domingo, 27 de noviembre de 2011

Love is not a fairy tale.

Clementine: Face it Joely, you’re freaked out because I was out late without you; and in your little wormy brain you’re trying to figure out “did she fucked someone tonight?”

Joel: No… see Clem, I assume you fucked someone tonight. Isn´t that how you get people to like you?

Ch. Kaufman – Eternal sunshine of the spotless mind.

—¿Vos no sos de acá, no?— me dijo; y la pregunta era en realidad una afirmación.

Me había acercado a la barra con el celular en la oreja y mientras no dejaba mi conversación con la Capital Federal le pedí un 187, un vaso de vidrio y hielo, porfa; reproduciendo el estilo que usaba en las barras de Palermo en ese bar de un pueblo del interior; céntrico por encontrarse en el cruce de las únicas dos avenidas que hay.

Del otro lado del teléfono —y de la Gral. Paz— mi amiga P. estaba pidiendo lo mismo. Hablábamos para no perder la costumbre en una de las pocas noches del 2007 que no nos encontró juntas. P. se había levantado de la mesa en la que hasta media hora antes de llamarme por teléfono compartía con el chico que le gustaba en un bar de Las Cañitas y que de un momento para otro se había llenado de modelos; se había sentado sola en la barra para quejarse y preguntarme cómo se puede ser tan pelotudo, me falta el moño y ya estamos. Mientras dejaba fluir la verborrea de P. le respondí al chico de la barra con dos señas de mi mano derecha. En la primera, levanté el dedo índice y lo moví negativamente. En la segunda, el movimiento fue doble, señalé el vaso con el mismo dedo y después los uní a todos en un montoncito con el pulgar.

—$22— dijo él mirándome sorprendido supongo que un poco por mi excentricidad.

Largué la carcajada mientras le gritaba a P.

—Boluda, tomate un Cheva y venite para acá, no me vas a creer. El 187 sale 20 pé— él arqueó un poco más las cejas, la intensidad de las puteadas de P. aumentaron y supongo que se escuchaban. En cuestión de diez segundos me dijo que tenía la peor mala suerte del mundo, que ya estaba borracha, que tenía ganas de llorar y que se iba a dormir; aprovechá y date vuelta como una media, te quiero. Mañana hablamos y me cortó.

Le di $25 al chico de la barra y le dije que estaba bien. Me miró, apoyó sus manos en la barra, me devolvió tres pesos y me dijo seco:

—Acá no se estila.

Así nos conocimos.

Fue los últimos días del 2007. Hacía mucho calor y yo esperaba las fiestas en el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde vive la mitad materna de mi familia. Las noches las pasaba en el bar clásico del pueblo y atendía llamados que me llegaban desde Capital Federal: amigas que me gritaban que me extrañaban mientras me decían que no sabía la fiesta que me perdía y escuchaba que sonaba I love you baby y me imaginaba el alcohol y las drogas y la promiscuidad y la diversidad; y lamentaba un poco haber decidido viajar unos días antes para relajarme después de un año intenso de cursada en la facultad para tomar sol y leer en el pasto, tratando también de reaccionar frente a una incipiente anorexia que mi amiga P. gustaba de llamar a los gritos, después de haber visto un informe en el noticiero, alcoholexia por los síntomas de reemplazar las calorías de las comidas por las calorías de las bebidas con alcohol. También me caían smses del tipo “¿Dónde estás que no estás en el Único?”; o simplemente otros que preguntaban dónde dormiría esa noche.

A 180 km de la ciudad capital, me divertía escuchando a mis amigas y evitaba responder smses cuya función habitual era meramente utilitaria. Acompañaba con desinterés y alcohol el ostracismo al que había sido condenada mi prima después de ponerse de novia con el ex de una amiga. La enseñanza de que lo primero es la familia y de que la lógica en un pueblo es diferente a la de la gran ciudad—es decir, in the city pasa desapercibido y una tiene la posibilidad de buscarse nuevas amigas o conocer a otros novios; en un pueblo sos noticia, la gente te hace el vacío y necesitás apoyarte en algo— me llevó a estar ahí, con ella, casi por primera vez prestándonos atención —y descubriendo que estaba bueno, que podíamos conectar— mientras inventábamos temas de conversación y el resto de sus amigas estaba en la otra punta del bar.

