estaban pegados y yo me movía tambaleante pero concentrada, repitiendo sus movimientos. Caminaba de nuevo y por primera vez. Caminaba y me costaba. Me dolían: la cabeza, los pies, me costaba coordinar, me sorprendían mis piernas que cuando volví a la verticalidad empezaron a hincharse y eran cilindros, latas de arvejas o de duraznos. Tenía prohibidas las pantuflas por peligrosas. A partir de ese día, empecé a aceptar la presencia y la insistencia del kinesiólogo por las mañanas y las tardes en mi habitación.
El algodón de las medias se abría para que entrara el pie y entonces el kinesiólogo me ponía las zapatillas, apenas llegaba a atar los cordones y salíamos a caminar por el pasillo del tercer piso. Yo me agarraba de su brazo, y él llevaba con el otro el palito metálico con ruedas en el que había una bomba que distribuía el suero por un lado y los antibióticos y calmantes por el otro, directamente a la vía central que tenía sobre la clavícula izquierda y cuya cicatriz hoy apenas se ve y parece el arañazo de un gato o de cualquier animal con uñas; o un alambre de púas en un campo, de chiquita y cuando el sol desaparecía. Esa cicatriz tiene la firma del doctor Martín Irigoyen, que en veinte minutos abrió, colocó un cañito largo directo a la arteria que sostuvo con tres puntos. Esos tres puntos que hoy, cuando estoy en lugar medio oscuro, a veces no encuentro. Hablaba de estar proceso, del gerundio, de je suis en train de... que me acostumbra a nuevos hábitos, a nuevos síntomas, a una nueva postura, a otra sensibilidad, a aprender a estar cansada, a reconocer el cansancio, a que el cuerpo y la cabeza digan ya basta y eso ocurra, obedecer porque no hay otra opción. Yo obedezco y todos -amigos, jefes, compañeros, familiares- obedecen.

Los días de semana no trasnocho, intento comer liviano y acostarme enseguida. La posición horizontal me alivia del dolor del día. Al principio duele más pero después es como si los tejidos, la sangre, los músculos, todo mi organismo se dispusiera a envolver y acariciar mi espalda. De a poco el dolor va pasando y empieza la electricidad que baja por las dos piernas. A veces alternadamente y otras en simultáneo, el movimiento espasmódico desarma la cama y yo tiro de las sábanas para estirarlas. Vienen varios seguidos y, en algunos, el movimiento brusco me tira en la espalda.
El despertador en general suena a las 7:20 am y lo voy posponiendo primero quince minutos y después suena cada cinco hasta las 8:00 am, cuando me levanto y desayuno yogurt con frutas secas y una fruta. Si hacen menos de 25°, a veces tomo un té. Sino, tomo mi medicación diaria con agua y me meto a bañar. Llego a la oficina entre las 10 y las 10:30 am. Camino 8 cuadras hasta  Congreso de Tucumán, cabecera de la línea D. Hago todos los días el mismo recorrido y depende el día elijo la vereda del sol. Antes del accidente tenía más rituales de recorridos. Ahora, siempre atravieso la plaza, porque me hace sentir que ahorro una cuadra. En estos días de verano no hay lugar en las hamacas. Hay padres y madres muy jóvenes y también abuelos. Niños con pelotas y bicicletas, mujeres leyendo al sol, esperando que el perro dé una vuelta, rasque la tierra, entonces lo llaman, con la boca amontonada y con un silbido, a veces la mano contra la pierna y el perrito gira gira gira y mueve la cola. Se aleja y mira al dueño, sin desafío. Y entonces, durante ese pedacito de mañana donde juego solo el rol de espectadora, siento que ya pasaron un montón de cosas, que hay vida y gente que puede pasear por las plazas. En un banco de la plaza siempre está el mismo chico con el mismo perro. Lee un libro, Bruguera libro amigo, Boris Vian. Tiene ojotas y cara de dormido siempre, sé que me mira y que si lo veo durante muchos días seguidos puedo enamorarme. En 9 de Julio combino con la línea C y me bajo en San Juan donde vuelvo a caminar 8 cuadras hasta el edificio donde trabajo. Caminar por San Telmo es menos encantador. Hay olor a basura, las veredas están rotas y la combinación de alemanes y fumadores de paco en la vereda no lo acercan al pintorequismo que algunos pretenden para una zona, históricamente, periférica y marginal. Una orilla que ahora se tiñe de rubios en otro idioma y morochos de debajo de la autopista, lunes de sangre en las paredes y veredas que evocan a compadritos contemporáneos durante el fin de semana. A veces pienso en que me encantaría encontrar un recorrido que me permitiera atravesar la plaza Dorrego en mi camino al trabajo; de esa manera sería distinto. Ahora, tengo que obligarme a salir a hacer un trámite o a comprar algo, una café o una caja de curitas para ir hasta ahí. Sino no tengo excusa.

En la editorial tenemos máquina de café y botiquín. En la editorial tenemos prácticamente todo. Saquitos de té y mate cocido, artículos de oficina, libros libros libros!, maquinita de snacks, charlas en los pasillos e internet libre.

Desde el 23 de julio de 2012 tengo pesadillas casi todas las noches. Siempre despierto mal, lloro durante el sueño, y lo sé porque cuando despierto tengo los párpados pegados. Entro en la ducha y el contacto del agua con los ojos me provoca ardor. Una forma de protesta. Las ganas de volver a la cama y dormir porque el sueño es reparador y porque antes del sueño siempre existe esa posibilidad de la fantasía. Volver a dormir es volver a un lugar seguro.
Me limpio los ojos con cuidado, los despego, me lavo la cara con esponja y jabón. Enjuagarme la cabeza es lo último que hago. Es lo que siempre dejo para lo último. Es una normalidad que me permito compartir entre mis dos vidas y que responde a conductas del tipo “fumar solo un cigarrillo por día y en el baño y por la noche”.
El deseo, a veces, me da culpa y entonces compenso con el deber. Hacer las cosas bien y como se debe. Cumplir protocolos y despedirme en los mails con un “quedo a su disposición”. Es loco, vuelvo a tener una vida normal, pero es normal con toda la carga del trauma. A la rutina no le importa, quiere cumplirse, te obliga y ahí estás vos. Con la rutina y el trauma, en el borde, a punto de hacer otro crack, menos visible pero igual de doloroso que el físico. Verbalizo en un taxi y por primera vez la dificultad con la que me encuentro en el regreso a la cotidianeidad.

