Pasé los primeros dos días de internación en una clínica sin resonador, congruente con el plan más bajo de una de las prepagas más antiguas y famosas que ahora tiene una publicidad con un montón de gente tirando de una soga para el mismo lado. Lo que nadie sabe es qué tiran. Lo importante es que la soga nunca se corta y que, desde unas nenas con uniforme de colegio privado, como algunos turistas en el desierto de Atacama o San Juan hasta una oficinista de vestido amarillo que se saca los tacos para tirar mejor y no resbalarse ni quebrar el taco de unos zapatos que deben costar una fortuna, tiran para el mismo lado.
Mis médicos
decían que esa clínica era el submundo y todavía no sabían qué hacer: si meter
cemento biológico por un agujerito en la espalda, ponerme un corset que
aplicaban con calor y que sugería cuarenta días de reposo y baño seco o una
operación más seria que suponía abrir la espalda, desgarrar los músculos hasta
llegar al hueso, intentar, como en un rompecabezas ubicar las piezas de columna
sueltas y que comprometían la médula y colocar, por último, dos tutores de
titanio con clavos y un ganchito para sostener todo mejor. Después de cuatro
días de Ateneo del equipo de neurocirugía del Hospital Alemán y una resonancia
que ocurrió a las tres de la mañana en una clínica de Belgrano, una madrugada de martes en la que Buenos Aires
estaba tapada por una niebla que impedía al ambulanciero esquivar los pozos
para evitarme el dolor de chocar contra una tabla de madera que hacía 15 horas
tenía pegada a la espalda, después de la cara de preocupación y los labios
apretados de tíos doctores, de clínicos recién llegados y de especialistas bien
pagos con pantalones Cardon y camisas Polo, después de discutir con el servicio
de médicos de la ART y decidir que mejor me quedaba con la prepaga porque así
lo sugerían médicos y abogados que decidían todo por mí, después de no firmar
papeles que auditores me ponían adelante, no por mí, que estaba drogada y
firmaba cualquier cosa, sino por los demás, después de su porfiadez y mandarme
a buscar dos veces con una ambulancia para intentar llevarme a una clínica
peor, y que yo sabía que era peor porque había escuchado al médico decir que
esa clínica no era una opción para mi complejidad, después de un traslado
inesperado que me encontró sola en una habitación porque había mandado a Juan a
comprarme un caramel machiatto al Starbucks de la otra cuadra y de pasar otros dos
días enteros en un box de guardia en el instituto del diagnóstico y conocer a
mi verdadero equipo médico, después de varios rescates de morfina y cambio de
vías en mi brazo porque empezaba a inflamarme, después de aprender y repetir la
palabra Keterolak cada vez que veía que se iba vaciando el suero con ese
líquido mágico que se ponía amarillo cuando lo abrían y aparecía alguna
enfermera, después de días enteros sin bañarme, sin que nadie me bañara y
sintiera un olor a culo nunca antes conocido por mí, sin poder moverme, y pedir
que me pasaran toallitas espadol por el culo, porque no podía más, el olor subía
y los médicos subían las sábanas para hacerme pruebas de sensibilidad y fuerza,
después de días en los que también me tiraba pedos adelante de todos porque
siempre había alguien en la habitación y de días en los que no hacía pis por mi
propia voluntad porque la sonda chupaba a su voluntad y apenas la vejiga
recibía un poco de líquido, sentía el goteo en una bolsita plástica que colgaba
de un gancho de la cama, después de mi primer —aunque no último— enema en la
habitación —y en la cama— que configurarían mi casa durante poco más de un mes.
Después de todo eso, me informaron que iban a operarme el domingo a las ocho de
la mañana en uno de los quirófanos que están en el primer piso del Instituto
Argentino del Diagnóstico y Tratamiento, uno de los más seguros, con mejores
luces y equipos.