En un pueblo del interior, cuando sos de afuera también sos noticia. Algunos te conocen por tu familia; otros les preguntan a sus amigos que les preguntan a otros amigos y así llegan al mensaje que sería algo así como “es la prima porteña de los Tal. Viene seguido” pero todos te miran con una impostada indiferencia que te señala como outsider. Dentro del todos se conocen entre todos, se saludan, se abrazan vos te quedás afuera; y eso, por suerte, te permite ser todo lo antipática y porteña que te dé la gana.

La segunda vez que hablamos fue la noche de año nuevo. Estaba notablemente ebria y bailaba cumbia en el mismo bar donde noches anteriores él había sido el muchacho que sentado en una banqueta, con pantalón rayado y toppers celestes había atendido mi pedido. Se acercó desde atrás, esa noche tenía una remera a rayas amarilla y gris que quedaba linda con el bronceado de sus brazos.

—Feliz año nuevo, Chachi— me dijo.

Giré sorprendida por escuchar en boca de un desconocido el sobrenombre que sólo utiliza mi madre y que, como me avergüenza, mantengo en la intimidad. La noche anterior me habían dicho que estudiaba letras y yo había clausurado la conversación con un nunca lo vi en puán, ni idea.

—¿Chachi? Me parece que te confundiste—le respondí

—¿No te dicen Chachi? Tu prima me dijo que te decían así.

—La única persona en el mundo que me llama Chachi es mi mamá. Nadie más.

—A mí Chachi me gusta ¿Estudiás letras?

—Sí.

—Yo también.

—Nunca te vi en puán— repetí ahora a mi interlocutor en primera persona.

—No, estudiaba en Rosario. Recién ahora me mudé a Buenos Aires.

—Ah. Mirá vos.

Después, tuvimos una charla de borrachos que versó especialmente en coincidencias obvias como la admiración a Julio Cortázar y Rayuela y la repetición de ciertos fragmentos y lugares comunes de los capítulos que ambos sabíamos de memoria —yo más que él—. Repentinamente había empezado a interesarme. Nunca había tenido un encuentro de ese tipo en ese lugar. Tenía el atractivo de lo nuevo. Nunca había hablado con nadie de literatura en ese lugar, nunca había encontrado a alguien con intereses al menos similares a los míos. La pose de antipatía trucó en un poco de histeria y en una decidida simpatía y seducción. Cuando mi prima me dijo que él estudiaba letras fue clara —al menos en términos del imaginario de cierto lugar— son las únicas dos personas en el mundo que conozco que estudian esa carrera.

Esa noche, cuando me fui, me acerqué a saludarlo.

—Chau, che. Nos cruzamos por los pasillos de puán. Suerte con la homologación de materias— le dije y ya no me acuerdo si le di o no una palmada en el hombro.

El 3 de enero ya estaba de regreso en Capital Federal y con planes de reencuentro con mi amiga P. en Palermo. Habían sido cerca de quince días sin vernos ni emborracharnos juntas. El día anterior, él me había agregado al chat y me había mandado un mail diciendo que fuera, si quería, al ensayo de unos amigos; que una amiga en común iría. Le agradecí, fui amable y lo investigué un poco. Yo no le había pasado mi dirección de correo y todavía ninguno tenía FB. Google no arrojaba demasiados resultados que me conformaran. Después de deambular llegué a descubrir que no tenía un blog, sino que tenía un fotolog donde posteaba distintos textos bajo pseudónimo. Lo leí, me gustaron sus textos; yo todavía —paradójicamente— no escribía para los demás o creía que algo así era posible.