Entonces el deber: un dpto. que hay que entregar al futuro inquilino en orden, la parada del 24 y tomar a las 17:00 horas un colectivo que me dejó en la esquina de Arregui y Nazca, a media cuadra de la casita en la que viví hasta el 19 de julio y a la cual tenía la expectativa de volver a los pocos días, cuando arreglaran los caños y me devolvieran el gas. Extraño algunas cosas de la casa, pero particularmente extraño la independencia que me daba la casa, que me daba que la casa estuviera lejos de casi todo; que no hubiera mediadores entre la casa y yo. En la casa quedaron mis abrigos y zapatos de invierno, algunas prendas viejas, todos mis libros, bebidas que sobraron de mi cumpleaños y las plantas que agonizaban cuando abrí la puerta por última vez.  Extraño la paz de Nazca, el silencio que da ese pasillo largo que incrusta el departamento justo en el medio de la manzana, ese pasillo que tiene un poema y las baldosas flojas, volantes mojados en el piso, un trapo, alguna carcaza oxidada que se olvida el del taller y dos macetas con plantas que solo crecen con lluvia y después se secan, porque nadie las plantó y entonces nadie las riega. Son plantas casuales, y así viven y mueren. Están justo enfrente de la puerta de mi departamento que sigue descascarada como la primera vez que entré. Cuando me bajé del colectivo, llovía. Eran gotones y caían lentos. El semáforo de Nazca no andaba. Había que cruzar con la suerte y el flujo de autos detenido por los otros semáforos. Me cuesta cruzar las calles y las avenidas, me animo, tardo un rato, a veces cuando me decido me pincha la cadera, recuerdo el golpe y me pienso accidentada. Entonces tardo un poco más. Tuve que mirar las llaves para reconocer cuál era la que iba en la puerta de calle y cuál en la de mi casa. Hay otras dos que siguen en el llavero pero ya no sirven.

Nazca no se parecía a una casa abandonada. Regué las plantas marchitas y encendí las luces. Había, sí, mucha humedad sin olor a encierro. Olor a canela había. Abrí apenas el techo para que no mojara el patio. Me saqué los zapatos e hice pis. El marrón del agua del inodoro fue, apenas, el único signo de casa deshabitada. El agua oxidada contra la loza blanca. El resto estaba limpio y la cama sin sábanas. En el patio todavía estaba el tender con un toallón y una bombacha colgada de la última vez que dormí ahí. Como si hubiera salido esa mañana.
Nazca me da nostalgia y al mismo tiempo me obliga. El imperativo en su nombre me lleva a buscar la aparición de otras cosas, nuevas, sin importar si mejores o peores. Nacimientos. Sé que en breve me voy a ir de ahí, que la voy a extrañar, que es una casa llena de voces, y de secretos y de miedos; pero también es una casa que llora, que tiene la oscuridad del desencanto y del dolor. Es un lugar que me expulsa y me obliga a desplazarme. A buscar formas nuevas, no cosas. Non novum sed nove era también la inscripción de un juego de vasos que me regaló mi mamá apenas me mudé y del que sobrevivió solo uno.

Desde el accidente la añoranza me atraviesa. Quiero revisitar el pasado y hablarle.

Gracias gracias gracias

Llego a Nazca y el techo suena. En Nazca la lluvia hace ruido y entonces acompaña. Me duelen los pies y entiendo que en un rato me tengo que ir. El colchón desnudo sobre la cama, una cama en la que ya nadie duerme ni sueña. Pienso en que falta poco, cada vez menos. La salud y la normalidad están en proceso. Se recuperan. El amor. Hay una cama a la que falta amor. Apago la luz de la habitación y vuelvo al living.
Yo me desarmé,
ahora desarmo una casa
para armar otra
Los médicos me rearmaron
la columna
Dos varas
Ocho clavos
Veinte puntos.
Quince centímetros
verticales
de cicatriz.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Diario de camas II

