viernes, 2 de diciembre de 2011

Fin

Un domingo de octubre le propuse ir al cumpleaños de un año de la hija de mi prima. Sabía que de no tener un plan pasaría toda la tarde en la cama, tapada, cansada, aburrida, pidiéndole que bajara el volumen del televisor. Él estuvo de acuerdo pero con la promesa de volver antes de las seis para poder ver el partido de River. Me preguntó de qué prima se trataba. Le expliqué por encima. Son muchos los primos de la rama paterna y poca la relación. Mamá había llamado en la semana para decirme que estábamos invitados. Planché su camisa antes de salir. Mis medias can-can tenían un agujerito diminuto, lo arreglé con esmalte transparente. Elegí un vestuario que me apretaba. Comprobé que había engordado. Reprimí un grito de horror y me limité a sollozar unas palabras inentendibles. Me pidió que por favor no empezara con eso, que llegábamos tarde y que me veía tan bien como otras veces y que a él le gustaba que no fuera tan flaca como cuando nos conocimos. Le dije que nuestros gustos eran diferentes. Discutimos con el espejo de por medio. Tomamos el 110 y nos bajamos en la esquina del salón de Villa Crespo donde era el festejo. Mamá miró desde su mesa, alzó el brazo y en dos ademanes perfectos dijo primero que la camisa que llevaba él estaba arrugada; y luego que me veía un poco amatambrada; esto último inflando los cachetes. Él me pidió al oído que no me pusiera loquita, que ya sabía cómo era. Se levantó para servirse comida y yo me fui tras los niños para que a mí también me hicieran un dibujo en la cara y le pusieran brillitos. Desde la mesa donde se acumulaban carnes, panes, salsas y diversos ingredientes, y con un plato en la mano, él me miraba y sonreía. Conversaba con mis primos y tíos. Pensé que nuestros hijos iban a tener una boca enorme. Ojalá con mi altura y mis dientes. La animadora pintó unas estrellitas alrededor de mi ojo izquierdo. Le pregunté si estaba acostumbrada a los familiares adultos que le piden dibujitos. Ella se rió y me dijo que sí, que un poco, que a ella no le molestaba. Era su trabajo, la habían contratado para eso. Me dio una tristeza enorme. Sólo le dije que sí, que claro y me levanté.

Me acerqué hasta donde estaba él, lo rodeé con mis brazos y besó mi mejilla derecha. Le mostré mis estrellitas y él movió la cabeza. Se reía. Me preguntó si quería que me preparara un sándwich; le dije que prefería que no, que podía sacarle el ojo a algún niño cuando volara algún botón de mi camisa. No seas loca. Algo tenés que comer, me dijo. Le dije que cuando llegáramos a casa. Sabía cuando no insistir; así que terminó de preparar su plato y volvimos a la mesa. Mientras él comía yo miraba a los nenes. Quiero uno, dije. Dejó de masticar y abrió los ojos. ¿Un qué? Se dio cuenta de que no estaba haciendo un chiste. Ojalá, en algún momento, me dijo. Ahora, le dije. No seas loca, dijo. Nos quedamos en silencio. Además, ya sabés, me dijo. ¿Qué cosa? le dije. Que no podemos, Chu, que no podés; al margen de que no es momento. Claro, le dije, ya sé, es un deseo nada más. Es un capricho, me dijo, como te encaprichás con todo, empezás con un helado y terminás con un pibe; tenés un espectro amplio. Bueno, igual es algo que no vamos a discutir acá, le respondí tratando de parecer ofendida pero sabiendo que tenía razón. No, es algo que directamente ni vamos a discutir, dijo, sos como una nena la mayor parte del tiempo.

El día que nos separamos tampoco discutimos. También era domingo. Diciembre. Él llego a casa pasada la medianoche. Yo apenas había llegado de un asado en Palermo. Le abrí la puerta. No nos veíamos hacía una semana. Sin darme cuenta había decidido que tomáramos distancia. Llené mi semana de actividades que le enunciaba sin hacerlo partícipe. Fiestas, reuniones con la editorial, histeriqueos. Él me había llamado para decirme que se iba. Y había vuelto con una decisión. Se sentó en la cama; me miró y me preguntó que me pasaba. Empecé a llorar. En el último tiempo lloraba todo el tiempo y por cualquier cosa. No respondía, nunca tenía justificaciones. Sabía que llanto mataba argumento. Al menos por un rato. Él nunca me decía que no llorara. Sólo me preguntaba por qué lloraba.

—Hace una semana que no garchamos.

Llanto

—Te fuiste sin avisarme.

Llanto

—Habíamos quedado en vernos, llegué a tu casa y no estabas.

Llanto.

—Yo te amo

Llanto con hipos.

En un momento él se puso a llorar conmigo. No había venido para eso. Pero teníamos que separarnos. No sabés ni lo que querés, nena. Me dijo. Yo dejé de llorar. Lo mandé a la mierda. No hay muchas opciones. Quememos todos los cartuchos que podamos. Este era el último, Chu, me dijo, me cansé de la incertidumbre. Me voy a dormir, le dije. Pensé en cerrar los ojos y dormir. Los lunes se solucionan los problemas. Él se acostó al lado mío. Se durmió pidiéndome que por favor, ya basta. Yo lloré hasta el sueño.

El lunes se levantó y se fue a la agencia. Amanecí a las once de la mañana con la cara todavía hinchada. Me extrañó no haberme despertado con él. Me ardían los párpados y los labios. Sentía la cabeza como si la tuviera adentro de una olla a presión. Hice pis y salí al patio. Abrí el techo. Había sol y hacía mucho calor. En el clavito de al lado de la puerta colgaban sus llaves.

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