Llegué antes que P. El bar donde habíamos quedado encontrarnos estaba cerrado.

“Kongo está cerrado. Te espero en la puerta y decidimos qué hacemos”.

P. llegó en menos de cinco minutos y se bajó del taxi.

—¿Vamos a Sonoman?

Empezamos a caminar, cruzamos Juan B. Justo y P. me preguntó si tenía novedades o si sólo me había tirado al sol, comido tomates con palmitos y leído libros.

—Medio como que conocí a un chico. Pero nada. Un cuelgue.

—¿Pero garcharon?

—No, P. Hablamos cinco minutos y me apareció en el chat ayer cuando volví.

—Ah. Pero entonces no conociste a nadie ¿Qué hace?

—Estudia letras.

—Ufff. Cagamo’

Pedimos cubas libres y nos sentamos. P. estaba obsesionada en hablar sobre este desconocido —del que yo no podía decir mucho— porque sostenía que en algún brindis hace un tiempo, mientras ella gritaba que las mujeres derrochan simpatía, yo había enunciado que en el 2008 iba a ponerme de novia por primera vez en mi vida y capaz se cumplía y qué iba a hacer ella si eso era cierto. Me hizo prometerle que no la iba a abandonar aunque mi inestabilidad emocional le aseguraba gran parte de la promesa, dijo.

Cerca de la una de la mañana, mientras las perspectivas de la noche eran cada vez menos prometedoras y Buenos Aires se hundía en ese letargo típico de los días de enero, sonó mi celular. Sms.

“Hola M, soy Juan. Me pasaron tu celular. No viniste. Me quedé con ganas de tomar una birra con vos”

Entrenada en mensajes de este tipo, después de mostrárselos a P. y me dijera que ya empezaba a odiarlo y a odiarme, respondí:

“¿Y pq quedarse con las ganas? Yo estoy en Palermo. Honduras y Fitz Roy”

Tardó un rato en responder el mensaje. P., ya borracha, se reía y me decía que era un flojito, que era el típico que cuando una lo apura empieza a recular.

Vas a ver que en un rato te llega un sms con alguna excusa— sentenció.

Pero el sms llegó enseguida y decía:

“Estoy yendo a Núñez a buscar una cosa y voy para allá”.

Le pasé el nombre del bar mientras le leía a P. el mensaje en voz alta y le decía que ese “una cosa” sonaba tan ridículo como misterioso.

—Para mí que está hablando del fassso—dijo P. burlándose de la obviedad eufemística del mensaje pero siendo lo suficientemente considerada como para ahorrarse los insultos que le salen con demasiada facilidad, especialmente si está borracha— ¿pedimos otro cuba?

—Ojalá, mirá si el chabón resulta una paja. Sí, pedí. Coca light, no te olvides.

P. ya estaba camino a la barra y me hizo un gesto con el brazo como pidiéndome que por favor no le aclarara obviedades.

P. volvió con los tragos y me aclaró que se quedaba un rato más pero no mucho. Que le hiciera un favor enorme y que no pidiera el cuba libre con Coca light delante de él en la primera cita. Delicadezas, agregó.

Cuando él llegó, pasó de largo sin vernos. Me levanté y le toqué el hombro. Giró. Tenía puesta un remera blanca con la inscripción Listen to Ramones y la cara de Don Ramón en el medio. Su pinta zaparrastro contrastaba un poco con mi remera rosa y zapatitos abiertos. Pensé que era muy Palermo. El chico medio rocker y desaliñado; y la minita con una onda entre casual, rea y elegante.