*



Pasé los primeros dos días de internación en una clínica sin resonador, congruente con el plan más bajo de una de las prepagas más antiguas y famosas que ahora tiene una publicidad con un montón de gente tirando de una soga para el mismo lado. Lo que nadie sabe es qué tiran. Lo importante es que la soga nunca se corta y que, desde unas nenas con uniforme de colegio privado, como algunos turistas en el desierto de Atacama o San Juan hasta una oficinista de vestido amarillo que se saca los tacos para tirar mejor y no resbalarse ni quebrar el taco de unos zapatos que deben costar una fortuna, tiran para el mismo lado.
Mis médicos decían que esa clínica era el submundo y todavía no sabían qué hacer: si meter cemento biológico por un agujerito en la espalda, ponerme un corset que aplicaban con calor y que sugería cuarenta días de reposo y baño seco o una operación más seria que suponía abrir la espalda, desgarrar los músculos hasta llegar al hueso, intentar, como en un rompecabezas ubicar las piezas de columna sueltas y que comprometían la médula y colocar, por último, dos tutores de titanio con clavos y un ganchito para sostener todo mejor. Después de cuatro días de Ateneo del equipo de neurocirugía del Hospital Alemán y una resonancia que ocurrió a las tres de la mañana en una clínica de Belgrano, una  madrugada de martes en la que Buenos Aires estaba tapada por una niebla que impedía al ambulanciero esquivar los pozos para evitarme el dolor de chocar contra una tabla de madera que hacía 15 horas tenía pegada a la espalda, después de la cara de preocupación y los labios apretados de tíos doctores, de clínicos recién llegados y de especialistas bien pagos con pantalones Cardon y camisas Polo, después de discutir con el servicio de médicos de la ART y decidir que mejor me quedaba con la prepaga porque así lo sugerían médicos y abogados que decidían todo por mí, después de no firmar papeles que auditores me ponían adelante, no por mí, que estaba drogada y firmaba cualquier cosa, sino por los demás, después de su porfiadez y mandarme a buscar dos veces con una ambulancia para intentar llevarme a una clínica peor, y que yo sabía que era peor porque había escuchado al médico decir que esa clínica no era una opción para mi complejidad, después de un traslado inesperado que me encontró sola en una habitación porque había mandado a Juan a comprarme un caramel machiatto al Starbucks de la otra cuadra y de pasar otros dos días enteros en un box de guardia en el instituto del diagnóstico y conocer a mi verdadero equipo médico, después de varios rescates de morfina y cambio de vías en mi brazo porque empezaba a inflamarme, después de aprender y repetir la palabra Keterolak cada vez que veía que se iba vaciando el suero con ese líquido mágico que se ponía amarillo cuando lo abrían y aparecía alguna enfermera, después de días enteros sin bañarme, sin que nadie me bañara y sintiera un olor a culo nunca antes conocido por mí, sin poder moverme, y pedir que me pasaran toallitas espadol por el culo, porque no podía más, el olor subía y los médicos subían las sábanas para hacerme pruebas de sensibilidad y fuerza, después de días en los que también me tiraba pedos adelante de todos porque siempre había alguien en la habitación y de días en los que no hacía pis por mi propia voluntad porque la sonda chupaba a su voluntad y apenas la vejiga recibía un poco de líquido, sentía el goteo en una bolsita plástica que colgaba de un gancho de la cama, después de mi primer —aunque no último— enema en la habitación —y en la cama— que configurarían mi casa durante poco más de un mes. Después de todo eso, me informaron que iban a operarme el domingo a las ocho de la mañana en uno de los quirófanos que están en el primer piso del Instituto Argentino del Diagnóstico y Tratamiento, uno de los más seguros, con mejores luces y equipos.
Antes de todo eso estuvo el accidente y el primer traslado del SAME a un hospital municipal (en realidad ahí está el submundo) donde me dijeron que estaba todo bien, no tenés nada es solo el golpe y me duele pero ahora vení y sentate en esta sillita porque no tengo camilla ni camillero ni nada para que puedas estar en posición horizontal y dejes de decir que te duele la espalda. Los golpes duelen, y había una médica china que miraba la radiografía con el mismo interés con el que uno hojea las revistas dominicales durante el desayuno del  lunes; estuvo el médico ecuatoriano que me pinchó varias veces la mano para encontrar una vena donde empezar a pasar solución fisiológica cuyo único propósito era cumplir el reglamento de que los pacientes deben ingresar en la guardia con una vía colocada para facilitar y no demorar el trabajo de enfermeros y médicos sin indicaciones que deciden en el momento; estuvieron mis primeras horas de guardia en un rincón oscuro donde lloré por la oscuridad, por la miopía, por la sonda que metían en mi vagina, pero especialmente porque tenía mucho miedo; estuvo mi mamá al borde del desmayo y mi novio asumiendo la responsabilidad de contener una situación que no estaba en sus planes, ni en los de nadie que con veinticuatro años, salud y carrera profesional se decide a encontrar una pareja con la que coincidan por lo menos esas tres características. El amor vino después y después del amor –o con él, qué se yo— vino la transformación en una relación de enfermero-enfermo, de caramelos duros a las 7 am, de helados de limón a las diez de la noche de un sábado de agosto, con lluvia y dos grados en la calle, de toallitas desinfectantes que acariciaban mi vagina, mi clítoris y que él pasaba con sensatez, dedicación y calentura de hombre joven; gesto que yo apenas podía responder con una sonrisa que era agradecimiento, tristeza, amor e incapacidad y  con el entrecejo apretado porque todo me dolía y no sentía nada.
Antes estuvo el baño en seco después de cuatro días, la tijera de la enfermera cortando la ropa, la negación a usar el mismo camisolín que pudo haber usado una futura madre, un paciente con apendicitis o un ya muerto enfermo de cáncer, la compra de un camisón en Caro Cuore como indicaba mi capricho, el grito, el miedo, el miedo, el grito, los rulos que siempre escondo, la tranquilidad de que hacía poquito me había depilado, la explicación de que todo iba a estar bien, no podían darme pruebas científicas, y por eso, en su lugar, me daban papeles que repetían que cualquier complicación que ocurriera, ellos –ELLOS— harían lo que estuviera en sus posibilidades para salvarme, pero que no podían asegurar que eso fuera lo suficiente para salvarme y que entonces, por favor firma ahí, donde está la línea punteada. Les juro, les juro a todos que no voy a demandarlos si quedo paralítica o si me muero porque me avisaron y yo les di mi consentimiento. Me dijeron con buena fe que todo iba a salir bien, y que si no, iban a hacer todo para que saliera lo mejor que estuviera a su alcance. Eso tenía que tranquilizarme. Eso y que los médicos vinieran y se presentaran y olieran bien. Eso reconfortaba. Y entonces disimulaba las lágrimas y la garganta cerrada, porque en realidad estaba cagada en las patas. Porque siempre con mamá nos manejamos bárbaro con la gotita y Farm X, porque nunca hubo una visita a la guardia, ni una operación, porque mis abuelos ya estaban un poco muertos cuando yo tuve conciencia y mi abuela más longeva se murió sin enfermedad en el cuerpo una noche de julio, cumpliendo su promesa de no llegar a los noventa.
Así, el hospital era un mundo desconocido, inexplorado y difícil de explicar. Mirta me decía que no dijera hospital porque no era un hospital, era un sanatorio, una clínica, hospitales son los públicos, a esos que va todo el mundo, en el que se queda el que no tiene una obra social ni una prepaga ni una familia de clase media que pueda pagar una habitación por un par de días. Siempre esperando que esa semana prometida por los médicos no se prolongue; en cuyo caso yo sería la excepción porque, a riesgo de arruinar todo lo que me queda por contar y entonces por escribir, mi internación duró 35 días. Cada uno de los días que estuve internada le costó a la prepaga alrededor de 3000 pesos, lo cual incluía la medicación que me pasaban y que siempre era nueva y distinta y más fuerte porque había que probar para que se fuera la fiebre sin abrirme de nuevo, ya tuvo suficiente. No incluyó las dos veces que entré en el quirófano. Las propinas violetamente tentadoras las pagaban mamá o Juan dependiendo quién estuviera en la habitación. Las enfermeras fueron hermosas conmigo. Me lavaban el pelo, tomaban la temperatura del agua, me acariciaban la cabeza y me daban calmantes. Conocía sus rutinas y cambios de turno, les contaba los highlights del día, fiebre, de cuánto, sí fui de cuerpo, varias veces, este antibiótico me re descompone de la panza, ¿pis? Estás tomando líquido, sí muchísimo, dame el dedito, pulso cardiaco todo perfecto, un pinchacito y evitamos el ACV, arde arde arde, te lo pongo en la panza para que no se te vea el moretón, no te preocupes que de acá no me voy, ponela en el brazo y comé un poquito, no llores, no llore mi niñita me decía Roxana, una de mis últimas enfermeras, que conjugaba mal los verbos irregulares.
Pero eso fue mucho después. Al principio, como decía, no entendía qué hace la gente en los hospitales cuando está internada. Sabía que no podía moverme de la cama, que solo podían girarme los enfermeros y en bloque y que tenía que permanecer en esa posición hasta que los médicos decidieran qué hacerme. La primera idea fue entonces que ese lugar pudiera convertirse en una suerte de spa. Le dije a Juan que me quería pintar las uñas; que me sentía fea y entonces él compró esmaltes OPI, cuatro, no uno, rojo, fucsia, brillito plateado brillito con brillitos, de esmalte importado y caro; de esmalte que yo no compraría porque después de una temporada se secan o se apelmazan y hay que tirarlos; pero él fue a Palermo y me los trajo en una bolsita con una lima y un quitaesmaltes. Y me dio un beso en la frente y lo escuché taconear y supe que tenía zapatos que combinaban con el cinto. Ese día también vino con flores, para tranquilizarme, vino con olor a cigarrillo, besos mezclados con menthoplus de durazno y me dio de comer en la boca, pedacitos del primer menú que no recuerdo qué era, pero él estaba ahí, cortando la comida y pinchándola porque yo estaba acostada boca arriba, ciento ochenta grados, un pajarito, un gorrión sin alas y de repente me acuerdo de Tomás Eloy Martínez y de Santa Evita, en una cita que ya usé una vez para escribir “un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándose reina, quién lo hubiera creído.” Y acá tampoco nadie lo hubiera creído, porque un accidente es inesperado, los accidentes siempre le ocurren a los demás, son el relato de familiares o amigos o movileros de traje y transpiración en la frente.
Ese primer día empezaron a llegar amigos con chocolates, palabras de aliento o de incertidumbre, caras opacas porque era julio y hacía mucho frío, atardecía, el horario de visitas había terminado igual que la jornada laboral y se quedaban alrededor de la cama, los brazos en jarro, asintiendo a lo que dijera el enfermero o Juan o mamá. Se quedaban hasta donde podían y se daban vuelta cuando los ojos se les llenaban de lágrimas. A la izquierda había un silloncito y un balcón; a la derecha un sillón que se convertía en cama y el baño. Juan se sentaba en ese silloncito y me leía. Me leía capítulos de libros todavía inéditos que estaban en mi bolso y después apoyaba la cabeza en un borde de la cama, justo al lado de la almohada y se dormía por un rato; hasta que yo le pedía agua o un pedazo de chocolate y entonces él se paraba, llenaba el vaso con agua y hielo y me acercaba el sorbete que era en realidad una sonda cortada porque el plástico de las pajitas es duro y se corta cuando lo doblás. Mastiqué el chocolate y él masticó conmigo. Qué rico, ¿no? y su sonrisa tenía tanto miedo que sentí los poros de mi cabeza electrizarse y quise llorar. No tuve tiempo. En los hospitales nadie toca la puerta.
—Vos no podés comer chocolate— dijo la enfermera.
Se paró al lado de la cama, miró el suero, movió la rosquita del goteo, lo miró a Juan una última vez y salió sin cerrar la puerta. 


