Me siento en la cama y le digo que la puerta de calle está sin llave. Él ya está vestido, aprovechó mi ida al baño para levantarse y hacerlo. La puerta del baño no cierra porque el marco está hinchado. El vecino tiene rajaduras en su terraza y el agua se cuela hasta mi pared. La mancha de humedad crece grande y amarilla como una miga de pan en leche y vainilla para hacer budín. El olor que despiden las paredes no es dulce ni a vainilla. Las paredes no despiden olor. Las paredes no huelen. Yo me acerco y toco esa pared con la palma de mi mano abierta. Quiero hacer una pintura rupestre, pero la pared mojada no destiñe, no me pinta la mano. Chorrea, transpira, van apareciendo gotitas y le busco los poros a la pared. Se me humedece la mano, sigo la línea del agua, llego al marco de la puerta. La madera está mojada, la puerta rebota, no entra en el marco que creció y la puerta ahora le queda chica y entonces se escucha todo lo que pasa en el otro ambiente. El baño se comunica con la habitación por una puerta y con el patio por la otra. Él se viste y yo entrecorto el pis para escuchar mejor. Suspira o aclara la garganta, en cualquier caso pronuncia lenguaje inarticulado. El silencio lo incomoda. Yo tengo el ruido del pis, de mi pis, en mi baño. Y tengo sus ruidos pero que él no percibe. Siempre voy a ser más fuerte que él. Más fría y más frívola. Más dramática y egoísta. Más musical. La playlist del living se terminó hace un rato largo pero ninguno de los dos hizo nada. Era Belle & Sebastian. La eligió, agarró mi computadora y abrió el Itunes mientras hacía una evaluación panorámica de mi living—ese que había estado a instantes de ser nuestro— y decía que lo encontraba más luminoso, ordenado, armónico. Que lo encontraba cambiado, aclaró que cambiado significaba cambiado para bien. Pasó del living a la habitación y rió sorprendido. Repite que las cosas han cambiado, que ve todo más acomodado, pensado, decorado. Menos hippie y más indie. Más tuyo. Después mencionó algo sobre la madurez y dio play a “The boy with the arab strap”. Él escucha esa música cuando está conmigo o cuando se acuerda de que estaba conmigo, siempre la escucha desde la nostalgia; me escucha desde la nostalgia. Y así nos miramos y nos besamos. Mediados.
Antes de tirar la cadena y de que todo se ahogue en el sonido del agua que sale por un lado y entra por el otro, se pone el pantalón. Se pone el jean y sus piernas son el raspón, rápido y agudo, el sonido del jean que es como sonarían las cosas cuando pasan rápido y cortito por un tubo o como deberían sonar porque así suenan las piernas cuando se meten en los pantalones de tela de jean y que preanuncian los botones, los cierres y, en algunos casos, las hebillas de los cinturones. Se viste y yo me miro en el espejo. Tengo ojeras y la boca hinchada. La barba me irrita la piel. Se sienta en la cama. Salgo del baño y apenas gira la cabeza. Se está poniendo las medias que había dejado ordenadamente una adentro de cada zapatilla junto con el celular, las monedas y las llaves. Estoy desnuda y es injusto. Él golpea el piso después de ponerse la zapatilla como para asegurarse de que está bien, firme, de que no va a salirse o de que siempre puede hacer más ruido. Cruza sus piernas y yo paso por adelante. Apenas me mira. Y no me mira como los hombres miran a las mujeres desnudas. Apenas levanta la cabeza, como si sintiera la vergüenza o el pudor que genera la desnudez cuando no es esperada. Le doy la espalda mientras busco en el placard. Me visto como para dormir o como para taparme y sentirme menos desnuda, igualarnos. Me siento en la cama. Él se para y nos miramos un rato, mediados por el silencio ahora, siempre asimétricos. Descubrimos que ninguno va a llorar o a volver a llamar y eso también nos une; o al menos nos acerca. Y no nos movemos porque necesitamos que el final sea poético o por lo menos grandilocuente. Ser solemnes con esa relación que no fue pero que nos hizo más hermosos y entonces no podemos tolerar la idea de lo vulgar; de que nuestra despedida no nos inspirará en el futuro aunque lo vergonzoso es que no nos inspire en el presente; y entonces dejamos de mirarnos y dejamos de movernos. Recordamos que a veces quedan los gestos y entonces se acerca y nos abrazamos.
—La puerta de calle está sin llave—le digo desde la cama. Me acaricio la rodilla con la pera y lo miro. Abre la puerta de mi casa y mira para la habitación. Señala la cerradura y me dice que no me olvide de poner llave antes de dormir.
Ninguno se anima a decir que ya no duele.
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