P. abandonó la charla al poco tiempo. Ya habíamos empezado a hablar de literatura, él demostraba que la academia y las lecturas críticas no eran lo suyo. Y lo decía sin ningún tipo de temores. Me alegraba no estar en una charla con alguien que me preguntara por qué estudiaba francés si nunca había viajado a Francia o con alguno de palermo-coolto que con su chamuyo pretendiera hacerme creer que está adaptando Crimen y castigo para el cine. Algo en su sensibilidad me resultaba atractivo y al mismo tiempo me asustaba un poco. En un momento, cuando el bar estaba casi cerrando, y yo hablaba sin parar de la amistad entre el hombre y la mujer, lo resumió todo en nueve palabras:

—A mí me chupa un huevo ser tu amigo.

Así fue que nos besamos por primera vez y cuando él me preguntó qué hacíamos, ya afuera del bar, yo le respondí

—Vamos a tu casa.

Los chicos del interior que vienen a estudiar a Buenos Aires, en general viven en Palermo. Llegamos al departamento de dos ambientes que compartía con un amigo en una torre en la calle Armenia. Armamos un porro. Ya era de día. Cuatro de enero. Él agarró la guitarra y empezó a tocar. Yo no entendía qué era lo que hacía que no se me tiraba encima, no me empezaba a toquetear. Pensé que el porro había pegado para el lado equivocado, me estaba llenando de frustración cuando él dejó la guitarra. Pero siguió sentado en el sillón donde yo estaba acostada a punto de dormirme.

—Esto es lo que necesito—dijo.

No supe que ese “esto” que después se convirtió en besos y en caricias era el prólogo de un noviazgo no tan largo como intenso. Le pedí que se acostara al lado mío. Él fue dulce, considerado y no se apuró a nada. Tiempo después, me confesó que él no pensaba en hacer el amor conmigo esa noche; que para él había sido perfecta así como estaba. Tardé un tiempo entender a qué se refería.

No me costó acostumbrarme a la lógica de la vida de novios. A los llamados y mensajes diarios, a los textos dedicados y tiernos, a cierto abandono de las borracheras junto a P. que incumplían la promesa original. Y costó tiempo y peleas comunicarle al mundo exterior que la lógica había cambiado. Y los mensajes o llamados que caían a mi celular durante la madrugada eran cada vez más difíciles de explicar. Era difícil decirle que no era siempre el mismo chico que llamaba, que el que había llamado antes había sido anoticiado de que ahora estaba de novia y que por favor ya no me llamara, pero que este era otro, que todavía no sabía porque quizás hacía más de seis meses que no hablábamos. A él, fiel al estilo de pueblo de haber tenido su primera novia desde la temprana adolescencia hasta los veintidós años, le costaba creer y me miraba sorprendido. De repente era esa clase de chica. Le pedí que no me juzgara, que había sido soltera hasta los veintitrés años y que él tenía que convivir con eso, al menos por un tiempo. Que Buenos Aires no era un pueblo y que me daba una paja bárbara tener que explicarle cosas de antes de él. A los seis meses, con la excusa de que viajaba a Europa, decidí cambiar teléfono celular y número. También comprendí que su insistente pregunta sobre mis amigos ¿pero estuviste con él alguna vez? Sólo tenía una posibilidad de respuesta: No, amor y que sólo tenía que hacer de cuenta que no lo escuchaba cada vez que aparecían los celos por qué siempre estás seduciendo, te gusta llamar la atención, que te miren y a mí me molesta.