*la imagen la encontré acá

jueves, 6 de diciembre de 2012

WIP: Diario de camas.



Estoy gorda. Me miro en el espejo y me digo que estoy gorda. Ahora estoy gorda. En la internación estuve hinchada. La panza, la papada, las piernas, los pies. Tenía tobillos de abuela, y una panza rara, biafrana como las fotos de la National Geographic, todavía la tengo para afuera, es la presión del corset. Después estuve flaca flaquísima. Ahora engordé de nuevo. Como antes del accidente. En la clínica me puse contenta con la pérdida de peso y eso no tuvo nada que ver con ver el vaso medio lleno. Nada tuvo nunca que ver con un vaso medio lleno o medio vacío. El accidente, la operación y la internación fueron cosas que pasaron. En realidad fue una sola cosa que pasó porque la conexión entre una y otra y otra la une, la pegotea, y las cosas del accidente con las cosas de la operación con las otras cosas que sobrevinieron con los días y días de internación se superponen y hoy, hay días en los que me cuesta distinguir cuál fue por qué.
Hay una anécdota que circula en mi familia sobre un matrimonio amigo que acabó por separarse cuando se descubrió que el marido tenía un vínculo extramatrimonial que no era exactamente una familia paralela pero se le parecía bastante. La historia cuenta que cuando la mujer fue a la dietética del barrio pocos meses después del suceso, la encargada que, como la historia transcurre en una pequeña ciudad del interior, conocía la historia incluso antes que los protagonistas, porque en esas ciudades todo se sabe y todos se conocen entonces la encargada es la hija de que está casada con y vive en, le dijo que la veía mucho más flaca. La mujer, silenciosa y reservada, apenas sonrió al comentario y dijo “¿si? Puede ser”; entonces la encargada  le entrega las nueces o la fruta abrillantada o el té de tilo, la mujer paga, y cuando la encargada de la dietética le da el vuelto, levanta los ojos de la caja y con una sonrisa entre burlona y cómplice le dice “¿Viste?, no hay mal que por bien no venga”.
Un poco lo que quiero decir es que la desgracia nos obliga a ponerlo todo en perspectiva. No podemos tolerar la idea de tragedia o de desgracia sin más, siempre hay gente que está peor y siempre hay algo positivo —material o metafísico – real o frívolo— para sacar de las experiencias. Por ejemplo, yo sigo escribiendo. Algo que no estoy segura de que me interese, me da fiaca, me frustra, hay días en los que no quiero hacerlo más, no tengo ganas, no quiero hacer el esfuerzo, no me interesa; prefiero leer, prefiero ser flaca, prefiero trabajar, prefiero escuchar música, prefiero hacer dieta y sentir que me desmayo en el subte porque me baja la presión o prefiero que mi novio me ame. Pero tengo que hacerlo, escribir para ordenar los recuerdos, armar un registro escrito de los fragmentos que en este momento creo que valen la pena y que leído en  10 años (y ni que hablar en 20 o en 50) no va a tener más sentido que, quizás, la amargura. Gran parte de lo que me recuerde, entonces, la escritura se habrá perdido por muertes, rupturas, ciclos.

Lo más importante no es recuerdo, está en mi cuerpo.

Mi papá no vino a visitarme ninguno de los treinta y cinco días que estuve internada. Una sola vez hablamos por teléfono cerca de diez minutos. Él había recibido un libro que yo había pedido por internet y lo llamé para decirle que ese libro era urgente, que lo necesitaba, que quería leerlo, devorármelo porque era uno de los finalistas del Pulitzer, premio que quedó vacante en la categoría de ficción este año. ¿Ah, no lo sabías? Y entonces aproveché otros cinco minutos para explicarle la problemática. Era mentira. Mientras estuve internada solo me interesó leer revistas de chismes con rubios y famosos, moda y tendencia para la temporada porque había perdido seis kilos y este verano iba a ser una bomba y, cuando tenía un poco más de ánimo, hojeaba revistas de Asterix que me había traído una amiga. Los galos irreductibles que solo temen una cosa: que el cielo se desplome sobre sus cabezas. Papá dijo que seguro me traería el libro ese día. Tenía que trabajar cerca del sanatorio. Pero no lo trajo. Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada. Ana Karenina,  600 páginas, 135 años desde su publicación, siempre vigente. La familia, el amor, el engaño, la infelicidad, la muerte o el suicidio son temas atemporales, inagotables.
La familia es una revolución, es girar infinitas veces sobre un mismo eje.
La familia es un bigbang, es un estallido desde la singularidad que da origen a múltiples universos que se expanden infinitamente para después empezar una progresiva, lenta y dolorosa contracción hasta el colapso.
Por Tutatis

Durante mucho tiempo sostuve que escribir curaba, que era posible sanar relaciones, traumas, dolores, sueños y fantasías con la escritura. Potenciar obsesiones hasta el aburrimiento, escribir siempre de lo mismo hasta que me dé igual y pierda el interés. Entonces me siento frente a la computadora, pruebo otra cosa, busco otro tema, busco inventar, busco las palabras mágicas para convertirme en Roald Dahl. Abro —de manera inevitable— mi casilla de mails y busco un ejercicio, lo conecto, también de manera inevitable, con alguna experiencia. Entonces si la consigna consiste en usar la frase “casa roja”  voy hasta el pueblo de mis abuelos, el techo, un cielo en verano a las siete de la tarde, la casa imaginaria del carnicero de las pesadillas. Pero escribir sirve para acumular: horas en la silla, frustraciones, dolores posturales, trucos, técnicas.
Escribir sobre la escritura se convierte en una experiencia vital y como todo lo vital es insatisfactorio. El presente.

