martes, 8 de noviembre de 2011

The past today [fragmento]


Llego a casa después de salir. No puedo desvestirme y acostarme a dormir. La noche terminó; no hay nada más por hacer. Pero no puedo sacarme la ropa y ponerme el piyama. Ni siquiera puedo sacarme el maquillaje. Me quedo incluso con la bufanda y el tapado puestos. Abro la puerta de la heladera y saco una botella de agua. Tomo del pico, la llevo al living y prendo la computadora. En la web tampoco pasa nada. Los diarios no tienen novedades. Son cerca de las dos de la mañana. No puedo desvestirme. Agarro las llaves y vuelvo a salir. Corro hasta la estación de servicio. Compro cigarrillos. Podría haber aguantado hasta la mañana siguiente sin fumar, pero necesitaba justificar el seguir vestida. No queda más que acostarme a dormir. La casita de Nazca está en silencio, sólo se escuchan las paletas del reloj que van cayendo con los minutos. Miro la cama llena de ropa, peines, pañuelos, medias y ropa a medio doblar. Siempre duermo del lado derecho de la cama. En el lado izquierdo se acumulan objetos de todo tipo, los ordeno una vez por semana. Las sábanas de ese lado están sin arrugas. La almohada todavía huele a suavizante. Hace tiempo que no duermo en diagonal. A veces, cuando me cruzo en medio de la noche, escucho que algo cae al piso. Me asusto y prendo el velador. Muchas veces tengo miedo. No me gusta dormir sola. Tardo en acostarme. En asumir que la noche terminó y que al regreso sólo me encuentro conmigo misma, con mi desorden, con el goteo eterno del depósito del baño, con las paletas del reloj, conmigo. Al menos tengo cigarrillos. En el baño tengo un cenicero, en toda la casa hay impregnado un olor a cigarrillo que no logro sacar con nada. Ni las velas, ni los aceites ni los sahumerios funcionaron. No puedo fumar en el patio, hace frío. El silencio de la casa me pone un poco nerviosa. Enciendo las luces de todos los ambientes. Las voy a ir apagando mientras me acueste a dormir, pero voy a dejar prendida la del patio. Siempre descanso mejor cuando está encendida. Quiero dormirme pronto. Suena insulso pero los pensamientos se enredan. Ni siquiera se oye el televisor del vecino, los perros no ladran, los camiones tampoco pasan a esta hora por la Avenida Nazca; cada tanto pasa un auto con música electrónica a todo volumen. Primero escucho la música, después la acelerada. Imagino un 128 todo tuneado. Pero nada más. Me escucho a mí misma. Por momentos pienso que puedo volverme loca de un momento a otro. Me acuerdo de que a los diecisiete le dije a mi terapeuta que a veces sentía que iba a enloquecer; me acuerdo en realidad de que ella lo anotó en una hoja de papel y lo subrayó; me acuerdo que lo vi varias sesiones después, cuando ella dejó el papel sobre el escritorio para levantarse a atender el teléfono. Hasta ese momento nunca lo había pensado con seriedad. Yo lo decía metafóricamente, pero ella lo anotó así, literal. Cuatro años de sesiones para ver una hoja en blanco con esas palabras “siento que voy a volverme loca” y nada más.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él cuando desde la puerta de la cocina veía cómo fideos y pedazos de platos se mezclaban el piso.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él cuando abrió la puerta de la casita de Nazca y me vio sentada en posición de loto diciendo omm

—Vos te volviste completamente loca— dijo él cuando comenté que el flaco Spolli era lindo.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él cuando me bajé de un colectivo en Rivadavia y San Pedrito y empecé a correr.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él antes de bajarse del 63 en Álvarez Thomas y Federico Lacroze y dejarme hablando y viajando sola hasta Villa del Parque.

—Vos te volviste completamente loca— dijo él mientras yo lloraba y armaba mi bolso para volverme a Buenos Aires apenas horas después de haber llegado a Rosario para pasar un fin de semana romántico.

Desperté en mitad de la noche y sentí que me ahogaba. No podía respirar. En el sueño alguien me asfixiaba. Desperté y me estaba asfixiando. En un acto reflejo llevé mis dos manos al cuello. No podía hablar, no podía respirar. Sentí que me moría. Él se incorporó en la cama. Me miró, me habló, quería pero no podía responderle, todavía me ahogaba, él empezó a desesperarse, me tocaba la espalda, yo no podía sacar las manos de mi cuello. Antes había tenido parálisis de sueño pero todo se reducía a que mis músculos tardaban en responder una vez que me creía despierta. Nunca esos músculos habían sido los pulmones. Me moría, traté de pararme. Fui al baño, levanté los brazos, el aire no pasaba. Me tiré contra el inodoro. Quise vomitar, escupir, necesitaba sacarme eso que no sabía qué era pero que estaba en mi garganta. Él me siguió, me preguntaba qué hacía, yo seguía sin poder hablar. Se agarraba la cabeza y me miraba, yo tenía el gesto deformado. Me paré para mojarme la cara y ver si el shock del agua fría me devolvía la respiración. Transpiraba mucho. Vi mi cara de desesperación en el espejo. Estaba pálida y fría. Sentí que me moría. De a poco empecé a respirar, él se acercó para tranquilizarme. Venía de una temporada de pesadillas que lo despertaban todas las noches con un grito. Nunca quería hablarle de mis sueños. Alguien golpeaba la puerta de mi casa, pegaba una patada y me llevaba afuera de los pelos. Me venían a buscar. El sueño se repetía casi todas las noches. Pero ese sábado a la madrugada no había soñado eso. Él me preguntó qué había soñado, no supe explicarle, no lo recordaba. Quise volver a dormir, él me seguía preguntando. No quería hablar. Antes de dormirme, él me preguntó si me sentía mejor. A la mañana siguiente volvió a sacar el tema. No quise responderle, no quise recordar esa situación. Imaginé que si cada vez que tenía anginas o dolor de garganta mi terapeuta homeopático me decía que era algo que quería decir pero no podía, la asfixia mientras dormía con él preludiaba una catástrofe. Él decidió no insistir y se limitó a tomar el café con leche de la mañana del domingo. Sólo dijo que no estaba bien y que quizás fuera recomendable que retomara mi terapia tradicional.

Desde el patio, mientras colgaba la ropa recién lavada sobre la cuerda miré al cielo y le pregunté si él creía que fuera a llover. No me respondió. La puerta del living estaba abierta y lo vi de espaldas, frente a la computadora leyendo los diarios. El ángulo superior izquierdo pintado de verde me indicó que leía el Olé. Siempre me daba tristeza verlo angustiarse por River, los partidos perdidos y el cercano fantasma de B. River jugaba ese domingo a las seis de la tarde. Futbol para todos. Volví a mirar el cielo. Miré la ropa, toqué la hilera de broches que colgaban sueltos en la cuerda como si fueran campanitas, lo volví a mirar a él. “¿Lloverá?” le pregunté. Hizo girar apenas la silla, su mano derecha se mantuvo sobre el mouse de la computadora. “Ni idea, chu” dijo. Sostuvimos nuestras miradas unos segundos. Él sonrió. Su respuesta me tranquilizó y mientras Aspen seguía pasando todos los clásicos que uno elegiría no escuchar un domingo, él siguió leyendo el diario, yo tarareaba las canciones y me creía ama de casa por un rato. “No se puede seguir así” escuché que decía como para sí; pero, entonces, no pude saber a qué partido se refería.

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