Y creíamos que el nuestro era el mejor noviazgo del mundo. Estábamos tan de acuerdo que a veces no lo decíamos; cogíamos constantemente, en cualquier lugar, en cualquier situación; salíamos, nos emborrachábamos, chivábamos juntos saltando en recitales. Todavía éramos adolescentes y creíamos inocentemente que estábamos construyendo una pareja adulta. Pero nunca fuimos una pareja tranquila y armónica y no éramos lo suficientemente adultos como para comprender esas cosas de tanto en la salud como en la enfermedad. La famosa cuestión de aguantar al otro. Él tenía mayores obligaciones y conflictos —trabajar para poder vivir en Capital, ir a la facultad, tratar de sacar adelante una banda de rock under del interior, ser el hijo jipi de la familia— que yo que vivía en Belgrano, en casa de mamá, recibía un salario por el simple y hermoso hecho de ser hija y mi máxima preocupación era si Sebrelli leía “Casa Tomada” desde “Cabecita Negra” o si en realidad Piglia leía a Rozenmacher desde Sebrelli. Terminé por agotarme —lo que en realidad significa que estaba aburrida, de su depresión, de sus problemas. Desencantada de haber comprobado que no existe cosa tal como contigo pan y cebolla—. Yo ya coqueteaba con la Academia, la idea de la academia —pobre— me fascinaba y atraía y del mismo modo empezó a atraerme un pseudoacadémico. En aquel momento, creí que una relación podía detenerse cuando uno quería. Que alcanzaba con decir basta para mí basta para todos o simplemente enunciarlo no quiero jugar más. Así fue que un día le dije: Sorry, no aguanto más, se terminó. Y al poco tiempo cenaba quesos con vino con el pseudoacadémico. Y mientras salía con el pseudoacadémico ponía pause y salía con otros chicos, y me divertía y a veces mi ex novio me llamaba para que habláramos, para que reviéramos la situación y yo no podía, no quería. Había vuelto a ser flaca, me emborrachaba cuando me daba la gana, me alimentaba mal cuando quería de nuevo, era todo lo frívola que quería y no quería pensar en el amor, en ese amor, en lo que todos llamamos amor, en lo que todos intentamos definir como un mundo hermoso pero finito porque sabía que volvería a caer. Y necesitaba defenderme. Quería gritarle al mundo que me gustaba estar así, que ya no quería terapia, ni caricias, que por ahora sólo queso y vinos y que me dejaran un poco en paz sin tanto tu me manques, I miss you, te extraño, ni llantos telefónicos. Quería que él también dejara de llamarme como un personaje literario, que yo era real y que se fijara en todos los problemitas que tenía, que no era un concepto, que no hay idealizaciones que valgan… que a veces es un tanto agotador jugar todo el tiempo a ser el pavo real y tener el culo lleno de mermelada.

Y volvimos a creernos adultos y enfrentamos una relación de pareja que fracasó, de nuevo. Porque lo dicen las estadísticas y entonces es cierto. Porque tu pareja no se divierte esperándote solo en la cama mientras vos te emborrachas con un par de desconocidos absolutos para él, pero no te dice nada, hasta que un día te dice todo y entonces vos le decís que las cosas pueden cambiar, que quizás sería lindo vivir juntos y el intento es una cagada porque vos empezás a pensar en una vida juntos y a desear un montón de hijos que en realidad no podés tener; pero él tampoco sabe eso y él ahí te dice wow wow wow frenemos un toque, a los dos nos quedan cosas por vivir y experimentar y en realidad te está diciendo que no le copa tres carajos tu idea de familia feliz, no ahora; y el arroz con leche me quiero casar que te obligaban a cantar de chiquita queda en mute. Y duerme con vos esa noche porque es tarde y está agotado. Te dice por única y última vez que una de las cosas más dolorosas de los últimos tres años fue esa necesidad de salirte constantemente de la relación sin tenerlo en cuenta para hacer la tuya.

Y después las explicaciones, y madre diciendo que ya son veintiséis los años que tengo y yo pensando en que estoy agotada, en que el llanto me está deformando la cara, en que todo lo que me habían dicho era cierto, en que este paradigma está agotado y en que el amor no es un cuento de hadas ni una telenovela; es un relato épico, con un montón de ciudades incendiadas, gente muerta, traiciones e intereses en el medio o no es nada. Y uno sólo se sienta a recordar aquellos primeros happy days en el intento de reconstruir un relato mítico fundacional.

3 comentarios:

  1. la cantidad de certezas conquistadas a base de sangre y un corazon que se agranda lo dicen todo. valiente, mujer, que ama.

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  2. No te desencantes Frani...

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