Pero vos deberías estar agradecida de vivir

Escribir cura.
Los niños sin bautizar quedan en el limbo.
Mi mamá durmió conmigo, mi novio duerme conmigo, las enfermeras durmieron conmigo.
Y estoy gorda. Me veo gorda. FFFFFFFFFFFFFF
FFFFFFFFFFFFFFFFF
Fofa.
Me fijo como me siento, si aprieto la pierna contra la silla se hace el pozo. El poro abierto, el pelo encarnado.
La celulitis.
Y entonces suena el teléfono.
¿Nos vemos esta semana? Sí, por qué no. Te paso a buscar en 15. Dame 25 que estoy sin bañarme
No sé cuál es la onomatopeya para el sonido de una bocina.
Suena una bocina en la calle
Suena el tiru tiru del Blackberry
Los jóvenes nunca tocan el timbre y
Te avisan que están en la puerta sin bajarse del auto.

—¿Sabés qué significa Adidas?
—No.
—All Day I Dream About Sports.
—Mentira.
—¿Por qué?
—Porque nadie puede soñar todo el día con deportes.
—Es cierto, eso era una publicidad.
—Ah.
—¿Sabés qué sigfinica A.Y. not dead?
—Alfredo Yabrán not dead.
—¿Cómo sabías?
—Porque uso ropa carísima y alternativa antes que vos.

En las primeras conversaciones hay algo de “mirá toda la cultura pop que tengo encima”, “cuando terminé el colegio me fui 6 meses a EE UU en work & travel”, “hagamos lo que vos quieras, yo tengo ganas de cualquier cosa”.
El tiempo es un síntoma.
En la cronología nos volvemos más valorables “¿para la navidad pasada estábamos juntos?”, “sí, sí, pará, en las fotos del cumple de Luchi aparecés”,   y entonces surgen nuevas conversaciones porque nos creemos menos prescindibles.

El accidente, barajar y volver a dar.
Aun así
Un coup de dés jamais n'abolira le hasard.
Y hablábamos de cualquier cosa, él me hablaba para distraerme, me preguntaba cómo eran mis días sabiendo que mis días eran todos iguales.
A las cinco me cambiaban el antibiótico.
A las seis era el cambio de enfermeras
A las ocho traían el desayuno.
Al tercer día pedí que dejaran de traer café, el olor llenaba el cuarto, yo no podía tomar café, no quería abrir los ojos tan temprano y las tostadas se engomaban de vapor y el café frío no lo tomaba nadie.
Hubo un tercer día.
Hubo una variación el tercer día.
A las nueve la enfermera de la mañana pasaba por el cuarto.
A las 10 me bañaban y entre dos también cambiaban las sábanas.
Cuando se iban mamá me ponía crema y me daba el perfume. Apretar el pulverizador era mi gesto de independencia.
Mel Gilbson con un corazón en la mano.
Entre las 11 y las 13 venían los médicos  por primera vez
A las 12 traían el almuerzo.
A las 13 mamá bajaba a fumar
13.30 se quedaba dormida y yo, en general, empezaba a levantar temperatura.
J llegaba entre las 11 y treinta y las 13. Después tenía que trabajar

Yo sabía que pasaría de nuevo por la noche.
Los hombres como él no abandonan.
Él no abandonó.

Hubo pequeñas variaciones en nuestro ánimo en los treinta y cinco días.

Pero el relato del amor se arma con la tristeza y el fin para literaturizarlo sin culpa. Porque ya se terminó, porque no hay que dar explicaciones ni  decir te amo.

Digo te amo con la cara, con las manos, con emoticones, con times new roman 12, en gtalk, en bbm, en twitter.

—Vos te amás a vos misma y a nadie más.
Decir te amo con culpa.
Decir No quiero coger.
Tengo un sexo
Tengo un cuerpo
 TODO SECO
Hacelo por él, hacelo por vos, 
Hacelo por mí, por todos. 
RECUPERATE PRONTO.
Decir SÍ quiero coger.

Vamos a un telo que debe haber sido todo lujo y estilo en los 90s, pero que ahora está gastado, demodé, el piso tiene alfombras y qué idea pésima teniendo en cuenta la cantidad de personas y fluidos que pasan por ahí.
Todo es MULLIDO.
Como si supieran.
Me rechinan los dientes.
Hay sillones y tapizados con estampas opacas, cartelitos de placer, romántica latina sonando en dos parlantes; una televisor noblex 21’’ sobre una mesita con reborde en dorado, la pintura algo salida, las cortinas son pesadas. Enfrente hay una clínica neurológica. El papel higiénico es ordinario.
Siempre distingo la calidad del papel higiénico por el color.
 Puede consultar nuestra gran variedad de juguetes sexuales en la recepción dice un folleto sobre la mesita de luz.  DESINFECTADO. Las tiritas de papel en el inodoro no son confiables.

Necesito ayuda para sentarme y pararme. Salí del sanatorio hace menos de una semana. En el techo hay un espejo. Todavía estoy flaquísima. Pienso en que mi cuerpo se parece al de Patti Smith. Me miro en el espejo y me pongo de costado. Nunca dejo de mirarme.
Horses horses horses.
No es la primera vez que estoy en un telo
Sin embargo, es la primera vez que estoy en un telo.
Si prende la luz, lo veo lavarse las manos porque el acrílico negro que da al jacuzzi que no vamos a usar es traslúcido. El olor a goma me descompone.
Mis enfermeras no usaban guantes, casi nunca.
Los guantes eran azules.
En mi operación los médicos usaron, de acuerdo al inventario del quirófano que figura en mi historia clínica, seis pares de guantes cada uno.
En algún momento dijeron “ya” y en lugar de rotar como en el voley o en el juego de la silla, se sacaron los guantes que sonaron secos, como una sopapa, que es como suenan los guantes cuando uno tiene práctica y se los saca en un solo movimiento, se pusieron un par nuevo y siguieron operando.

—¿A cuántos telos fuiste en tu vida?
—No sé, a dos o tres.
—¿Dos o tres?
—No sé, dos.
—¿A este habías venido antes?
—No, nunca.
—¿Segura?
—Sí, ¿por qué te voy a mentir?
—No lo sé. Mentís seguido.
  
