Me operaron un domingo a las ocho de la mañana. La tarde anterior, después de la merienda, el anestesiólogo entró en mi habitación y me hizo preguntas que, según dijo, eran de rutina. Mientras, una chica controlaba el electrocardiograma: un papel térmico alargado con líneas superpuestas, como un gráfico de Excel de mi corazón que una máquina escupía. Todo, dijeron, era parte del protocolo prequirúrgico. El Dr. Fernández Vigil tenía una hoja en la mano y hacía cruces y anotaciones con una birome azul y común. Me preguntó si tomaba medicación y si fumaba, anotó dos cigarrillos por día en el casillero de los hábitos tóxicos. Me acarició el cachete y me explicó que vendría a la mañana siguiente, un rato antes de que me llevaran al quirófano, para darme la primera dosis de anestesia; también me aclaró que él estaría presente durante todo el procedimiento. Lo vi dibujar un círculo en el casillero donde debía indicar si el procedimiento era urgente. Hizo otro en el número uno del casillero que indicaba el grado de riesgo. Fernández Vigil parecía más un sojero rico que un médico: campera cardón de carpincho, cuerpo grande y morrudo, pelo y barba muy blancos, igual que su piel y sus ojos claros. Había, en su voz gruesa, ritmo y claridad. Me pidió que descansara y repitió el mantra de todo el equipo médico: todo va a salir bien. La médica que más tarde firmó el electrocardiograma indicó riesgo cardíaco normal, sugiero monitoreo constante y de rutina durante la intervención.
Bernardo, el especialista en medicina interna, dejó el resto de las indicaciones y precauciones que habría que tomar antes de la cirugía: no podía ingerir ningún tipo de sólido –el viernes por la noche me habían practicado un enema para eliminar restos de materia fecal en mi cuerpo para así entrar limpia y vacía al quirófano- y debía dejar de tomar agua por lo menos ocho horas antes. También dejó una pastilla de Trapax que, recomendó, debía tomar cerca de la medianoche para descansar y combatir la ansiedad. Me dijo que a las cinco de la mañana vendrían a bañarme con Pervinox y prepararme para el quirófano.
El sábado a la tarde apareció el miedo. Empecé a sentir que prefería quedarme en esa cama por el tiempo que fuera, incluso si eso significaba estarlo para siempre que someterme a una cirugía que tenía demasiados riesgos y ninguna certeza.
El jueves anterior, cuando todavía estaba en el box de guardia del IADT, horas antes de que me llevaran a la habitación 304 donde me quedaría, finalmente, durante un mes, había firmado el consentimiento y la autorización para que me operaran. El papel, con membrete del sanatorio, era un formulario predeterminado, donde estaba impreso mi número de socia de OSDE, mi nombre, edad y estado civil. El resto lo completó Santiago Erice, mi neurocirujano, que con letra casi ininteligible explicó que realizarían una artrodesis de columna dorsal entre D10 y L2, por fractura con aplastamiento y desplazamiento de la vértebra D12. Los médicos, salvo él que encabezaba el grupo y firmaba, estaban bajo el nombre de “Plantel Osde”.
“Faculto a los profesionales nombrados a efectuar cualquier otro procedimiento diagnóstico y/o terapéutico que a su juicio estimen conveniente, incluyendo la administración de anestesia, transfusión de sangre y/o sus componentes. Dejo constancia que se me ha explicado la dolencia que padezco y el tratamiento a que seré sometido. He tomado conocimiento pormenorizado de cada uno de los eventuales riesgos directos e indirectos que pudiesen sobrevenir con motivos del tratamiento y/o cirugía mencionados. Se me ha informado que no es posible garantizar la curación o el resultado del tratamiento y/o intervención a que seré sometido, asumiendo y asintiendo, para el caso que se produzcan las consecuencias emergentes de las mismas, sean ella inmediatas o mediatas. Autorizo a los médicos internos de la Institución y al Médico de cabecera a que me asistan en los casos de emergencias que impongan un acto médico, consintiendo también y eventualmente la consulta y/o intervención de facultativos de otras especialidad, que devenga necesario convocar”
Estábamos solos Juan, mi novio, y yo. Me leyó el papel, puso la birome en mi mano y me ayudó a que firmarlo en el aire; después firmó él y finalmente firmó el neurocirujano. Firmábamos un cheque en blanco. Mi condición era grave y la operación, riesgosa. Ellos se limitarían a hacer su trabajo.
