lunes, 15 de agosto de 2011

Soy tu fan [otro fragmento]

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Apagaron las luces. La sala estaba llena. Habría aproximadamente una veintena de sillas. Nos colocaron dos en la primera fila, hacia el ángulo izquierdo del escenario; “Cortesía del director ”. Entrelazamos nuestros dedos en la oscuridad. Él se acercó a mi oído “juguemos en el bosque mientras el lobo no está”. Le sonreí, solté mi mano de la suya, la pasé por detrás de la nuca y le susurré, ya caliente “¿lobo está?” pero no seguimos jugando. Ese tipo de jueguitos son más probables en la última fila de una sala de cine semi vacía un domingo cualquiera. Pero nunca habíamos ido juntos al cine.

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Los actores salieron a escena. Eran dos amigos que jugaban una competencia de poesía. Consiguieron mi atención de inmediato. Era un recurso divertido usar la poesía para contar otra cosa. Pensé en que la poesía siempre es un recurso para contar otra cosa, para ir a otro lado, para salirse, para escribir cortito, para el polvo de la mañana, para burlar identificaciones y llenar el vacío de profesión con esa palabra “poeta”, para hacer calentar a los muchachitos cool y sensibles de Palermo, para pedir licencia en el trabajo e ir a congresos, para emborracharte con alcohol barato en cuanto ciclo se arme, para ver volar sillas en Maldita Ginebra aunque sea una vez en tu vida, para aprender a burlarte de los malos poetas, para joderle la vida a tus padres, amigos y novios. La poesía, entonces, no sirve para nada. La poesía —o la escritura— es un lugar de deseo. Un espacio siempre vacío. Es una excusa bien o mal hecha. Escribir bien es un mandato más fuerte que ser madre. Escribir bien, ser bonita e ingeniosa es una exigencia estresante. Profesión: escritora.

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