viernes, 3 de febrero de 2012

Verano sin luz [A little memoir]


Es verano y hace más de un día que estamos sin luz. En la pileta de la cocina hay una bolsa con hielo y en la del patio hay otras dos, una arriba y la otra debajo de las cosas que había en la heladera. Mamá, que vivió en el campo y no tenían heladera, dice que así al menos no se va a cortar la cadena de frío. Yo cada tanto meto la mano en la bolsa, saco un hielo, me lo meto en la boca, lo chupo un rato hasta que se me congela la lengua y entonces hago un huequito con la mano y lo escupo. Mamá me dice que me va a hacer doler la garganta, me saca el hielo de la mano, lo envuelve en un repasador y me lo da. Miro el paquetito y la vuelvo a mirar a mamá.
—No me duele nada—le digo
Papá, que está leyendo en cuero en una silla de la cocina porque cuando no hay luz no puede trabajar, me dice que es para que chupe de la tela el agüita helada del hielo mientras se está derritiendo.
—Como si fuera un helado, tus tíos y yo hacíamos eso cuando éramos chicos, porque tus abuelos no tenían plata para comprarnos siempre helados a todos.
Y claro, si la abuela parió cinco hijos en cuatro años. Vestirlos, calzarlos, darles de comer, mandarlos al colegio… mientras papá me habla, me acuerdo de las quejas que la abuela repite todavía hoy. Y, es muy lindo hacerlos, pero después… y se mezcla con la voz de mamá cuando habla con alguna tía sobre nuestra crianza. La mía o la de mis primos o la de alguna vecina que tuvo muchos hijos y que protesta en la verdulería, el mercadito o la plaza.
Le digo a papá que no existe el helado sin gusto; pero no le digo que, además, me da un poquito de asco chupar una tela, que para tomar agua puedo usar un vaso y ponerle cubitos y esperar a que se derritan en el agua. No tiene sentido chupar una tela con un hielo adentro, ni siquiera para mí.
—Que el helado no tenga gusto es una ventaja—responde papá— porque así vos le podés poner el gusto que quieras al helado. Y podés elegir un montón de gustos distintos y no uno solo como con los helados de palito. Mirá, dame el helado.
Estiro el brazo y le doy el hielo envuelto en el repasador que ahora gotea por una de las puntas. Papá se levanta, abre el repasador, saca un hielo de la bolsa, vuelve a cerrar el repasador, pone la boca como si fuera a dar un beso y chupa del repasador haciendo ruido.
—¡Cerezas a la crema! Me encanta. ¿Vos de qué lo querés?— dice devolviéndome el repasador.
Lo miro a papá y creo que puedo ponerme a llorar. Me miro la punta de las zapatillas para que no se me caigan las lágrimas. No me animo a decirle a papá que no le creo, que imaginar que el agua es crema y encima cerezas no me parece divertido o posible; y que además no quiero chupar el mismo repasador que acaba de chupar él. Cuando siento que ya se pasó el calor de la cara y de los ojos, vuelvo a mirarlo. Papá todavía sostiene el helado y me lo está alcanzando. La decepción me pesa en los párpados y la idea de que papá se dé cuenta me da escalofríos.
—De limón— le digo— pero no ahora, más tarde— y empiezo a caminar hacia el zaguán, que es la parte más fresca de la casa.
—¿Y por qué no jugás a la heladería? Podemos armar una acá, en la mesa— me dice cuando ya le estoy dando la espalda. Pero hago de cuenta que no lo escucho y sigo caminando.
Mamá, que está en el patio poniendo una manta sobre las bolsas con hielo y la comida para que se conserve mejor el frío, le grita que los hielos no son para jugar, que no me dé ideas a mí y más trabajo a ella. Desde el zaguán, escucho el eco del ay, vieja, vieja, que le responde papá antes de que todo en la casa sea silencio, y dentro de un rato también oscuridad.

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