El sábado a la noche no tomé el Trapax. No dormí en toda la noche, lloré mucho, me sumergí en el pánico y le pedí a mi mamá, acostada al lado de mi cama, que por favor frenara todo, que me aterraba lo que pudiera pasar. ¿Y si quedaba paralítica? ¿Y si no soportaba la cirugía y me moría en el quirófano? ¿Y si esa era la última vez que ella y yo íbamos a estar solas, de la mano, hablando? Repetí sin parar que no quería no quería no quería que me operaran.
—Ma, mami, mamá, ma, mamá no. No quiero que me operen. Tengo mucho miedo. Por favor.
Mamá trató de calmarme, decía que por favor no dijera ese tipo de cosas, que no pensara, que cuando quisiera acordar ya iba a estar bien y operada. Mamá me pedía, por favor, entre lágrimas ella también, que me tranquilazara, que durmiera, que no pensara en cosas feas. El velador de la habitación había quedado encendido y con la cabeza girada sobre la derecha le vi la cara contraída, su mirada ida, la necesidad de descansar y la prohibición a demostrarme que también ella se estaba haciendo todas esas preguntas. Deberías haber tomado el Trapax, dijo, e hizo de cuenta que se volvía a dormir.
La noche del sábado comprendí la dimensión de lo que estaba pasándome y de lo que me estaba por pasar. Los días, hasta entonces, habían pasado uno tras otro acostada en una cama, siendo alimentada, con dolores, conversaciones, visitas, estudios. Estaba lúcida, ubicada en tiempo y espacio tal como indicó el Dr. Fernández Vigil al día siguiente en el papel de la evaluación preanestésica, pero mi lucidez no alcanzaba para comprender que mis veintiséis años y la vida que llevaba hasta el lunes en que un auto y yo coincidimos en una esquina eran un equilibrista sobre una soga al que se le podía volar el paraguas en cualquier momento.
A las cuatro de la mañana, mamá se había dormido. Cada tanto la enfermera entraba y controlaba el goteo del calmante, me preguntaba si todo estaba bien y vaciaba la bolsa donde se depositaba el pis que chupaba la sonda vesical que me habían puesto el primer día de internación. No podía dormir y Kathya –petisa, gordita de cara redonda, ojos achinados y pelo negro- se quedaba un rato parada al lado mío, miraba y tocaba los muñecos que me habían regalado y se amontonaban en el mueble enfrente de la cama y me contaba que ella también tenía una colección de peluches. Antes de salir la última vez me dijo que volvería con otra de las enfermeras para bañarme. Le pedí que me alcanzara mi teléfono y me hundí en las redes sociales para distraerme. Miré twitter, miré Facebook, miré mails y mensajes de esos días. Todos decían que tuviera fuerza, que todo iba a salir bien.
