Y un día se fue de la casa y no se olvidó nada. No hubo excusas para que nos viéramos de nuevo. Cada vez que marcaba su número me sentía como una pirex que se rompe y también como toda la polenta que chorrea con el queso y queda pegada en el piso del horno. La frustración, el fracaso, la falla, la rajadura. A veces quería llamarlo para decirle que se llevara la casa; que había cambiado los muebles de lugar, tirado todos los cepillos de dientes y desodorantes, intentado borrar las marcas que había hecho en mis libros, puesto palosanto en todos los ambientes y que la casa lo seguía representando a él.
Me siento en el sillón y miro la pared blanca de enfrente. Me concentro en decir esta casa es mía, me mudé hace poco y quiero a la casa antes que a él. Esta casa es mía, no suya. Él no tiene nada que ver con la casa y tampoco conmigo. La casa y yo existimos antes que él. Él vino a la casa y yo lo recibí; pero la casa no, y ahora yo tampoco. Yo me quedo en la casa porque la casa es mía; siempre fue mía. Y él de repente dijo que yo había convertido un hogar posible en un lugar de mierda porque no hacía más que pasearme en piyama con ojeras de tanto llorar sin ganas de cocinar ni cenar, ni cojer ni mimar ni lavar ni hablar ni levantar los pies ni mirarlo a los ojos. Y la casa no me hacía reproches; pero él me hacía reproches de la casa y de mí con la casa pero sin él. Y entonces un día se fue. Y no se llevó nada porque todo en la casa era mío; pero la casa lo recuerda. Y miro fijo la pared. Y digo que la casa es mía; y la manta del sillón huele un poco a él y me distraigo y tengo ganas de apretarme los dedos contra la puerta solamente para pensar en otra cosa; para que se me hinchen los dedos y todo el mundo me mire con asco y entonces yo pueda imaginar que no es sólo él el que no me quiere; sino que hay dedos y gente que mira dedos deformados y siente asco y pena y dice “pobrecita, cuánto dolor” pero en cambio agarro la manta y tiro rápido y fuerte para que salga todo el olor; como el polvo o como los espíritus en las películas de terror y cuando quiero acordar tengo los cachetes inflados y estoy conteniendo la respiración aunque no aguante más porque no quiero olerlo; tengo la manta en la mano y no quiero llorar. Esa manta no tiene nada que ver con él, ni siquiera conmigo. La manta estaba con el sillón cuando me mudé. Pero la manta huele a él y no a mí o al churrasco que hice ayer a la noche.
Tengo la manta en la mano y empiezo a llorar. Me quedo sin aire y desinflo los cachetes. Lloro, respiro y huelo y los cachetes que me duelen por adentro porque estuvieron mucho tiempo estirados y ahora están volviendo a la normalidad y los tejidos y la sangre que circula sanándolos; porque no es posible permanecer mucho con los cachetes inflados ni que queden secuelas serias de eso.
Salgo al patio y el lavarropas tiene la boca abierta y el gesto es consolador; pero el tambor es chico y hago fuerza para meter la manta. Pienso en que el lavarropas puede escupirla cuando se hinche con el agua y el jabón que huele a lavanda o violetas. Y me la devuelva, para que me haga cargo de los olores y use la manta para taparme cuando hace frío y deje el sillón al descubierto y destartalado, roto, viejo, verde botella marcado por cigarrillos de fiestas que ocurrieron antes de que yo habitara la casa y que entonces quizás me evoquen situaciones y personas desconocidas sin que duela tanto ni tanta imbecilidad puesta sólo en una manta o en una casa o incluso en una persona que está dormida en otro sillón, en otra casa y que, seguro, ya huele distinto.
me gustó. no sabía de este sitio. comienzo a seguirte por acá, litsis (?)
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