Había mucha sangre. Yo no la vi, pero es obvio.





miércoles, 24 de octubre de 2012

Corset




Miramos un montón de cuadraditos que se mueven en la pantalla. Puede que esté experimentando una conexión lenta. La voz se corta por momentos y le señalo con el dedo a mamá que esa bola roja que se mueve dando grititos es su nieta, mi sobrina. Mi hermano tiene ahora una boca cuadrada y me pregunta por el accidente. Le decimos a la nena Feliz cumpleaños y Happy birthday al mismo tiempo. Desde que se separó de su mujer hablamos una vez por semana o una vez cada dos semanas, pero hablamos más seguido. Este viernes a la noche que es un sábado a la mañana para ellos, que viven en Australia y hay sol, yo estoy despeinada y mi sobrina cumple dos años. Mi salud también es un motivo, al igual que su soledad. Yo prefiero no hablarle de la mía. Hace unas dos horas me saqué el corset, y me parezco a un chupetín de gelatina que ya no existe pero se llamaba Tembleque, tiemblo menos que hace dos meses pero todavía me cuesta asegurarme de manera vertical, no rengueo ni chuequeo pero tengo miedo, tengo el pecho colorado y el cuello de la remera marcado, dejé de usar corpiño con aro porque me hace doler la piel hasta el moretón. El corset me presiona aunque hay otros peores, que llenan todo el torso y son de plástico color natural. Mi ortopedia es moderna, actual, es liviana y de aluminio, si quiero puedo colgar mis pulgares y descansar los brazos. Si no fuera por el corset, mis días serían perfectos, mejores. Si no fuera por el corset, nadie diría que tuviste un accidente. Se te ve tan bien, esa sonrisa, tanta actitud. Qué lindo verte así.
El corset da visibilidad. Uno es visiblemente discapacitado y eso es también lo que nos recuerda a todos que hace exactamente tres meses un auto me hizo volar por el aire en la esquina de Juramento y Cuba. En el centro de un barrio en el que nunca creí que habría de pasarme nada malo, cerca de casa, que siempre es la casa de los padres. Nadie ve, ni siquiera yo los había visto, hasta después de tres meses y una nueva radiografía, los ocho clavos que sostienen dos varas de titanio de quince centímetros a cada lado de la columna y que están unidas donde falta la vértebra que estalló en incontables pedacitos cuando golpeé contra el piso después del vuelo. Eso es lo que en realidad me duele cuando hay mucha humedad o estoy mucho tiempo parada o me inclino o cuando queda el jabón en el piso de la bañera, porque últimamente las cosas se caen con mayor facilidad de las manos y termino de bañarme con shampoo, que deja mi cuerpo patinoso; y parece que no puedo terminar de sacarme la espuma hasta que me seco y todo mi cuerpo huele a pelo de publicidad.
Esta mañana, desayuné en la cafetería de enfrente del sanatorio y me volqué íntegro el café con leche sobre mi cuerpo. Las cosas se me caen con más facilidad de las manos. Tengo que ver a un neurólogo, y también a un psicólogo, tengo que ver y hacerme ver, por eso todavía tengo que usar el corset. Para que miren y se pregunten pero en el mismo acto tengan cuidado, y me abran paso o me den el asiento, porque un corset da curiosidad y porque la gente intenta ocultar sus ortopedias; pero yo no me acostumbro a la mía y entonces tengo miedo de que no me vean y me choquen con un changuito de supermercado o me aprieten para meterse en el subte.
Esta mañana, me sacaron sangre y me hicieron placas. Nos reconocimos con el tipo de limpieza del entrepiso, donde está diagnóstico por imagen. En los 35 días que estuve internada en el IADT, me hice una decena de dopplers de corazón, brazos, piernas, pelvis y espalda. Me llevaban en camilla o silla de ruedas dependiendo mi estado de ánimo. Siempre estuve despeinada y tapadas las piernas con una frazada. Los camilleros me trataban con una amabilidad similar al cariño y en las últimas semanas me decían flaca. Usaba unas pantuflas con rayitas que mi mamá me había comprado en un local sobre Santa Fé que se llama Juan y Juan. Él, que usa guantes descatables y empuja un carrito lleno de bolsas de plástico y desinfectantes, es flaquito y podría llamarse Juan, como mi tío, mi novio o el abañil de mi infancia, vaciaba los tachos de papeles húmedos con gel mientras yo esperaba a un costado del pasillo a que me buscara el médico o mi camillero para llevarme de vuelta a la habitación 304. Nunca nos hablamos y hoy tampoco, pero él seguía ahí y yo estaba de vuelta esperando que me hicieran un estudio, aunque esta vez ya no tenía fiebre, ni los veinte puntos en la espalda.
Esta mañana, cuando me volqué íntegro el café con leche, los médicos que estaban sentados en las mesas alrededor mío no se mosquearon. Apenas miraron y siguieron con lo suyo. El resto, los que se aliviaban del ayuno con tostadas o los que esperaban un resultado fatal con la cara plana y la taza llena, hicieron lo propio. Porque me vieron en el corset antes, cuando entré o cuando fui al baño.
Esta mañana, cuando me volqué íntegro el café con leche, por suerte, mi mamá estalló en una carcajada.