Al rato Kathya entró con la otra enfermera pero mamá no se despertó. Trabajaron apenas iluminadas por el velador. Me desnudaron, diluyeron el Pervinox en agua tibia y empezaron a mojar sus esponjas en una palangana de acero inoxidable. Las pasaban por mi cuerpo, con suavidad por las piernas –que levantaron de a una-, mis brazos, el cuello, la panza, la cara, entre los dedos. Se preguntaron qué hacer con el esmalte de uñas de los pies y acordaron en que no era necesario sacarlo. Yo las observé y las dejé hacer. Cuando hubo que darme vuelta las dos respiraron profundo y se pusieron una en cada lateral de la cama. Kathya de la cintura para arriba, la otra, de la cintura para abajo. Sincronizaron movimientos y me dijeron que yo no hiciera fuerza en ningún sentido, que me quedara floja, que ellas harían todo por mí y me giraron sobre mi costado derecho para finalizar con la higiene. No volvieron a vestirme, solo me envolvieron con la sábana y me preguntaron si tenía frío, les respondí que sí, tenía toda la piel erizada y los pezones, más marrones por el desinfectante, parados. Agregaron una manta y me dijeron que ya estaba, que ahora descansara el rato que quedaba hasta las ocho. Cuando volví a mirar el reloj eran casi las seis, afuera todavía era de noche. Mamá nunca se despertó.
“Yo quería campari pero me bañaron con Pervinox” escribí en twitter apenas me dejaron sola en la habitación. Era domingo a la madrugada, era mi fantasía de vida normal.
Hubo un momento entre las seis y las ocho de la mañana en el que me dormí. Me despertaron dos personas de personal del sanatorio. A Kathya ya la conocía, al lado de ella había un hombre joven, de barba, arriba vestía una sotana negra. Se me aceleró el corazón, había una enfermera y un cura joven al costado de mi cama, ¿por qué había un cura? Los curas siempre llegan al final, cuando ya no queda salida. Me animé a hablar y les pregunté ¿por qué hay un cura? Porque vos parecés un cura, ¿qué hacés acá? ¿necesito un cura? Empecé a temblar. No, soy camillero, yo te voy a acompañar hasta el quirófano, se abrió el cierre negro que le llegaba hasta el cuello de lo que resultó ser un polar negro y me mostró el uniforme verde reglamentario. Hace mucho frío afuera, agregó. El frío y el miedo se parecen.
Pensaba en el falso cura cuando entró Juan en la habitación. Se había vestido formal, con camisa, sobretodo marrón y corbata. Me dio la mano, me preguntó si estaba lista y no le respondí. Después le dije que tenía miedo. Me agarró la mano con más fuerza y me besó largo, primero en la boca y después en la frente, inclinado sobre la cama pero sin apretarme. Le pregunté qué hacía vestido así un domingo y me dijo que era un día importante. Volvió a besarme y me pidió que me quedara tranquila. Entraron mi mamá, su mamá y su tío con nombre de uruguayo, a saludarme y darme ánimos, fuerza, tranquilidad. Después entro el Dr. Fernández Vigil y les pidió que se retiraran, me aplicó los primeros cien gramos de fentanila y me dijo que nos veríamos en el quirófano.
Los vi a todos a la pasada, parados en el pasillo del tercer piso mientras mi camilla iba hacia los ascensores que me llevarían al subsuelo del IADT, donde había un quirófano reservado con mi nombre. Pasamos puertas, controles y la luz se volvió cada vez más blanca y brillosa. Pasamos por delante de gente que ya tenía barbijos y ropa esterilizada. El único ruido que se escuchaba era el de las ruedas de mi camilla y algunas sirenas cada tanto. En un momento del recorrido nos detuvimos, como si hubiésemos llegado a un puesto de control. El camillero se alejó, caminó hasta un mostrador y lo vi ponerse, encima de su uniforme, la ropa quirúrgica y esterilizada: primero envolvió sus zapatillas, después se puso una gorra para cubrir el pelo, un barbijo, guantes y por último uno de esos guardapolvos descartables y celestes que se cierran por atrás. Estábamos a pocos metros del quirófano.
Nos anunció y me empujó adentro. Entré al quirófano a las 8:15 a.m.