Antes de
todo eso estuvo el accidente y el primer traslado del SAME a un hospital municipal
(en realidad ahí está el submundo) donde me dijeron que estaba todo bien, no tenés nada es solo el golpe y me duele
pero ahora vení y sentate en esta sillita porque no tengo camilla ni camillero
ni nada para que puedas estar en posición horizontal y dejes de decir que te
duele la espalda. Los golpes duelen, y había una médica china que miraba la
radiografía con el mismo interés con el que uno hojea las revistas dominicales
durante el desayuno del lunes; estuvo el
médico ecuatoriano que me pinchó varias veces la mano para encontrar una vena
donde empezar a pasar solución fisiológica cuyo único propósito era cumplir el
reglamento de que los pacientes deben ingresar en la guardia con una vía
colocada para facilitar y no demorar el trabajo de enfermeros y médicos sin
indicaciones que deciden en el momento; estuvieron mis primeras horas de
guardia en un rincón oscuro donde lloré por la oscuridad, por la miopía, por la
sonda que metían en mi vagina, pero especialmente porque tenía mucho miedo;
estuvo mi mamá al borde del desmayo y mi novio asumiendo la responsabilidad de
contener una situación que no estaba en sus planes, ni en los de nadie que con
veinticuatro años, salud y carrera profesional se decide a encontrar una pareja
con la que coincidan por lo menos esas tres características. El amor vino
después y después del amor –o con él, qué se yo— vino la transformación en una
relación de enfermero-enfermo, de caramelos duros a las 7 am, de helados de
limón a las diez de la noche de un sábado de agosto, con lluvia y dos grados en
la calle, de toallitas desinfectantes que acariciaban mi vagina, mi clítoris y
que él pasaba con sensatez, dedicación y calentura de hombre joven; gesto que
yo apenas podía responder con una sonrisa que era agradecimiento, tristeza, amor
e incapacidad y con el entrecejo
apretado porque todo me dolía y no sentía nada.
Antes estuvo
el baño en seco después de cuatro días, la tijera de la enfermera cortando la
ropa, la negación a usar el mismo camisolín que pudo haber usado una futura
madre, un paciente con apendicitis o un ya muerto enfermo de cáncer, la compra
de un camisón en Caro Cuore como indicaba mi capricho, el grito, el miedo, el
miedo, el grito, los rulos que siempre escondo, la tranquilidad de que hacía
poquito me había depilado, la explicación de que todo iba a estar bien, no
podían darme pruebas científicas, y por eso, en su lugar, me daban papeles que
repetían que cualquier complicación que ocurriera, ellos –ELLOS— harían lo que
estuviera en sus posibilidades para salvarme, pero que no podían asegurar que
eso fuera lo suficiente para salvarme y que entonces, por favor firma ahí,
donde está la línea punteada. Les juro, les juro a todos que no voy a
demandarlos si quedo paralítica o si me muero porque me avisaron y yo les di mi
consentimiento. Me dijeron con buena fe que todo iba a salir bien, y que si no,
iban a hacer todo para que saliera lo mejor que estuviera a su alcance. Eso
tenía que tranquilizarme. Eso y que los médicos vinieran y se presentaran y
olieran bien. Eso reconfortaba. Y entonces disimulaba las lágrimas y la garganta
cerrada, porque en realidad estaba cagada en las patas. Porque siempre con mamá
nos manejamos bárbaro con la gotita y Farm X, porque nunca hubo una visita a la
guardia, ni una operación, porque mis abuelos ya estaban un poco muertos cuando
yo tuve conciencia y mi abuela más longeva se murió sin enfermedad en el cuerpo
una noche de julio, cumpliendo su promesa de no llegar a los noventa.
Así, el
hospital era un mundo desconocido, inexplorado y difícil de explicar. Mirta me
decía que no dijera hospital porque no era un hospital, era un sanatorio, una
clínica, hospitales son los públicos, a esos que va todo el mundo, en el que se
queda el que no tiene una obra social ni una prepaga ni una familia de clase
media que pueda pagar una habitación por un par de días. Siempre esperando que
esa semana prometida por los médicos no se prolongue; en cuyo caso yo sería la
excepción porque, a riesgo de arruinar todo lo que me queda por contar y
entonces por escribir, mi internación duró 35 días. Cada uno de los días que
estuve internada le costó a la prepaga alrededor de 3000 pesos, lo cual incluía
la medicación que me pasaban y que siempre era nueva y distinta y más fuerte
porque había que probar para que se fuera la fiebre sin abrirme de nuevo, ya tuvo suficiente. No incluyó las dos
veces que entré en el quirófano. Las propinas violetamente tentadoras las
pagaban mamá o Juan dependiendo quién estuviera en la habitación. Las
enfermeras fueron hermosas conmigo. Me lavaban el pelo, tomaban la temperatura
del agua, me acariciaban la cabeza y me daban calmantes. Conocía sus rutinas y
cambios de turno, les contaba los highlights del día, fiebre, de cuánto, sí fui de cuerpo, varias veces, este antibiótico me
re descompone de la panza, ¿pis? Estás tomando líquido, sí muchísimo, dame el
dedito, pulso cardiaco todo perfecto, un pinchacito y evitamos el ACV, arde
arde arde, te lo pongo en la panza para que no se te vea el moretón, no te
preocupes que de acá no me voy, ponela en el brazo y comé un poquito, no
llores, no llore mi niñita me decía Roxana, una de mis últimas enfermeras, que
conjugaba mal los verbos irregulares.