miércoles, 3 de octubre de 2012

I


Es muy temprano, el gato me arañó un ojo y, si tenemos suerte, ya ha pasado el fervor primaveral. Las flores vuelven a su precio normal pero inflacionado. Mirta compra flores para su casa no por la primavera sino por su cumpleaños y Juan acostumbra llevar flores cada vez que va de visita a algún lugar donde hay mujeres. No tengo que tomar el trapax antes de la medianoche.
En casa hay flores ocasionalmente y siempre las trae Juan que una vez me dejó sola en el auto, en medio de la madrugada. Se bajó sin explicarme nada y dejé de verlo. Él había leído FLORES y compró unas de color fucsia que casi no tenían olor pero que fueron las primeras que alguna vez me regalaron fuera de un cumpleaños o un egreso.
El único florero que hay en casa —y que es heredado— pierde por los costados. Nunca se me ocurrió comprar uno, y no por una cuestión de principios; de atentar contra algo cortado, naturalmente artificial y muriéndose, sino por falta de creatividad. Puse las flores en un frasco de café con un poquito de agua. Se secaron a los pocos días; pero estuvieron sobre el mueble casi dos meses.
“Gaby,
                     Hay sábanas limpias en el placard y sobre la cama dejé la ropa que necesito planchada. Por favor, limpiá la escalera del patio y tirá las flores secas del living. El resto, como siempre,
Besitos
                                 Ceci”
El valor de un ramo de flores es simbólico. Las rosas ya pasaron de moda, o son de gato, o son grasas o son falsas o le gustaban a alguna ex novia, tía divorciada o padre pirata. O al menos eso decimos hasta que nos regalan rosas y no decimos que preferimos jazmines aunque no sea temporada.
El lilium es más lindo si viene apoyado sobre una hoja con forma de pelota de rugby y sin tanto helecho que ponen para rellenar los claveles o crisantemos que son más bien flores para los muertos, de cuento de Cortázar, de poca sofisticación y dinero insuficiente en el bolsillo.
No que importe.
Una vez conocí a una señora que decía que jamás había que regalar flores compradas en la Chacarita y mucho menos comprarlas uno mismo para la casa.
Las mujeres tienen que cambiarse la bombacha cada vez que salen a la calle porque pueden tener un accidente, la abuela no se cansaba de preguntarlo con autoridad, ¿te cambiaste la bombacha? Solo una de mis bombachas tiene flores, son diminutas, celestes y verdes sobre un fondo blanco y de lycra. Sin costuras para que no marque nada.
El día que me atropelló el auto tenía una bombacha recién puesta y no me hice pis encima como imaginé que sería siempre un accidente o un robo o una situación en la que me asustara mucho. Cuando quedé mirando para arriba, no vi ninguna flor. La glicina del museo Larreta recién estaba cubriendo unos tallos marrones, enredados y húmedos. Era invierno. Yo, en cambio, tenía un vestido floreado: margaritas blancas y de corazón rojo sobre un fondo azul, noventa porciento algodón, diez porciento elastano.
En la plaza hay mucho cemento y mujeres que venden flores tejidas al crochet para usar en el pelo o en la solapa de un saco. Pequeñas esquirlas del flower power local que resisten con mucho mate para no sentir tanto frío y Silvio Rodriguez en guitarras criollas para no sentir tanto la derrota, la moda pasada y el turista que ya no compra macramé porque es su segunda visita.
El futuro sigue siendo el plástico que ofrece más variedad de texturas y colores para el verano. Made in china mata hippie y queda a apenas cuatro cuadras. Barrio chino.
Los barrios antiguos y propios, en cambio, tienen nombres menos claros, de etimología confusa e incluso incomprobable; Flores podría llamarse Varsovia avant la guerre o simplemente Varsovia y Floresta podría ser como su Cracovia, provincia independiente y autónoma aunque sus habitantes negocien entre sí y con todos los demás. Especialmente con los demás.
En la palabra Belgrano tampoco se lee ninguna flor y también había quintas arboladas y señoritas de parasol y mucha puntillas en épocas aristocráticas como las que cuentan las novelas de Galvez o de Cambaceres; ninguno de los cuales hubiera permitido la proliferación de chinos, varsovianos y cracovianos.
En la habitación del sanatorio hay un cuadro de unas flores blancas. Parecen violetas de los alpes. Abajo,en la puerta y sobre la vereda, hay uno que tiene un puestito donde vende flores para macetas y para floreros. Mi primera habitación da a la calle Tucumán. Acaban de subirme y son cerca de las cinco de la tarde. Durante el tiempo que pasé en la guardia escuché cómo una señora hacía rato que no se bañaba y se había caído al bajar de la cama; escuché a un amigo español de Tristán llegar con un ataque de asma y hablar con los enfermeros.
—Tristán es un tipazo, vos no sabés el corazón que tiene. Un corazón ahhhhh yo cada vez que vengo a Buenos Aires me quedo en su casa. Es un tipo maravilloso— y la inhalación profunda adentro de la mascarilla hace el mismo ruido que los días de viento en los respiraderos. Yo solo puedo pensar en los ojos de Tristán.
Me duele la espalda, le digo a la enfermera, me duele, me duele mucho, adentro, siento un montón de bolitas redondas, rojas, palpitantes y jugosas que titilan como lucecitas de navidad y determinan la intensidad del dolor y entonces del llanto, que es silencioso como tiene que ser todo en un hospital.
“Operando” fue un juego de mesa muy famoso cuando era chica. No tanto por lo divertido sino por lo tecnológico. El tablero tenía profundidad, tres dimensiones y usaba pilas. Arriba, un cartón pintado representaba a un hombre de rulos, en paños menores, y cercano a los cuarenta años con un montón de agujeros donde uno tenía que ubicar pequeñas piezas de plástico —que representaban órganos y huesos— para después retirarlas con una pinza también de plástico que si tocaba alguno de los bordes o dejaba caer la pieza encendía la nariz del paciente —un led rojo que se comenzaba a prender y apagar— y determinaba que uno, por torpe o por falta de pulso, había matado al paciente y por lo tanto perdido el juego.
El “Jenga” tiene la misma lógica que el “Operando” aunque con una logística más simple y vertical. Como la columna vertebral, una torre de maderitas —o huesos, como sea— que se desploma con mucho ruido —o dolor, como sea— si el participante no retira las piezas con cuidado, concentración y pulso perfecto. El “jenga” le ganó a todos los juegos de mesa; por chino y simple tuvo su momento de gloria junto a Sofovich en horario central, donde un anciano que se floreaba con las futuras vedettes de Carlos Paz, dejaba de cortar manzanas que nadie comía.
Me miro la mano y pienso en el doctor ecuatoriano de la ambulancia. Le pregunté por las frutas tropicales y me contestó que era de la sierra. Seis son los agujeritos que marcan que el tipo le pifió para ponerme una vía, que sangré un poquito por cada agujero y que mis venas “de bebé” son las causantes de que recién el séptimo y ya sobre la muñeca sea conectado primero a un suero con solución fisiológica; e inmediatamente me ingresan en la guardia, lo cambien por keterolak, 24 horas, goteo continuo, amarillo agua de témpera lavable, calmante, calmate chiquita, no pasa nada, seguro es el golpe, la tabla me duele, no te la puedo sacar, sacala por favor, el traumatólogo es feo y latino, me dice chiquita chiquita chiquita, ¿si mi amor? No pasa nada y me gira, me deja sobre una camilla negra. Me duele, quiero que me saquen la ropa, no solo los zapatos, estoy sin anteojos desde que me atropelló el auto. Veo todo mal salvo cuando el comandante de la invasión latinoamericana me pone su cara sobre la mía. Tiene un lunar con pelos y me dice mi amor. Tiene de esas bocas batracias; quiero que se coma una mosca. Me duele. Es un golpe, quiero ir a casa. Antes quiero hacer pis.