Adentro había movimiento, conté a más de cinco personas todas igualadas por el barbijo, salvo las mujeres a quienes identifiqué por las manos más finas, delicadas y cariñosas. Santiago Erice me saludó, el Dr. Fernández Vigil volvió a saludarme, los dos me hablaron, me dijeron que estuviera tranquila y me presentaron al resto del equipo médico que colaboraría con la cirugía. Las enfermeras también se acercaron y me preguntaron cómo estaba, les dije que un poco nerviosa y repitieron todo va a salir bien mientras me acariciaban la frente. Boca arriba, con la cara del anestesiólogo casi pegada a la mía empecé a recibir la anestesia intravenosa y sentí un leve mareo. Como si hubiera leído mi pensamiento me dijo vas a sentirte como si estuvieras un poco borrachita. Me colocó la mascarilla y me preguntó cómo me sentía, después me pidió que respirara y contara para atrás a partir de diez.
No me acuerdo en qué número me quedé dormida pero las cuatro horas que duró la operación fueron para mí cinco minutos. Me desperté con una leve palmada del Fernández Vigil en la mejilla, como el día anterior: Ceci, ya está. Tuve miedo, una vez más y quise preguntarle qué había pasado, por qué estaba despierta. Sus ojos, lo único visible de su cara, brillaron y me respondió ya está, salió todo bien, en un ratito volvés a tu habitación. No supe en qué momento me pusieron boca abajo, abrieron, operaron, cerraron y volvieron a darme vuelta.
Sentí sed, mareo y náuseas. Me di cuenta de que aunque hablara, los sonidos salían lentos, mezclados, inarticulados. Tenía la boca empastada, no podía levantar la voz ni hacerme entender. Ahora estaba a un costado, habían sacado la camilla del paso mientras ellos terminaban con el papeleo y yo esperaba al camillero que me llevaría a la habitación. No sentía el cuerpo, solo me picaban los ojos, me ardía la nariz y me costaba la boca. Pensé en el domingo, en qué hacía esa gente en un subsuelo con luces muy brillantes ocupándose de mí, en que por qué no habían esperado al lunes. Al lado mío vi a Vasquez, del equipo de neurocirugía, y le pregunté si el doctor no tenía hijos. Le dije así ¿el Doctor no tiene hijitos? Vasquez no me entendía y repetí la pregunta varias veces, yo también escuchaba mis frases incomprensibles, igual que aquella inquietud, tan incomprensible como vital en aquel momento: ¿el doctor no tiene hijitos? le repetí ¿qué hace Santiago operando un domingo? El domingo es el día de descanso, de familia, de ocio, de normalidad. Mi deseo, quizás, se había vuelto palabra en esa frase.
Vasquez sonrió debajo del barbijo y me dijo que no, que el doctor no tenía hijos.
Volví a la habitación. Todavía no había tenido la lucidez suficiente como para pensar en los que afuera aguantaban los nervios con infusiones y tostados mientras esperaban noticias desde el quirófano. Estaba desnuda debajo de muchas capas de sábanas que me envolvían. Empecé a sentir dolor. Me pasaron a la cama entre la enfermera (ese domingo mi enfermera fue Estela, el turno de Kathya ya había terminado) y el camillero agarrando cada uno de una punta de las sábanas que envolvían la camilla.
Pedí agua y me dijeron que no podía tomar nada. Vi cómo me ponían gasas con agua en los labios para calmarme la sed. Sentí cómo me calmaba la sed y aumentaba el dolor. Todavía estaba mareada. No pude ver la emoción ni el alivio de todos, estaba todavía demasiado anestesiada. Tampoco recuerdo haberlo sentido yo misma. Estaba en un limbo sin conciencia.
Tal vez, después de eso, me quedé dormida, tal vez pedí morfina, tal vez dormí hasta que el dolor me despertó, tal vez lloré agarrada a la mano de mamá, tal vez dije ya está.
El resto de ese 29 de julio se me figura breve y sin una sucesión lógica: la enfermera dándome el rescate de morfina, vaciando la bolsa del pis, yo diciéndole Estelita, me duele, Estela diciéndole a mi mamá que ya podía darme líquido, Juan llegando a la nochecita, yo, por fin, quedándome dormida, sin comprender, aún, que cuando despertara el lunes 30 de julio, estaría frente al primer día de una nueva vida.