Pero eso fue
mucho después. Al principio, como decía, no entendía qué hace la gente en los
hospitales cuando está internada. Sabía que no podía moverme de la cama, que
solo podían girarme los enfermeros y en bloque y que tenía que permanecer en
esa posición hasta que los médicos decidieran qué hacerme. La primera idea fue
entonces que ese lugar pudiera convertirse en una suerte de spa. Le dije a Juan
que me quería pintar las uñas; que me sentía fea y entonces él compró esmaltes
OPI, cuatro, no uno, rojo, fucsia, brillito plateado brillito con brillitos, de
esmalte importado y caro; de esmalte que yo no compraría porque después de una
temporada se secan o se apelmazan y hay que tirarlos; pero él fue a Palermo y
me los trajo en una bolsita con una lima y un quitaesmaltes. Y me dio un beso
en la frente y lo escuché taconear y supe que tenía zapatos que combinaban con
el cinto. Ese día también vino con flores, para tranquilizarme, vino con olor a
cigarrillo, besos mezclados con menthoplus de durazno y me dio de comer en la
boca, pedacitos del primer menú que no recuerdo qué era, pero él estaba ahí,
cortando la comida y pinchándola porque yo estaba acostada boca arriba, ciento
ochenta grados, un pajarito, un gorrión sin alas y de repente me acuerdo de
Tomás Eloy Martínez y de Santa Evita,
en una cita que ya usé una vez para escribir “un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba
lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la
muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándose reina,
quién lo hubiera creído.” Y acá tampoco nadie lo hubiera creído, porque
un accidente es inesperado, los accidentes siempre le ocurren a los demás, son
el relato de familiares o amigos o movileros de traje y transpiración en la
frente.
Ese primer
día empezaron a llegar amigos con chocolates, palabras de aliento o de
incertidumbre, caras opacas porque era julio y hacía mucho frío, atardecía, el
horario de visitas había terminado igual que la jornada laboral y se quedaban
alrededor de la cama, los brazos en jarro, asintiendo a lo que dijera el
enfermero o Juan o mamá. Se quedaban hasta donde podían y se daban vuelta
cuando los ojos se les llenaban de lágrimas. A la izquierda había un silloncito
y un balcón; a la derecha un sillón que se convertía en cama y el baño. Juan se
sentaba en ese silloncito y me leía. Me leía capítulos de libros todavía
inéditos que estaban en mi bolso y después apoyaba la cabeza en un borde de la
cama, justo al lado de la almohada y se dormía por un rato; hasta que yo le
pedía agua o un pedazo de chocolate y entonces él se paraba, llenaba el vaso
con agua y hielo y me acercaba el sorbete que era en realidad una sonda cortada
porque el plástico de las pajitas es duro y se corta cuando lo doblás. Mastiqué
el chocolate y él masticó conmigo. Qué
rico, ¿no? y su sonrisa tenía tanto miedo que sentí los poros de mi cabeza
electrizarse y quise llorar. No tuve tiempo. En los hospitales nadie toca la
puerta.
—Vos no
podés comer chocolate— dijo la enfermera.
Se paró al
lado de la cama, miró el suero, movió la rosquita del goteo, lo miró a Juan una
última vez y salió sin cerrar la puerta.
*la imagen la encontré acá
*la imagen la encontré acá
Genial, cuca.-
ResponderEliminarWow. Lei todo y me dolió (careta!!! a la que le dolió fue a ella, pero se entiende).
ResponderEliminarOjalá te lastres todos los chocolates que se te canten.
Saludos!
J.
pasalayquenovuelva.blogspot.com
¡Hola a todos! Escribo este artículo para apreciar el buen trabajo de DR OGALA que me ayudó recientemente a traer de vuelta a mi esposa que me dejó por otro hombre durante los últimos 6 meses. Después de ver un comentario de una mujer en Internet que testifica cómo fue ayudada por DR OGALA. También decidí contactarlo para obtener ayuda porque todo lo que quería era que yo obtuviera mi esposa, felicidad y asegurarme de que mi hijo crezca con su madre. Hoy estoy feliz de que me haya ayudado y puedo decir con orgullo que mi esposa ahora está conmigo otra vez y que ahora está enamorada de mí como nunca antes. ¿Necesita ayuda en su relación, como recuperar a su hombre, esposa, novio, novia? Los espectadores que lean mi publicación que necesita la ayuda de DR OGALA deben comunicarse con él por correo electrónico: (ogalasolutiontemple@gmail.com). También puede llamarlo o contactarlo a través de WhatsApp +2348052394128
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