—¡Hay que hacerle una tomografía!
Es una puerta vaivén y entran con órdenes como si se tratara de un restaurant; los pacientes  también entran y salen. Son pocos los que quedan internados. Esa orden es para mí. Tienen que hacerme una tomografía ¿sí mi amor? Es para ver si hay algún daño ¿sí mi amor?
Los camilleros son todos altos, con brazos formados y un poco brillantes. Bien morochos, pelo duro, poco pelo en el pecho porque nada se escapa del escote en v del ambo verde que les dan para usar. Traen frazadas y para todo cuentan hasta tres. Sonrío a medias. Tiene los ojos achinados, pero no de chino sino de conurbano, de chinito autóctono, de Varela o Grand Bourg. ¿Tenés puesto corpiño? Su pregunta me parece poco oportuna, mi novio está a apenas unos metros, atrás de esa puerta. Sí, tengo. ¿Aros en algún lado? Sí, tengo.
Los de ambo verde son camilleros, los de guardapolvo blanco, doctores.
Tengo el cierre en la espalda, explico al técnico del tomógrafo cuando propone sacarme el corpiño. El saco tiene botones de metal, de a una manga a la vez, cuentan hasta tres. Cortalo, cortá el vestido, cortá la remera, cortá el corpiño. No, vamos así como está. No podemos moverte para abrir el cierre. ¿Estás embarazada? No. Bueno, respirá y tranquila.
No hay decoración en la sala de tomógrafos. Me dejan sola y cierran la puerta. Radiación, calaverita, triángulo amarillo, en el sanatorio te cuidan y te curan. La voz sale por los parlantes y me pide que ponga los brazos por encima de la cabeza. La máquina me mueve como en una cinta transportadora, un tobogán que desafía a la gravedad. Phillips, 2005, 9980221, sync y empieza a girar hasta que las letras se pierden. Una luz roja y quedate quieta que ya estamos y sino hay que repetir. Respire profundo y mantenga el aire. Paso por debajo de un aro en una y otra dirección, se detiene con un pitido, puede soltar el aire, pero no se mueva. Las gallegas no viven solo en los GPS.
1, 2, 3 técnico y camillero pasan una sábana por debajo de mí y vuelvo a la camilla con ruedas. Cuando estén las imágenes, las mando, y no me dice si está todo bien porque dice que no lo sabe todavía. Y vuelvo a la guardia, todavía tengo ganas de hacer pis. El camillero me deja y me guiña un ojo, todavía me quiere sacar el corpiño, estoy segura.
—¡Dos vértebras rotas y con desplazamiento. Hay que operarla cuanto antes!— empiezo a llorar cuando sé que eso habla de mí y veo de nuevo la tabla y al sapo latino que me explica que tiene que volver a colocarla. Dice colocarla y no ponerla. Me explica a los gritos mi situación y escucho por primera vez la palabra neurocirujano.— El neurocirujano, a quien ya llamamos, va a estudiar tu tomografía y tu caso. Tú tranquila, ¿sí mi amor? Todo estará bien—
Pregunto por mi mamá y por mi novio, me dice que ya están informados y que todo estará bien en lugar de decir que todo va a estar bien e inspirarme más confianza. Espero que se aleje para llorar con más fuerza, con lágrimas más gordas y dolor en el pecho. Nadie puede entrar porque están atendiendo, pero yo necesito que mi mamá me diga que todo va a estar bien en rioplatense para creerlo. En cambio, la enfermera se acerca y no me consuela como esperaba, me recuerda que quería hacer pis y que para eso me van a poner una sonda en la vejiga, porque no puedo moverme. Me sacan las medias y la bombacha, las colocan en una bolsa con mi nombre y apellido y en pocos minutos están adentro. Lloro porque nunca me pasó, ni dije que sí tantas veces seguidas, lloro porque me duele y eso me da miedo, lloro porque la sonda va a estar cerrada hasta que me hagan una ecografía y entonces me sigo haciendo pis, solo que ni siquiera puedo hacerme encima, lloro porque no puedo ser rebelde ni quiero gritar. Lloro porque la guardia es oscura y siempre le tuve miedo a la oscuridad. Lloro porque extraño mi verticalidad, un metro setenta y seis no valen nada acostados, nadie se fija. Lloro para que alguien se fije y entonces mi mamá pueda entrar aunque sea por un ratito para decirme que no va a pasar nada, aunque ella tampoco sepa qué va a pasar.
—Te van a dejar internada. Tu condición es más complicada de lo que pensamos pero no tenés que asustarte, no llores. — es una doctora rubia y joven con ojos delineados y chatitas negras con una flor en la puntera, es linda y estas deben ser sus primeras guardias. —A ver si alguien llama a la mamá de esta chica, que está muy angustiada.— y volviéndose hacia mí— ahora vas a poder ver a tu mamá un ratito pero los especialistas se van a ocupar de todo y seguro van a elegir la mejor opción. De repente hay opciones: chocolate, vainilla o dulce de leche. El neurocirujano tiene la explicación.
Nunca puedo decidirme a tiempo.
Una explicación de las opciones puede ayudarme.
Para mí los neurocirujanos siempre operaron cabezas y no columnas.
Con ellos, el país crece.
Yo no decido las opciones porque eso es trabajo del neurocirujano y porque estoy drogada.
Vas a estar en las manos de los mejores médicos.
Ed Bansky es un inglés degenerado, demodé en Europa, à la mode, top arnachist, en el culo del mundo, acá, donde los adolescentes drogadictos, jippies y localkirchneristas todavía creen en que el mundo será salvado por un vándalo que tira ramos de flores.
Capitalismo, positivismo y ciencia.
Intento seguir el razonamiento del neurocirujano, que se llama Fidel y llega después de que me hicieran una ecografía y dictaminaran que las costillas están todas y enteras.
Nunca fui Adán.
Fidel me toca la punta de los pies, me rasca las piernas con llaves, plumas y la yema de sus dedos. Tengo que cerrar los ojos y adivinar de acuerdo a lo que siento en el cuerpo, Fidel me agarra los dedos de los pies, me pregunta cuáles, tira de unos para un lado, de otros para otro y ninguno de los dos habla de la carga sexual que podría existir en ese jueguito si antes no hubiera mencionado tu médula está en peligro y tenemos que asegurarnos de que no hay daño neurológico que afecte la sensibilidad o la fuerza de tus miembros inferiores.
—¿Cosquilleo?
—No
—¿Dolor?
—En la espalda
—¿En otro lado?
—En la cola
—¿Mucho?
—Bastante
—¿Te golpeaste la cabeza?
—No, caí con la cola.
—¿Sentís frío?
—No. Tampoco veo una luz.
Fidel no se ríe con mi chiste, es una persona seria, que salva vidas o recupera paralíticos o hipopléjicos, parapléjicos y que habla ahora con Mirta de una resonancia por la madrugada, de la necesidad de tener estudios con mayor claridad porque si el desplazamiento es con fragmentación ósea hay que operar pero que hay otras opciones que no suponen quirófano y que me quede tranquila porque estás en manos del mejor equipo de neurocirugía y mi tío, que es médico, acaba de llegar y pide los estudios y lo mira a Fidel para decirle que conoce a su jefe pero en realidad lo que dice es que él es amigo del jefe del equipo de neurocirugía porque hicieron la residencia juntos hace como treinta años y Fidel remarca que cualquier decisión que tomen será en equipo y acorde a la paciente que soy yo y la complejidad que es la mía y que no tiene que ver con lo que tuvo que ver hasta ese veintitrés de julio: relaciones amorosas truncas, relaciones familiares disfuncionales, relaciones laborales complacientes y monólogos interiores en la ducha y en la cama.